Una brisa malagueña dicta sobre los versos apagados de sus calles que aún yace la cera templada. Cruzó la tormenta, se escucharon estruendos, gritos agonizantes desde san Felipe Neri, dolor de sus fieles. Estos últimos cuentan anecdóticamente que hubo júbilo, cantares, una armoniosa alegría sobre los clavos del que llamaban Cristo.

Ha muerto. En la cima de un monte, allá en el Calvario, queda su cuerpo pegado a la cruz mientras su coagulada sangre nos indica qué ha ocurrido. Llegó, pasó y se fue. Nos enseñó, por los diversos caminos de la fe durante cuarenta días, a acompañarle por la vía dolorosa. Nos escuchó, nos comunicamos con él, reflexionamos, maduramos, crecimos.

El agua santa de su voluntad fue derramada sobre nuestras conciencias que ahora intentan obrar algo mejor que ayer. Y ahora cofrade, intentas explicarte qué significa esto. ¿Por qué al ver la pequeña talla del Cristo del Amor te preguntas cómo siendo tan pequeño fue tan inmenso, tan gigante, tan infinito? ¿Por qué viéndolo descender de la Cruz te cuestionas su humanidad? ¿Qué te hace pensar que no saldría del sepulcro?

Después de tantas emociones, no en vano vividas pero sí pasajeras, nos queda el aliento de su regreso hecho Esperanza. Visualizas de repente todas esas caídas que experimentaste en tu vida y mientras marcha en la lejanía la despedida de un palio de tonalidad oscura a los sones de Getsemaní, ves como ha vuelto a pasar y no te has cerciorado.

Pues justo de eso, de la suavidad con la que ha conseguido que hoy estés donde estés y sigas acompañado de su presencia hecho una paloma que se posó en una mano el Miércoles Santo. Ese repetido aleteo de blanco color suena en todas partes, hecho homilía, en forma de momentos donde le vemos, en esquinas, conversaciones, peleas, amores, negocios, tristezas, en dolores, en ese clavo que no termina de atravesar nunca la carne del Señor, en ese dolor continuo, aparentemente infinito que nos martillea el alma como aquel bombo que se aleja de ti en calle Alcazabilla.

Pero por encima de todo, en el recoveco más profundo de nuestra alma. La oración, arma eterna del cristiano, se aferra a ti porque tras esa pared una oscura orquídea te cuenta la historia de una sierva de Dios, una triste historia que te conmociona, te hace enmudecer, te emociona.

La espiritualidad de aquella mujer te llena el alma de intenciones, de numerosas pasiones por dar luz a las almas, de pintar esos lienzos que antaño pensabas se esfumaron. Pero no, los recoges. Se quedan aquellos recuerdos y aquellas personas, adormecidos sobre los brazos de la Piedad, que no termina por perfilar una palabra futuro eco de la humanidad.

Se han marchitado las flores, las cenizas de esa ave fénix no residen en su sitio de origen, el vacío consume las horas que el tiempo no se pudo comer y las luces, como último haz de la inmensidad de Dios, se disipan en Málaga al son de A la memoria de mi Padre.

Finalmente, el cofrade se detiene ante una imagen soberana que le hace recordar el motivo por el que su abuela, el Viernes Santo, dejaba la caja de cerillas junto a la mesita de noche. Algo acontece en la penumbra, regurgita una gota de luz. Ya lo entiendes. Ha vuelto.