Ni Málaga-Zaragoza, ni Zaragoza-Málaga: no pudimos
Durante el verano de 2021 llegó al móvil de mi madre un mensaje de confirmación de una cita para oncología. Aún recuerdo su rostro descompuesto, reflejo del miedo, cuando vio el mensaje. “Alba… ¿esto está bien? Me he asustado mucho. Yo… yo no tengo cáncer”, me dijo titubeando y en voz baja.
La tranquilicé y le dije que claramente se trataba de un error, que la cita no debía ser para ella y que la ignorara por completo. Sin embargo, un par de días después volvió a llegar otro mensaje. Otra vez de oncología.
Me di cuenta de que algo estaba pasando y no era precisamente a mi madre. Investigué un poco y vi que los mensajes venían de la planta de oncología de un hospital de Zaragoza. Iban destinadas a Martín (nombre ficticio).
Justo antes de que la Covid nos encerrara en casa y que el mundo se parara por completo, mi familia y yo enterramos a dos seres queridos por culpa del maldito cáncer. A uno de ellos pudimos despedirlo por unos días. ¿Qué hubiese pasado si a ellos no les hubiese llegado a tiempo una cita médica importante? ¿Se hubiesen ido aún antes injustamente?
Me puse automáticamente mala de pensarlo. ¿Sabría el destinatario de los mensajes de esas citas? ¿Y si no? Decidí liarme la manta a la cabeza y comencé llamando al hospital, que solo me dio largas y no puso soluciones al respecto porque "era festivo" -ni para remendar el problema que había con el teléfono que tenían en la base de datos y que solo se solucionó gracias a Martín y su familia-.
Tras darle varias vueltas, opté por probar suerte en las redes sociales. Por ver si yo iba a tener suerte, o más bien Martín, de dar con la famosa magia de Twitter. Dando los mínimos datos en la red del pajarito azul, por el tema de la protección datos, traté de buscar a Martín por todos los medios. Mencioné a influencers, famosos y cuentas virales de Zaragoza sin descanso. Los retuits en el hilo que creé se multiplicaban por minutos, casi a la misma velocidad que mi ansiedad por localizarle.
Mientras estudiaba para un examen que tenía al día siguiente, la burbuja celeste de los mensajes directos se encendió. Había pasado una hora desde el momento que lancé el hilo. Se trataba de un amigo de Martín. El hombre tenía muy claro que era él totalmente y no falló. Todo cuadraba.
Me dio su teléfono, pero no fui capaz de darle al botón verde para llamar a Martín. No sabía qué iba a encontrarme al otro lado. Es por ello por lo que opté por mandarle un WhatsApp saludándole, temiendo que pudiera creer que estaba atentando contra su intimidad.
Tras recibir un mensaje por su parte, le mandé -entre lágrimas- un audio contándole todo. A continuación, él me explicó que debía tratarse de un fallo por parte del centro de salud, que no apuntó bien su teléfono -así fue, era un número muy similar al de mi madre-.
Me agradeció el gesto y me comentó que conocía la fecha de la cita. Estaba al tanto. Respiré tranquila y borré el hilo de Twitter agradecida yo también por la difusión. No podía creérmelo. En cuestión de una hora lo habíamos localizado, algo que no termino de comprender aun cuando ya ha pasado más de un año.
Desde entonces, cada vez que recordaba a los familiares que perdí por culpa del cáncer, recordaba su caso. Cada vez que un reportero de televisión salía en Zaragoza pensaba en qué tal estaría afrontando la quimioterapia o el tratamiento que le estuviesen poniendo. Cuáles serían sus miedos y necesidades. Cómo estaría su familia.
Este 12 de octubre, precisamente, vi en el telediario a la 'Pilarica', era el día grande de Zaragoza. Algo me hizo buscar su número en la agenda, pero no me atreví a tocar el teclado para escribirle. El cáncer es muy puñetero y yo muy poco valiente. No quería imaginarme que al otro lado estuviera su mujer o su hijo o que simplemente los mensajes no le llegaran porque el número había sido desactivado.
Así que decidí escribir a aquel amigo que me ayudó a encontrarlo en su día. Me respondió al instante. Se acordaba de mí porque en todos estos meses no ha parado de contar aquella hazaña en la que se demostró que las redes sociales pueden ser maravillosas si son bien utilizadas.
No sabía qué decirle. Nadie nos enseña a actuar en este tipo de situaciones y a veces siento que deberían enseñarlo hasta en los colegios. “¿Cómo fue la cosa?”, le dije sin pensar tras explicarle brevemente el motivo por el que le escribía.
Tras unos minutos de espera impaciente -estaría buscando el archivo-, su amigo me envió la esquela que llevaba su nombre. Martín había fallecido el pasado verano con apenas 55 años. "Pues acabó mal, pobre", escribió.
Sin conocerlo de nada, sin haber hablado, algo en mí se rompió. Se me había ido un amigo que jamás conocí, pero que me demostró que la sociedad era más humana de lo que creía. Siempre pensé que la vida en algún momento nos cruzaría. Si yo iba a Zaragoza. O él venía a Málaga. Pero no pudo ser. No pudimos.