Qué fascinante es el azar. Con días de diferencia, fallecen dos italianos ilustres. Escribo ilustre y una de las manos, durante la cadencia del teclear, se muestra temblorosa, dubitativa. «Ilustre de célebre», le susurro como si fuera un amante cuyo cuerpo ya ha sido conquistado en distintas batallas. Parece algo más calmada, pero no termino de verla convencida.

Su intención me hace ver, con absoluta nitidez, hacia el lugar al que dirigiría sus caricias y ayuda en el gesto al otro. Lleva muy dentro lo de la virtud aristotélica y, por ello, despierta cierta admiración en mí. No la veo dando según qué palmaditas en según qué espaldas. Le comento que debemos continuar con esto del pensar y que, justamente por eso, la necesito en plena forma, crítica, pero en plena forma.

Decía que, con días de diferencia, han fallecido el filósofo Nuccio Ordine y el empresario Silvio Berlusconi, precursor de los populismos europeos contemporáneos, trasunto en algunas cintas de la filmografía de Moretti y Sorrentino. El azar también juega justamente a eso: a ser azar. Puede que el azar llegue, como la mano, a dudar de sí mismo, pero no creo que estemos capacitados, nosotros, seres finitos, para vislumbrar ese instante que se muestra como una luz tenue en la inmensidad de la noche.

Siempre que escribo –o digo o susurro- la palabra azar me viene a la cabeza Paul Auster; el escritor ha mantenido durante su trayectoria narrativa dos grandes obsesiones que lo han llevado a ser uno de los novelistas más leídos, de ir al cuerpo a cuerpo: la presencia inevitable e irreductible del azar en la experiencia de la vida y las relaciones paternofiliales que devienen fallidas, el misterio que encierra ese sonido que se emite cuando la relación entre un padre y su hijo se hace trizas, estalla en mil pedazos.

Más allá de la impresionante La música del azar, posiblemente una de las novelas que he leído con mayor placer, fue La invención de la soledad, la novela que situó a Auster en mi terreno de juego. Me la recomendó un amigo justo tras la muerte inesperada de mi padre. Intentar comprender la pérdida, la desaparición súbita de alguien tan amado, es una geografía que sólo asegura más dolor e incomprensión. Hay que dejar que la muerte duela, invitarla a la fiesta de la vida. Que permanezca y que sea la última en cerrar la puerta al salir. La muerte es una clase de vida.

Las diferencias entre el padre de Auster –adultero empedernido, mentiroso y cobarde embaucador- y el mío son todas. Eran todas. Acudí a esa lectura para comprender la ausencia de alguien a quien necesité durante tiempo y no estaba. «Comenzar con la muerte, desandar el camino hasta la vida y luego, por fin, regresar a la muerte. En otras palabras: la vanidad de intentar decir algo sobre alguien». A día de hoy, si soy sincera, no soy capaz de escribir si realmente esa lectura fue aliento, catalizador de ideas o, simplemente, compañía en un tiempo en el que necesitaba del hallazgo, deshacer el nudo del misterio. Sí, posiblemente, sólo necesité de esa compañía que concede la lectura. Quienes nos hemos construido a través de los libros –las pelis, las canciones, las historias- somos capaces de identificar esa calidez de singular pelaje.

Si mi padre estuviera todavía con nosotras -qué lástima, papá, todos los títulos palanganas que te estás perdiendo-, sé cómo definiría a Berlusconi. «Ese tío es un cenutrio». Cenutrio. Mi padre -como mi madre- procede de origen humilde. Antes se decía con mucha dignidad, clase obrera. Entonces, funcionaba el ascensor social y no estábamos hechizados por el espejismo de la meritocracia. El contexto es el contexto. Hay quien empieza en la propia meta y eso también tiene un nombre. Pero no quiero cambiarle el paso al texto. Decía que mis padres proceden de familias muy humildes que consideraron que una de las maneras de hacer país y patria –cuestiones muy distintas- era trabajando duro sin perder de vista la dignidad, siempre bien cerquita, amarrada a la cintura. En ese trabajar duro como sentido de una vida, con cierta vocación de perdurabilidad –no sabían, no podían-, para ambos fue esencial el enseñarnos la valía de la lectura, del conocimiento. Quien había dedicado –porque sabía, porque podía- su vida a la creación, a ampliar nuestra mirada, merecía respeto y admiración.

Nuccio Ordine fue mucho y muchísimas cosas. Nos sedujo con su obra, nos ayudó en ese proceso complejo que es la arquitectura de la filosofía académica, fue temple para la memoria del presente, pero, ante todo, fue ejemplo de amor por el conocimiento, por el fuego de la curiosidad. Justo donde nace el sentido de la humanidad. Por eso, sus libros no se acaban nunca, son llamas que permanecerán prendidas, señalando el camino de la infinitud de la naturaleza humana. «El mundo se vuelve extraño para nosotros que miramos el mar, con la esperanza de que salve», escribe la poeta Tes Neuén en su Todos los pájaros que vimos. Y, sinceramente, no se me ocurre mejor manera de despedir este texto ni mejor modo para definir la trascendencia del conocimiento.