Málaga la bella está irreconocible. Siete años pasé fuera y ahora todo es diferente sin la molesta necesidad de tener que cambiar. Cuando me fui dejé una ciudad en el fondo de una crisis económica que dejó más marcas internas de las que nos atrevemos a reconocer. Las de fuera hace tiempo que las vestimos de mandil y farolillos para poder seguir viviendo de chascarrillo.
Vine las veces de rigor por ver la familia y por esas cosas que hacemos los malagueños a los que no nos gusta ni la playa ni el verano, ni la feria. Estaba sin estar, y la ciudad cambió. Yo ni me enteré.
Y ahora que he vuelto, Málaga está en ebullición. Málaga está de moda, dicen. Y yo digo que Málaga huye hacia delante, que es una ciudad de pisos vacíos y brillantes que esperan al siguiente breve ocupante, mientras los naturales se alejan mirando atrás.
Se vende esa línea azul de cresta blanca y melena marrón polvorienta como si fuera el mejor hueco de la orilla, pero que en temporada alta sólo es un desierto de fuego que hay que cruzar, normalmente, sin chanclas.
La del centro bello, a los pies de Gibralfaro y las orillas del Guadalmedina, ese río de la ciudad que ahora es de asfalto y hormigón, y que ya hace tiempo perdió la dignidad de río. Málaga sólo intenta esconder las vergüenzas de un pasado bruto que no creció, sólo se infló y aun sigue soplando.
Ahora hay dos Málagas, como en todo, la que se ve y la que no. La que sale en las portadas de revistas, letreros publicitarios y fotos de viaje, y la que lucha por un árbol verde, por un río caudaloso y un aire limpio. Qué pena que una traiga dinero y la otra sólo quiera vivir.
Y es que tampoco se necesitaba tanto para unos espetos a la orilla del mar. La ciudad sube, la ciudad crece; la vieja ciudad huye.