Recuerdo las bromas, días antes. Los chistes sobre el pangolín al que, en todo momento, confundí con un armadillo. Las carcajadas, días antes. Recuerdo los WhatsApp y los correos electrónicos de los amigos de Madrid que comenzaban a cancelar viajes profesionales; algunos, incluso, se metían en el baño para poder hablar por teléfono e intentar compartir, ahogados en la más absoluta perplejidad, la información que desde sus empresas se les transmitía. Una sensación similar a cuando te dan una de esas noticias que sabes que cambiará la respiración de tu mundo. Recuerdo un mensaje por encima de otros: «la cosa, por aquí, se está poniendo fea».

Recuerdo que me preocupaba el cumpleaños de mi hija, la celebración coincidía con el día en el que nos confinaron. Fue complicado explicarle a una niña, de tan sólo cinco años, que teníamos que cancelar su fiesta y encerrarnos en casa. «Todo pasará en unos días, quizá una semana». Le dije. No comprendió, pero estuvo más que a la altura los días y semanas y meses venideros. Como el resto de niños. «Todo pasará», le decía sin yo misma saber qué era lo que debía de pasar y hacia dónde debía dirigirse ese pasar. Quizá no ha pasado nada, o, como dice Nanni Moretti, en su excesiva e imprescindible última película, ‘El sol del futuro’, las cosas simplemente están desapareciendo. Y, sí, soy consciente de que escribir la palabra cosa es escribir nada, pero entiendo la dimensión del lenguaje del italiano. La palabra cosa nos habla del aliento de lo próximo, de lo cercano y su aritmética, aquello que guardamos entre las costillas de la memoria, entre las olas de nuestras caderas. Por eso, no desaparece lo concreto en esa frase, desaparecen las cosas que nos han traído hasta aquí. Como el mundo (re) conocido.

Recuerdo los mares y océanos tranquilos. Los animales tranquilos. El aire, que respirábamos, tranquilo. Un planeta tranquilo porque, durante un espejismo, dejamos de dañarlo y maltratarlo. Todavía hay quien cree que ese daño y maltrato sólo afectara a Gaia. Pobres ilusos. El futuro es un sol incandescente que nos dará alcance para hacer lo que todo sol ha de lograr: quemar la esperanza. Recuerdo también los juguetes desperdigados por las habitaciones de la casa. Hubo un instante en el que decidí abrir en canal mis propias obsesiones y permitir a los juguetes colonizar el hogar para que la vida pudiera volver a tener más de juego que de simulacro. Hubo muñecas. Juegos de mesa. Hubo mucha plastilina. También piezas de Lego de todos los colores que se escondían en las alfombras a la espera de ser pisadas por algún adulto. Me recuerdo cogiendo uno de esos ladrillos, maldiciendo esa pieza sostenida entre el dedo pulgar e índice, con mis ojos entrecerrados y blandiendo palabras de trazo grueso.

Esos escurridizos ladrillos de colores se hacen con petróleo. Hace unos años, la mayor empresa fabricante de juguetes anunciaba que era el momento, por la cantidad de emisiones de carbono que su fabricación implicaba, de realizarlos a partir de materiales reciclados. Ayer, esta misma empresa anunció que descarta fabricar estos ladrillos de colores con estos materiales porque la calidad del producto no es la esperada. Los ladrillos seguirán siendo plástico derivado del petróleo. Ayer, se anunció que las empresas más contaminantes del planeta han logrado unos beneficios récord tras el acuerdo de París. Ayer, hoy, ahora, incluso, siendo optimista, mañana, puedo recibir un mensaje escrito por mí misma que diga: «la cosa, por aquí, se está poniendo fea». Porque sí. La cosa, por aquí, se está poniendo fea. El plástico no sólo mata fauna y flora marinas, no sólo crea islas artificiales a la deriva, se mete en nuestras entrañas incorporándose al andamiaje de cada ser humano, contaminándolo. Envenenándolo, lentamente. Consumimos ropa por encima de nuestras posibilidades, carne por encima de nuestras posibilidades, dispositivos electrónicos y combustibles fósiles. Pero a nadie parece importarle. Incluido a nosotros. Hay quien habla de sexta extinción masiva para referirse a la actividad que el ser humano está desarrollando sobre el planeta y que está provocando que las especies desaparezcan a velocidad de vértigo. Pero a nadie parece importarle que nos quedamos solos en un planeta exhausto que nos pondrá la vida tan difícil como fea.