A la mañana del Martes Santo le salieron canas. El cielo pintó el techo de Málaga con nubes cárdenas, pero el blanco protagonista no estaba en las alturas, sino desfilando en forma de cortejo penitente desde el barrio de la Victoria. Se acabaron los fantasmas; se rompió la maldición de los cuatro años de vacío.
El graderío de la Tribuna de los Pobres se convirtió en un frente de animación. No son los colores lo que mueve a estos cofrades, sino la devoción que sienten por los titulares de la hermandad del Rocío. Asomaban las cabezas de varal por el final de Carretería y las palmas se rindieron a la algarabía. Era la forma de liberar la tensión de la espera, que se retrotraía a horas antes incluso de que la corporación saliera.
Justo en ese momento, el alcalde apareció como un hermano más y se puso a repartir estampitas entre el público, igual que hiciera con el Cautivo el Sábado de Pasión (election day is coming). Pero apartemos la vista de la escena y volvamos a lo importante, que ya tendrán tiempo los políticos de copar espacio en prensa.
El Nazareno de los Pasos en el Monte Calvario comenzó a girar para ponerse frente por frente en una maniobra perfecta de tiempos igualmente perfectos. “Viva el Cristo del Monte Calvario", gritaba una señora algo confundida con las advocaciones. La intención es lo que cuenta. O eso dicen. Tres toques de campana. Un pulso. Luego otro. A lo lejos, un penitente que repartía pegatinas (y no estampas) contemplaba la escena tras el antifaz. Había verdad.
Volvió el trono a su posición natural, paralela a las aceras, y el cortejo siguió avanzando. Caminando delante, envuelto en el incienso de los turiferarios y las voces de los hombres de trono y capataces, uno estaba un poco más cerca del cielo. La luz vino de la Virgen del Rocío, con el tocado más descubierto y la mantilla abrigándole las espaldas. Ahí iba la novia que, como dijo Paquito Jiménez Valverde, no tiene lágrimas porque la brisa se las ha secado. Y de fondo, el orgullo de una banda de estreno.
Penas
El contrapunto a la propuesta cofradiera del Martes Santo emana, nunca mejor dicho, de Pozos Dulces. La hermandad de las Penas retuerce las calles de la ciudad para forjar un crisol de silencios. Si uno camina de frente, junto a la cabeza del trono de la Agonía, no puede dejar pasar la oportunidad de mirar las caras de los espectadores. Algunos incluso se atreven a disfrutar de la escena sin necesidad de pantallas por delante.
Es un todo de sonidos y brillos que culmina en la cúspide, presidida por el Cristo de la Agonía. Los alientos ahogados y los ángulos poliédricos para enfocar la mirada en una constelación de dolor. Y a banda de cornetas de la Esperanza. Uno se puede pasar la vida escribiendo sobre la calidad de esta formación, pero supongo que el lector prefiere descubrirlo cada día de la Semana Santa.
Ese corte parece desvanecerse en la Virgen, que pese a lucir su estampa clásica (claveles en tiralíneas y rosas blancas), llevó una cruceta en las que las piezas más características se combinaron con otras propias de tiempos pasados, como Rocío. Cabe señalar como un acierto la propuesta estética del manto de flores, diseñado por Salvador de los Reyes. El juego de formas y flores creando una obra efímera de encaje exquisito.
Nueva Esperanza
Tiene mérito recorrer con un trono al hombro los 7 km que separan el barrio de nueva Málaga de la vieja Malaka. Pero visto lo visto, más reconocimiento merecen aquellas mantillas que son capaces de hacerlo sobre tacones de vértigo. El luto tiene un precio. En esa lista de valías hay una mención de honor para todos aquellos ciudadanos que desde las 23:30 (media hora antes de la llegada de la cruz guía) llenaban la explanada de la tribuna de los pobres. Igual que los grupis en los festivales, los chavales esperaban sentados en el suelo o, en el caso de los más afortunados, en sillas de plástico.
Mientras el tiempo cumplía con su parte del contrato, la noticia se sucedía unos metros más atrás. El Nazareno del Perdón se recreaba en la frescura de la heroicidad entre aplausos de ánimo. Para aquellos que todavía duden de la necesidad de un tambor ligero, aquí tienen la prueba.
La Virgen, en un alarde de querer batir a lo imposible, seguía recreándose a los sones de Rocío, como si todavía no quedaran más de cuatro horas (diría que cinco) para el encierro. Admiración absoluta hacia aquello que no se explica pero se cumple.
Estrella
En medio de un entusiasmo indescriptible, Santo Domingo volvió a ofrecer su alma marchita a una ciudad mitificadora de ídolos. A los que no están pero tampoco conocieron. A los que un día existieron pero hoy son recuerdo. Todo forma parte de una idealización que busca darle tonalidad al otrora blanco y negro.
Aunque las paredes del cuatro veces centenario templo se caigan. Aunque la pintura de las fachadas huyan derrotadas por los desconchones. Aunque la única homogeneidad presente sean las líneas de los grafitis, en este lugar, todo adquiere un aura de belleza cuando se abren las puertas para dejar salir una comitiva.
El lunes, con los Dolores; ayer, con la Estrella. Hábitos dominicos, terciopelo y estolas para anteceder a los titulares. No son momentos fáciles para la vida interna de la cofradía, pero los pasos dados en los últimos años marcan el camino que tiene que seguir. Eso sí, la apuesta por el monte de corcho, más allá de gustos, aviva el debate sobre lo anacrónico que supone ver al Señor que representa el desprecio de Herodes en ausencia de un grupo escultórico que así lo plasme, con un tipo de suelo acorde al momento.
La Virgen, con su palio de estrellas y su suelo de luna, entró en la plaza de la Constitución a los sones de su marcha icónica, engalanada en oros viejos y bordados antiguos que arrastran desde el extrarradio los sabores de una Semana Santa de abuelos, padres y nieto. Es difícil imaginar qué pasaba por la cabeza de aquel último devoto de la promesa que, con un rosario en la mano, llevaba el rostro humedecido en la emoción.
Rescate
Resulta complejo vivir con la ilusión tradicional el día cuando grande la palabra que define a una corporación (hermandad) ha quedado tocada (esperemos que no hundida). Las últimas elecciones celebradas en el seno del Rescate no han terminado de cicatrizar. Pero este Martes Santo, lo sustancial, lo perceptible, lo que invita al encuentro del devoto con los titulares, estuvo ahí. Desde la capilla de calle Agua salió el cortejo nazareno; siempre tan policromático y, desde algún tiempo, tan bien formado.
La gran hilera antecedió al trono del Señor, que giró mientras la Agrupación de San Lorenzo interpretaba Reina de reyes. Curva magistral, dominando la calle para hacerse con el recorrido oficial abanderando la seña de identidad de un barrio. El olivo se movía al compás del tambor, creando una suerte de frondoso reflejo.
La Virgen de Gracia entró en la tribuna a los sones de Pasa la Virgen Macarena (solo desde el trío), luciendo un atavío colocado con gusto y un exorno floral cuidado en tonos blancos. Pese a que la música fuera otra, en la memoria de muchos seguía sonando la pieza, siempre perfecta, de Artola.
Sentencia
El foco de la noticia estaba a unos pocos metros de la puerta. Mientras todas las miradas se dirigían al Señor de la Sentencia que avanzaba al compás de la marcha Y al tercer día, la última cirial del cuerpo de acólitos caminaba de frente. Era incapaz de girar la cabeza para ver marchar a su Cristo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y con cada vuelta hacia atrás, el torrente de llantos se acentuaba todavía más. Se calmaron las emociones cuando el mayordomo dio los tres toques. Fue entonces el turno de los aplausos que funcionaron como hilo conductor del júbilo anterior, generado por el repicar de las campanas de nazarenos. El terno de las adoratrices y las flores amarillas, moradas y rojas colorearon la escena.
Correteaban los pequeños monaguillos del primer piso cuando el salón de tronos quedó despejado para la Virgen. Las túnicas celestes se movían entre los balcones de la casa hermandad, como pequeños fantasmas que pasan la eternidad haciendo travesuras. A lo lejos, el conjunto resplandecía la luz de la cera, enriquecida con flores rizadas. Se escuchó el Ave María de Vavilov, enmudeciendo una calle Frailes expectantes. En esta ocasión, las lágrimas vinieron de un padre que por primera vez veía a sus hijas vestidas con los colores que un día él recibió como herencia.
Se rezó a la Virgen, se santiguaron con el recuerdo de las ausencias y el trono subió por primera vez sobre los hombres. Ahora sí, el Martes Santo malagueño estaba en la calle. La vida seguía igual.