Hace ahora 30 años Bosch, el fabricante de componentes electrónicos para automoción, inició una serie de pruebas con marcas alemanas con la idea de perfeccionar el control de tracción, que empezó a montarse en algunos coches de alta gama a finales de los años 80. El control de tracción funcionaba mediante sensores instalados en las ruedas para determinar si se producían pérdidas de tracción en terrenos con poca adherencia, como en circulación con lluvia o nieve, o en aceleración desde bajas velocidades. Esos sensores, en comunicación con unas unidades de control electrónico muy básicas para lo que hoy en día se estila, hacían que el motor dejase de acelerar en esas circunstancias para recuperar la tracción y no salirse de la trayectoria marcada por el volante. A partir de esos años, ciertos coches, sobre todo los de tracción trasera muy potentes, empezaron a poder ser llevados por conductores con poca experiencia que querían conducir vehículos de mucha potencia. Así, marcas de coches de lujo incrementaron sus ventas gracias a ese dispositivo. Sin embargo, el control de tracción solo era útil en condiciones de aceleración brusca o con mucha entrega de potencia.
Los ingenieros de Bosch siguieron con sus investigaciones para conseguir una vuelta de tuerca más que fuera más allá del control de tracción. El inicial Control Electrónico de Estabilidad o ESP, del acrónimo alemán Elektronicshes Stabilitat Programm, vio la luz comercialmente de la mano de Mercedes, donde Bosch instaló sus primeras unidades de prueba a mediados de los 90, para finalmente lanzar el primer coche que lo llevaba de fábrica, el Mercedes Clase S, en 1994. Todavía pasarían muchos años antes de que se entendiera realmente la importancia de ese dispositivo en la seguridad activa de los vehículos.
El Control Electrónico de Estabilidad toma la información de los mismos sensores de las ruedas para el ABS y el Control de Tracción, pero añade sensores en el volante que detectan el grado de giro del mismo y otros sensores que miden la aceleración lateral, es decir, si el coche está empezando a derrapar. Con toda esa información el sistema puede detectar que el coche está empezando a salirse de la trayectoria marcada por el volante, mucho antes de lo que un conductor medio pueda percibir, frenando selectivamente una o más ruedas individualmente e incluso actuando sobre el acelerador para que el vehículo deje de ganar velocidad. Este dispositivo analiza unas 30 veces por segundo todos estos datos para, en un discreto segundo plano, acudir en nuestra ayuda si las cosas se complican en la carretera.
Todos estos avances no se han disfrutado plenamente hasta 2014, cuando la Unión Europea obligó a instalarlo de serie en todos los vehículos nuevos de hasta 3500 kg de peso, lo que incluye a furgonetas.
Hasta ese momento, el Control Electrónico de Estabilidad era un extra caro que normalmente había que pagar aparte en los años 90 y primera década del 2000. Gracias a ello, una gran parte de los vehículos que circulan en nuestras carreteras cuentan ahora con este dispositivo, aunque debido a la antigüedad del parque español, otros muchos, sobre todo de pequeña cilindrada y precio, siguen circulando sin ese efectivo sistema de seguridad.
Se estima que los accidentes por derrapaje se pueden reducir en un 80 % con la incorporación del Control Electrónico de Estabilidad, el ángel la de la guarda que nunca descansa mientras conducimos.