Dice una pintada en el barrio de La Pastora que #AguanteNico, y dice un gran cartel con la cara del comandante Chávez junto a la autopista que es tiempo de lealtad. El señor Carlos dice que está deseando que llegue turismo a Venezuela y charlar con los visitantes mientras los lleva en su carro de un sitio a otro. Algunos dicen que ir a Guarenas es turismo de aventura, pero en el centro comercial El Trapichito todo el mundo es familia. No muy lejos, una comerciante dice que todo sigue igual y que le cuesta sacar rentabilidad a sus tiendas. Una madre le compra una camiseta y dice que no puede gastar 40 dólares en pañales al mes si el sueldo medio es de 100 dólares. Dice Toto que el país no se arregló y que nadie de fuera les pregunte cómo se paga allí, que ellos tampoco lo saben.
Caracas no es quizás (todavía) el destino de moda; pero viajar allí de la mano del grupo Çantamarta, que forman dos productores andaluces y un cantante colombovenezolano que migró hace siete años a España y no había vuelto hasta esta aventura, ha sido mi bendición del año y un privilegio más que sumar al saco. Tocaron su primer concierto fuera de España en la Universidad Simón Bolívar de Caracas y se encontraron con que el mensaje en una botella que lanzaron con su música había sido encontrado al otro lado del océano, donde entienden a la perfección a qué le canta cuando canta Luislo. El resto todavía lo estamos aprendiendo.
Hay algo arrecho en ver en Caracas una ciudad que vive después de muerta. Siempre hay un después. Sin colas para un kilo de harina, también (casi) sin jóvenes. Queda una escena de los que se quedaron que sistematiza con maestría Ali Morales: cantantes, peluqueros, periodistas, diseñadores, grafiteros, influencers, raperos, cómicos, emperrados en dignificar su identidad y hacer de ella el punto de partida para llegar a lo más alto. Se tratan entre ellos y se apoyan, saben que están en una travesía improbable pero compartida. Su existencia son cimientos de esperanza a algo mejor por venir.
Yo he escuchado varias veces decir a los mayores de mi barrio que antes todos se conocían y se ponían motes familiares, pero no conozco a nadie de mi generación que los mantenga. En Caracas no pasé más que unos días, abrumado y escuchando más que hablando, pero fue tiempo suficiente para que me llamaran El Flaco. Allí yo también comprendí un poco más a qué le compone Luislo y tuve que elegir entre grabar o deshacerme en lágrimas mientras escuchaba a miles de caraqueños cantar aquello de que a dónde van los malandros cuando lloran.
Sentí que allí había una misión que ejecutar y una comunidad que abrazar; y que si solo usábamos nuestros prejuicios, si les proyectábamos nuestras rencillas políticas internas, no entendíamos nada de un país impresionante. Es útil darle la vuelta y ver qué puede traer uno aprendido de allá a su propio hogar para —como se prometió Antonio Banderas camino a Madrid en el tren Costa del Sol, mientras veía a sus padres hacerse cada vez más pequeños— nunca, nunca volver a casa con las manos vacías.
En mi caso, solo pienso en lo bien que quedaría un bar bohemio y enraizado en el territorio como La Casita Azul ("La casita de lxs artistas. La cerveza más fría de Caracas") a pie de playa en El Palo.