Uno de los asuntos más fascinantes del lenguaje es lo que guarda de orgánico, de animal capaz de habitar diferentes ecosistemas y sobrevivir en ellos. Capaz, también, de inaugurar civilizaciones, conquistar nuevos territorios, incluso, ceder invasiones para generar espacios de convivencia. Somos en el lenguaje, cuando lo utilizamos, hablado, escrito, cantado. Somos en la ausencia del mismo y lo somos, justamente, porque el silencio se piensa a partir de la palabra. Esa dimensión de vanguardia provoca en el nosotros cierto malestar en el ejercicio del lenguaje. Marca el músculo de un tiempo, el signo del mismo. En ocasiones, no sabemos dónde debemos instalar ciertos sustantivos por el instante de vida que habitamos, porque es el pegamento de la memoria, individual y colectiva. No sabemos qué hacer con verbos y adverbios porque en ellos residen esperanzas, promesas, anhelos, pero también fracasos y duelos. Un laberinto de oquedades que crece conforme la línea de tiempo de nuestras existencias avanza.

El lenguaje genera categorías sociales y culturales, representaciones que nos pueden quedar grandes, durante el proceso de madurez, o raquíticas, cuando decidimos alzar el vuelo. Cada día utilizamos miles de palabras en conversaciones que discurren en el ámbito profesional; otras que transcurren en las habitaciones de aquello que llamamos personal, lo íntimo y su intimidad, habitaciones cada vez más pequeñas, asediadas por las producciones y sus obsesiones contemporáneas. Por ese estar en la conversación pública a pesar de la propia conversación y del precio que nos ponemos. Utilizamos miles de palabras en mensajes y WhatsApp que enviamos desde nuestros dispositivos móviles. En correos electrónicos y redes sociales. En software que nos ayuda a gestionar tareas y tiempos en el trabajo.

Puede que cuando hacemos carne una palabra, cuando las sílabas se deslizan desde nuestra lengua y dientes hacia el vacío del éter, la palabra nos posea, nos haga suyos, rehenes de una tradición que no podemos – ni debemos- obviar porque ese ser y estar de entiende, únicamente, cuando se le coge la mano a la tradición. Desde el Siglo de Oro hasta la Generación del Podcast.

En un párrafo anterior, he dejado escrita la palabra trabajo – o ella me ha dejado (d)escrita en esa palabra-. Una de sus acepciones, en la RAE, la define como «Cosa que es el resultado de la actividad de lo humano». Pienso en este significado en las generaciones que tenían perfectamente delimitadas sus parcelas de lo cotidiano: el ocio, el trabajo, los cuidados, la familia. El amor y el amar. También soy consciente, mientras escribo esto, de las imposiciones, en las mujeres, de verbos como cuidar y amar. Familia y amor. Cárceles poderosas que persisten, con desigual intensidad, según la latitud hacia la que nos deslicemos.

¿Eres capaz de recordar el significado del trabajo en la vida de tus padres? ¿Cómo era para ellos nombrar la palabra trabajo? A quienes nos suena aquello del ascensor social y la expresión conquista social - palabras, palabras-, de su recorrido e implicación en el ahora, un presente que se construye únicamente cuando se piensa el pasado y no cuando se retuerce hasta convertirlo en una sombra ridícula de sí misma, somos capaces de recrear esa escenografía. Hubo un tiempo de tiempos.

Nombrar la palabra trabajo, hoy en día, sin embargo, adquiere un matiz tenebroso. De miedo y salir corriendo para vomitar en el váter; de ansiedades y servidumbres. De ansiolíticos y antidepresivos. De tendencia suicida y estar mal en el mundo. Decir trabajo es nombrar al verdugo. Al que quiere que la economía sufra para que sufran los de siempre, los que están abajo del estar abajo. Hubo un tiempo de tiempos, sí, y hubo un tiempo en el que podíamos decir – nombrar, escribir- tener amor al trabajo.