Los fines de semana con vocación de puente son animales extraños, especialmente, para aquellos que ejercen, por decisión propia o imposición, las denominadas profesiones liberales. Menudo eufemismo implica el adjetivo. Sueles observarlos, a esos fines de semana, desde la distancia, como animales mansos que entenderán todo ese mecanismo perverso del amo y la mano que da de comer. Que su cuidado te ocupará tiempo, pero que también habrá espacio para pasear junto a ellos. Acompañarlos cuando la luz se otorga luz y cuando el atardecer juegue a ser uno. Pero la distancia es lo que tiene, igual te ofrece una imagen veraz, en sincronía con el relato imaginado, que construye una ficción donde la esperanza deviene en cuento de terror. El animal manso, entonces, se convierte en quimera.
Hace no mucho, especialmente, desde que cruzamos el Rubicón de lo que se anunciaba como los locos años veinte –qué tiempos aquellos-, que muchos de nosotros comenzamos nuestra jornada laboral los domingos. Con suerte, los domingos por la tarde. Irremediable pensar en el escribir de la mejor filósofa de este tiempo, Remedios Zafra, cuando anunciaba nuestras vidas-trabajo y nuestros ojos pantalla, una mirada capital sobre la vida en producción. O en la novelista Marta Sanz, cuya editorial, Anagrama, destacaba en Twitter, con motivo del Día de las Escritoras, este fragmento de ‘Clavícula’: «No quiero una receta de ansiolíticos ni buenas palabras. Enfermo del miedo a enfermar y del miedo a no poder enfermar. A que se hunda el mundo. A que la enfermedad se relacione con la imposibilidad de no poder pagar las facturas.». Y, como un temblor que siempre ha estado ahí, pero que no te has podido permitir sentir ni pensar, me descubrí sustituyendo una de las palabras de la última frase: «A que la vida se relacione con la imposibilidad de no poder pagar las facturas». Entonces, el temblor pasa a ser otra cosa, más fea y más deformada y más temible, sobre todo, en un ecosistema laboral como el de nuestro país donde el porcentaje de trabajadores en riesgo de pobreza sobrepasa el quince por ciento.
También no hace mucho, qué expresión esta, por cierto, tan dada a la nadería, un tipo, con cierta socarronería y mucha mala leche, me dijo que él se consideraba un falso autónomo porque respondía e-mails fuera de la jornada estipulada. Le sonreí. De hecho, le sonreí dos veces. Y no dije ni hice nada más. Me limité a mirar y sonreír. Pensé en las licitaciones, en las ideas robadas, en la cuota de autónomos de final de mes. En el modelo 130. Y en el 303. En la vulnerabilidad y fragilidad. En la intemperie más absoluta. En quienes siempre dan consejos de nómina y puerta giratoria. En ese preciso instante en el que sus labios redondeaban la última letra ‘o’ de autónomo, mi cabeza se empeñó en rememorar ese travelling lateral –menudo espectáculo del patrimonio cinematográfico-, de martillo y mucho estrés acumulado con las trimestrales, de ‘Old boy’, de Park Chan-Wook. Ahora que lo escribo -entonces no estaba yo tan transitada en ese universo- creo que John Wick le hubiera quedado muy bien a esa idea que mi tejido neuronal proyectaba sobre el interior de mi cabeza.
La diferencia no está en responder correos fuera de hora, la diferencia está en el empobrecimiento de un sector mayoritario de la población sin acceso a nómina ni conquistas sociales, conquistas que todos defendemos y consideramos intocables. La diferencia está en no generar dinámicas que no concedan auxilio a quienes no pueden siquiera solicitarlo. La transformación digital de lo cotidiano ayuda a la expansión de esa jornada, todos lo sabemos y lo sufrimos. Los menos afortunados responden WhatsApp, atienden llamadas y responden correos electrónicos, mientras preparan meriendas, anuncian duchas con piel de batalla campal y elaboran la lista número ocho con las tareas pendientes a realizar el lunes porque el domingo encogió tanto que la manga se ha subido al codo. La diferencia está en niveles de ansiedad nunca antes conocidos, en compañeros y compañeras atiborrados de pastillas para poder dormir y, durante el día, sostenidos por termos de café que sólo incrementarán el delirio de un tiempo que, en realidad, solicita más compasión y pensar en el otro. El signo de un presente, su musculatura y latido, nunca se ha cambiado desde lo individual ni pensando en lo exclusivo. Sólo cuando miras a los ojos del miedo del otro es cuando puedes comenzar a modificar las coordenadas del ahora.