Explorando el multiverso de columnas y opiniones cofrades, daba la semana pasada con una genial pilastra de mi querido amigo y vecino Puentiferario. Teatro hace un repaso al programa de mano de la obra representada por malagueños y foráneos al comienzo de la primavera. Si ya de por sí Málaga está condenada a vivir permanentemente en una representación de ciudad contemporánea, de puertas hacia afuera, este juego de la Semana Santa no hace más que rizar el rizo para levantar un forillo y un decorado dentro de un entramado urbano cada vez más artificial y efímero. Pero como de ilusiones también se vive, entiendo que este no será el tema de mi columna.
Dentro de la variedad de actores y personajes que Puentiferario señalaba en su pilastra, me temo que olvidó la participación de un grupo de seres, pequeñitos y callados pero indomables, que forman parte del conjunto de oficios cofrades malagueños, seguramente porque él mismo participe de este sin saberlo. Hablo de esas personas que, como apuntadores teatrales y tramoyistas, se esconden entre las cortinas de los cultos, los hierros de los tronos o los armarios llenos de túnicas y que verdaderamente son el engranaje de un gran motor que nunca se enfría. El desinterés por lo mediático, los reconocimientos y el perenne pero falso anonimato, porque los buenos corazones se ven a distancia, los mueven hacia una labor desapercibida pero omnipresente. Llegan, vuelcan su corazón, su oficio y extienden su mano para posteriormente marchar. Saben que su paso no es en vano, pues tienen el exclusivo privilegio de conformarse con el bien común de la hermandad más allá de individualismos forofos.
Cuando era pequeño me parecía curioso observar cómo aquellas personas que habían dado todo su cariño y trabajo durante años en su hermandad, por voluntad propia, ocupaban los últimos bancos de la capilla. No tocaban la campana ni presidían las tribunas. Hacían extensible el anonimato del capirote a toda una vida cofrade. Más tarde comprendí que debía ser fruto o herencia del trabajo y amor sin medida hacia una causa. No sé si por culpa de ver salir el sol por los vidrios de San Lázaro o echar el cerrojo a la puerta grande que da al Jardín de los Monos. A día de hoy hay personas que siguen prefiriendo observar y presidir humildemente quinarios, traslados y procesiones desde el pasillo estrecho de la sacristía del antiguo hospital. Sin fotografías. Sin aplausos. Sin escudos de oro. Su única recompensa es la felicidad ajena y el trabajo bien hecho.
Al igual que los hay ahora, también los hubo antes. Antonio pertenecía a una generación de acero, como lo hierros que sostienen el inigualable trono del Nazareno que tanto esfuerzo costó sacar hacia adelante. Sin entender de marchas ni de bordados y de intermitente sentimiento cofrade y de la doctrina católica. ¿Qué es lo mejor para la mía?. ¿Qué vale? Venga, aquí lo tiene.
De salir desde un callejón hasta conseguir un techo. Palios bordados, dobles y triples. La generación que convertía en realidad el "Ya se hará…". Trabajo. Con gafas de sol y cigarro cuando otros fumaban puros en traje. Todo valía, nada bastaba.
Abuelo, gracias por tu trabajo y cariño desinteresado. Algunos seguiremos escondiéndonos en la sacristía y dando sin esperar a recibir. Y a ver si cuando te vuelva a ver, te convido al Noelia.