Nuestro Protagonista dijo: "Haced esto en memoria mía" y nosotros, además de Eso, de regalo y por el mismo precio, más papistas que el Papa, como un papel de colorines para envolver el sacramento, añadimos de nuestra cosecha una gran representación. Ponemos en ella tanta ilusión que hasta nos tomamos más libertades de la cuenta, resultando algo más apócrifo que los mismos evangelios apócrifos, de los que no dudamos en plagiar alguna escena si conviene al hilo argumental. La nuestra es una interpretación auténtica a más no poder, representamos nuestro papel con sentimiento, lo vivimos como recién salidos de The Actors Studio de Nueva York, metiéndonos en el personaje hasta ser parte de "la historia más grande jamás contada", llorando de verdad si llueve, sufriendo de verdad cuando buscamos consuelo, emocionándonos de verdad por sentirnos vivos. Es un simulacro perfecto, esta palabra nunca puede ser peyorativa si se tiene claro que, como en la película de George Stevens, está basado en hechos reales que ocurrieron hace dos mil años. Os aviso que ninguna peli podrá superar nuestra función, ni siquiera la citada, nominada al oscar por mejor banda sonora, mejor fotografía, mejor dirección artística, mejor vestuario y mejores efectos visuales, enumeración que inserto maquiavélicamente porque me viene que ni al pelo.
De eso os voy a hablar en esta pilastra, estimados no cofrades, del gran teatro que es la Semana Santa, inspirada en textos sagrados pero con un libreto revisado cada año, os garantizo que no veréis dos escenas iguales. A mis colegas más formalitos les gusta llamarla catequesis plástica pero hay muy poco de recitado memorístico y mucho de subir un telón para ver lo que a Dios le está pasando. Para que me entendáis, sería algo parecido a cómo vivís en familia el día de Reyes pero a lo bestia y con un matiz importante, en esta representación los reyes no son en realidad los padres, nuestro Rey existe, de ahí que nuestra implicación vaya mucho más allá del paripé de ponerle agua a los camellos, por eso los eruditos teólogos, críticos teatrales de esta gran función, denominan a este género dramático "expresión de fe popular".
Se me han dado pocos casos pero sí he asistido a algún fracaso estrepitoso de nuestra función, recuerdo aquella madrileña que un Jueves Santo se levantó de su asiento en pleno desenlace frente a la Esperanza y se fue. Por si vosotros os animáis algún día a venir, os aviso que este tipo de reacciones no son ni mucho menos habituales, aquella madrileña reaccionó a lo que podríamos llamar un sentimiento de soledad absoluta, el de encontrarse fuera de lugar rodeada de gente sin comprender nada y por supuesto careciendo del mínimo resquicio de curiosidad o empatía para representar el papel que tenía asignado en aquella sesión, el de turista figurante, un papelito muy fácil de interpretar, basta con hiperactuar abriendo mucho los ojos y la boca y proferir algún "¡esto qué coño es!" o "what a fuck!", dependiendo del pasaporte, empaparse de escenas incomprensibles o absurdas y hacer muchas fotos y vídeos.
Porque en esta obra todos representan un papel, incluso el público que abarrota las calles, está obligado a reaccionar, a dejarse llevar conforme a ciertas preferencias o prejuicios, a jalear, aplaudir, llorar, rezar… convirtiendo las calles en selecto ambigú para reponer fuerzas durante los descansos, siempre y cuando se lo pueda permitir, si no en las mochilas van los bocatas envueltos en papel de orfebrería para solo adquirir las latas fresquitas a juego. Los niños actúan de forma improvisada, irrumpiendo en escena a por cera o estampitas, los más jóvenes con su cuidado vestuario repasan sus frases en los itinerarios para no olvidarse nada, los más mayores hacen su papel desde casa, ocupan la fila cero mientras planchan la oreja entre marcha y marcha.
Todo se trastoca en la trama a fin de hacer la obra más exitosa, están permitidas cualesquiera licencias poéticas. Por ejemplo, los papeles de buenos y malos se intercambian o idealizan, las fuerzas romanas invasoras se transforman en soldaditos de plomo para alegría del respetable y los polis buenos pasan a ser polis malos abriendo paso a los cortejos con sus sirenas y ruidosas motos, algunos, recién llegados de Logroño, por poner un ejemplo, con el papel a medio ensayar, ponen antipáticamente orden entre unas multitudes que saben de manejarse en la bulla más que su general de división. Definitivamente nuestra Jerusalén es una ciudad ocupada, las tropas se reparten sin cuartel, a la gente le va la marcha y vitorea al invasor bajo los efectos de un síndrome de Estocolmo made in Judea. Ni uno solo de los poderes fácticos se queda sin su papelito en este auto postsacramental. El alcalde, como Jekyll y Hyde, simultanea el de Pilatos o Nicodemo en el cortejo del Sepulcro, dependiendo de la parroquia; de sumos sacerdotes nos valen los decanos universitarios desfilando en Estudiantes aunque maestros liendres hay de sobra en el banquillo para suplirlos llegado el caso; el cuerpo judicial colabora impartiendo injusticia en la Sentencia y el Rico. ¿Y qué decir de aquellos cameos estelares de Jesús Gil como Barrabás o Rocío Jurado bordando su papel de María Magdalena en la Alameda…?
Poderes espirituales y seculares, con pragmáticas y sinodales, han procurado desde siempre ejercer su censura. Horarios, escenarios, vestuario… casi todo en este drama ha tratado de ser modificado sin mucho éxito, agotados los que mandan han acabado renunciando a ejercer abiertamente su autoridad, nos han dejado por imposibles. Provisionalmente se atreven a sugerir alguna cosilla desde su concha de apuntador, más que nada para que se vea que están ahí, pero el reparto se sabe de memoria el papel y cuando se le olvida improvisa para que no se note. ¡Si hasta flagelantes de pago hemos tenido, vamos que ni la Fura dels Baus! Llegado el caso de tener que hacer frente a cualquier injerencia, se acepta de mala gana, pero sutilmente, poco a poco, se le va dando la vuelta a la tortilla para que las cosas acaben siendo justo como no tienen que ser.
Para su intervención las estrellas rutilantes de esta representación, cristos y vírgenes en plural y en singular, se pasan horas, por no decir años o siglos, en los departamentos de vestuario y maquillaje. Orfebres, bordadores y restauradores marcan la dirección artística, por supuesto deliciosamente inadecuada para el momento histórico a representar, los vestidores dan los últimos alfilerazos como recurso escénico aunque son analizados casi como una cuestión teológica (ahora se llevan las túnicas que hacen al hombre un Dios, hace unos años las que hacían a Dios un hombre, distintos ropajes para representar exactamente lo mismo) son discusiones que no afectarán a la trama. Algunas imágenes se articulan para ser mimos de sus más arcaicas prerrogativas de ordeno y mando, todas caminan con porte y elegancia o bailan entre plumas de avestruz, como las que usan los cuerpos de baile en los números musicales de revista. El público arrebatado arroja flores desde los palcos o palomas amaestradas desde la platea.
Y mientras el actor y actriz protagonistas se humanizan o divinizan acarreando todos los accesorios y atributos de su humildad o su grandeza, los nazarenos renuncian a su humanidad tras sus máscaras inexpresivas de teatro griego, convertidos en simple objeto de atrezo, en una simple ristra de luces que marca el borde de un escenario para que todo ocurra en su sitio, son las filas de olivos en el huerto, la columnata en el pretorio, las cruces de ajusticiados en el Gólgota, donde se les ponga aguantarán sin rechistar.
Ni las más sublimes y certeras escenas bíblicas se verán libres de una muy libre reinterpretación, el sueño de la contrarreforma produce monstruos protestantes. Si azuzáis el oído a vuestro vecino de asiento descubriréis como se multiplican las vírgenes marías en un solo paso, como los que llevan casco son gladiadores o como el apelativo cariñoso de la Virgen del Rocío se acuñó haciendo de maniquí en el escaparate de un tienda de novias durante la guerra, por supuesto todo verídicamente falso pero inocente y mágico. El público se sirve del feísmo deliberado de los sayones para transformarlos en bufones, así el Berruguita cuenta con su propia línea de merchandising para su nutrido club de fans, adelantando al Miércoles Santo el Domingo de Quasimodo, que es el segundo de Pascua, para su papel como rey de los locos en la amañada versión Disney de "Nuestra Señora de París" de Victor Hugo.
Es cierto que lo teatral era parte de la esencia de la fiesta barroca pero el Barroco, llegada la época de la razón, se pasó de rosca y de moda y perdió todo su factor sorpresa, la Semana Santa se salvó porque fue asimilada por una sociedad romántica que soñaba con siglos pasados, justo como hizo José Zorrilla en Don Juan Tenorio con El burlador de Sevilla de Tirso de Molina. El barroco nos enseñó las armas pero desde el siglo XIX navegamos por libre. Conservamos sus efectos especiales, las velas titilantes que dan vida a las imágenes en medio de la noche, los contrastes y claroscuros, pero perdimos hace mucho su intríngulis, lo de servir de iniciático rito para enfrentarnos a la muerte. Si no fuera todo tan real parecería una función de colegio en el que ganan los buenos, porque gana El más bueno de todos, y pierden los malos, porque no saben lo que se están perdiendo.
Estimados no cofrades, os parecerá que contamos la historia fatal, que piropeamos de la misma forma que hace dos mil años se clamaba por la ejecución de un inocente en aquella escena de masas ante un balcón, eso es porque nos sabemos la historia de memoria, hacemos y vemos la función cada año, nuestra Semana Santa es un espóiler de un final feliz, como cuando a vosotros os da la risa antes de acabar de contar un chiste. Nuestra risa tiene vocación de contagiosa, si no os reís peor para vosotros, esa alegría inmensa que os perdéis, la que se perdió aquella madrileña que un Jueves Santo puso sus pies en polvorosa por no atreverse a hacer su papel.