Resulta innegable que una Escuela de Arquitectura debería propiciar, y así lo está haciendo la de Málaga, una educación basada en el conocimiento, la complejidad y el carácter profundamente cultural del hecho arquitectónico. Entender aquello que la calidad de la arquitectura debería aportar a la ciudad, asumiendo los atributos de ésta como polis y civitas, sería el objetivo prioritario de cualquier proceso docente.
Desde esta premisa educativa, y respecto a las bases del concurso de las Torres de Repsol en Málaga, la Escuela de Arquitectura no podría nunca estar en contra, en principio, de un edificio proyectado y construido bajo la firma de un arquitecto de reconocido prestigio internacional, ya que el haber obtenido un Premio Pritzker, Mies van der Rohe, o del RIBA resulta un hecho de tantísima excelencia que difícilmente las obras que pudieran nacer de estos arquitectos podrían ser consideradas de "baja calidad".
Pero también es cierto, y desde la historia de la arquitectura se nos presenta como hecho asimismo incontestable, que hay muchos arquitectos "excelentes" que sin haber conseguido estos galardones han contribuido desde su quehacer cotidiano a la calidad de la arquitectura de la ciudad, no tanto buscando un lenguaje determinado de antemano que hiciera reconocible su firma, sino básicamente proyectando edificios adaptados a las necesidades sociales y culturales del contexto y lugar en el que pudieran ser construidos.
En este sentido, y al excluirse directamente del concurso de las Torres de Repsol a los profesionales que no forman parte del conjunto de dioses del Olimpo arquitectónico, se podría estar cometiendo un error imperdonable, ya que no podría darse el caso, por ejemplo, de que unos jóvenes talentos absolutamente desconocidos en su momento, como Richard Rogers o Renzo Piano, ganaran el Concurso del Centro Pompidou parisino, o que un joven y también desconocido Jörn Utzon lo hiciera en el concurso de la Ópera de Sídney. Y desde luego, todos ellos han resultado de gran excelencia para el devenir de la arquitectura contemporánea.
De hecho, este tipo de condiciones en los concursos de arquitectura parece estar buscando cuestiones que trascienden el objetivo de la buena calidad arquitectónica, más propias de la sociedad del espectáculo en la que irremisiblemente estamos inmersos, que de cualquier otra consideración de tipo profesional.
En las bases del concurso de las Torres de Repsol se consagra la idea del binomio arquitecto–estrella/objeto espectacular, en un alarde circense de que "cuanto más raro, mejor", buscando la producción de una iconicidad, singularidad o simplemente alarde estructural que elimine de un plumazo cualquier posibilidad de anonimato.
"En las bases del concurso se consagra la idea del binomio arquitecto–estrella/objeto espectacular, en un alarde circense de que 'cuanto más raro, mejor'"
La tipología del edificio en altura (tan noble como cualquier otra y tan ideológicamente puesta en tela de juicio) se verá así amenazada por un sinfín de ademanes antinaturales (contorsiones barrocas, giros rococós, osadas inclinaciones manieristas, materiales deslumbrantes y sofisticados) que, utilizando la forma arquitectónica como generador cualificado de plusvalías, convertirán el concurso de arquitectura en un branding de marca, cuyo resultado indefectiblemente estará destinado a sucumbir en la banalidad.
Además, la solución ganadora propiciará, en segunda instancia, que la responsabilidad política sobre el resultado arquitectónico y urbanístico quede diluida, pues siempre podrá apelarse, en el caso de que algo salga mal, a la figura del arquitecto–estrella como máximo responsable, generando un estéril "espectáculo del error" que será consumido por la industria mediática como una anomalía más del proceso, pero sin mayor trascendencia.
Por otra parte, el hecho de que los concursantes-estrella tengan que ir acompañados de arquitectos locales que conozcan los "detalles del territorio", no parece sino una forma eufemística de apelar a la "capacidad de gestión" como elemento meritorio, es decir, que se utilice a los profesionales malagueños para la desabrida función de asegurar las buenas relaciones con la Administración, lo que no deja de ser un indicador más del aire de "colonialismo cultural" que sobrevuela este tipo de concursos.
Porque lo más importante es que Málaga no debería convertirse en una sucursal repleta de franquicias arquitectónicas, (de forma y contenido, por otra parte, ya agotadas y obsoletas), que pugnan por establecerse en el mercado global de la arquitectura de autor, sumándose así al espectacular e incansable imaginario de la contemporaneidad.
De esta manera, nunca se superará el carácter provinciano de una ciudad que ha sido tristemente escenario, durante demasiado tiempo, de una mala arquitectura, no siendo justamente este tipo de actuaciones (concursos) lo que la ciudad necesita para la imperiosa necesidad del entendimiento y asunción de la calidad arquitectónica. Ni es desde luego la actitud que estamos intentando enseñar y valorar desde nuestra Escuela de Arquitectura.
*Javier Boned Purkiss es profesor titular de Composición Arquitectónica de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Málaga.