Estamos en el año 2021 después de Jesucristo. Toda la Costa del Sol está ocupada por hoteles y apartamentos a primera línea de playa… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles paleños resiste todavía y siempre a la especulación.
Como la villa gala de Astérix y Obélix, los habitantes de primera línea de playa en el barrio malagueño de El Palo se sienten poseedores de un tesoro humilde y ajeno a la homogeneidad del exterior, que todavía no se ha convertido en un bien más de mercado. Al menos, no del todo.
A pocos metros del mar, donde en el resto del litoral se levantan hoteles o apartamentos turísticos, en El Palo hay una hilera de antiguas casitas de pescadores. Son humildes, un piso o dos con pocas habitaciones, abiertas a la calle, y muchas de ellas cuentan con una representación de la Virgen del Carmen en su fachada. Son el último reducto urbanístico de una Málaga que encoge como un anciano y son, salvo que se gestione lo contrario, ilegales.
Paquita Rodríguez Galán, alias Muñeca, lo define como “el único trozo de costa que queda en el que vive gente humilde”. Sus abuelos vivían en el entorno de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia Icet y ella, hace 53 años, se mudó a un terreno que le cedieron los jesuitas unos 450 metros al oeste, pero también en primera línea de El Palo. En aquellos momentos, ni regularización, ni nada. Era finales de los ‘60, y frente al mar vivían los pescadores. “La playa antes no la quería nadie y ahora sí la quieren”, resume en conversación este periódico.
Muñeca no sufrió por el confinamiento de la pandemia de la Covid-19. Con asomarse a la puerta de su casa a regar las plantas, podía respirar el aire salino, saludar a sus vecinos, incluso salir un poco con una silla a tomar el fresco. En la aldea marenga de irreductibles paleños, todavía no está muy claro dónde termina la casa de uno y dónde empieza la calle.
“Esto nos ha costado muchísimo trabajo. No teníamos vida, todo lo que ganábamos era para la casa. Si el mar llega hasta aquí, que nos lleve”, dice Rodríguez Galán, en referencia al riesgo alto de inundabilidad que tiene la zona por la subida del nivel del mar fruto del cambio climático.
A partir de la Ley de Costas de 2013, Muñeca ha podido regularizar su vivienda previo pago de 17.000 euros entre papeleo e impuestos -hace dos semanas por fin recibió el documento-, pero el movimiento vecinal sigue más vivo que nunca porque el Gobierno central no ha terminado de legalizar la franja como un conjunto, como sí ha ocurrido, por ejemplo, en el barrio contiguo de Pedregalejo. Diversas asociaciones han convocado una manifestación este miércoles para protestar, en concreto, por la situación respecto a las casas a pie de playa y, en general, por "el maltrato al que se está sometiendo a la zona desde hace años”.
“Yo pienso que ellos quieren especular con los terrenos; que, en vez de vivir los pobres, haya hoteles. El Gobierno debería respetar el sentimiento de haber construido una casa desde cero, desde jóvenes y sin dinero”, plantea la vecina.
Siente que la ven como una okupa en una zona privilegiada que debería estar a disposición de “las clases más altas”: “Si el barrio lucha, lo conseguirá. Lo que no puede ser es que todos seamos ricos. Los que están manteniendo El Palo somos los pobres, que somos los que dejamos nuestro dinero aquí”, argumenta.
Ricardo Pérez Martín era pescador. Se gastó un millón de pesetas en comprar su casa frente al mar en El Palo en 1972, y dos millones y medio para regularizarla en 2021. Unos quince mil euros, algo menos que Rodríguez Galán, para aliviarse una inestabilidad que le ha perseguido de por vida.
Recuerda que, un par de décadas después de adquirir el inmueble, desde el Ayuntamiento le pararon una obra en el techo porque el permiso que tenía no era el adecuado: “Usted qué quiere, ¿que yo no haga mi casa? Ya puede venir quien venga y que me meta en la cárcel. Yo no le robo a nadie nada, pero esto va para alante”, recuerda que le dijo al técnico municipal. Le multaron con 175.000 pesetas, que no pagó. Le vino con un recargo, 225.000 pesetas en total. Al estar en ese momento ya jubilado, posteriormente se lo redujeron a 33.000 pesetas, que finalmente pagó su hijo.
“Yo siempre he sido de la mar. Me iba y a lo mejor venía a los dos meses, que a los tres, los cuatro, los cinco o los seis. Muchas veces yo me hartaba de estar en la mar, porque era mucho tiempo, y me metía en la obra de peón. Cuando me hartaba de peón, iba otra vez a la mar”, relata Pérez Martín a este periódico. Una vez dejó en casa a su mujer embarazada y, cuando volvió, ya tenía un bebé de seis meses.
Para él, toda la cultura marenga ya se está perdiendo, porque incluso las nuevas generaciones que se interesan por ella son “de la montaña” o “de la oficina”. Dice que el mar era más duro que la obra; pero, de vez en cuando, lo sigue echando de menos. Juega a los dados y se despreocupa un poco del asunto.
Pilar Soler Lujano vive en una antigua casita de enseres de pesca desde hace 53 años, los mismos que su vecina Muñeca. Su padre, el Juanele, luchó durante toda su vida para que su hogar fuera legal, pero murió en julio de este año sin haberlo visto en vida. Pilar y sus hermanos no han culminado todavía el proceso, explican, por el alto precio del impuesto de pluvalía. Defiende que, pese a todo, el IBI lo pagan desde 1970.
“¿Quiénes son Costas? ¿Cómo se llama? Conozco a miles de políticos, pero el de Costas, ¿quién es? ¿Se llama Antonio, Francisco, Pérez…? Si lo conoces, dile que venga”, bromea Soler Lujano sobre el organismo del Gobierno central que ha frenado la transmisión conjunta de las viviendas a sus habitantes.
Ella ve que en la franja también se están mudando muchos guiris, a los que les encanta el exotismo del último barrio de pescadores. “Hay mucha gente nueva que también va a luchar, porque si compran una casa que les ha costado tanto dinero…”, explica. Ella les entiende. Al fin y al cabo, guardan con ahínco el tesoro del último ecosistema marengo.
“Cuando llega el verano, ya no se estila en muchos sitios, nos sentamos en el fresquito por la noche, hablamos con un vecino, con otro. Hay gente joven que siguen aprendiendo cómo se cosen las redes porque quieren seguir las tradiciones de su abuelo, aunque no se dediquen a eso. Estudian, pero siguen la tradición. Siguen con las jábegas, con lo que es de los pescadores de toda la vida. Va pasando de hijos a nietos y bisnietos. Eso es lo bonito de ese barrio…”, sonríe, “...pero no sabemos qué va a pasar”, se pregunta.