Creo que es la frase que oigo más en mi consulta de psicología a lo largo de la semana, y es llamativo, porque cuando empecé a ver pacientes hace trece años no era así. Antes había un problema concreto, identificable: una depresión, una fobia, un acoso… Sin embargo, ahora, oigo recurrentemente esa frase en mis pacientes, sobre todo en las primeras sesiones. Poner un diagnóstico claro y ajustado a este malestar empieza a ser más difícil que encontrar un wáter limpio en un bar de copas.
Vienen desorientados, con una sensación de malestar difusa, escurridiza y ambigua, como algo que ves por el rabillo del ojo pero que cuando lo intentas enfocar ya no está. Sobre el papel, me dicen, todo en su vida va bien: tienen un trabajo que funciona, una vida con ocio y pequeños placeres, una relación de pareja más o menos satisfactoria… pero, a pesar de todo ello, la vida parece algo apático, pesado y sin mucho sentido. ¿Es esto lo que se supone que debo esperar de la vida? ¿soy imbécil y me estoy montando una película si, objetivamente, todo va bien? ¿acaso soy demasiado débil y debería estar contento?
El bienestar emocional se ha convertido en el maldito Gato de Schrodinger: está pero no está a la vez. Y esto lo hace mucho más insufrible. Cuando las personas estamos mal, necesitamos entender lo que nos pasa, saber cuál es el problema que provoca ese malestar, ya que, de lo contrario, si no entiendo lo que me tiene fastidiando, mi problema es irresoluble, pues no sé dónde debo actuar, de hecho, ni siquiera sé si tengo derecho a sentirme mal, pues, ¿qué legitimidad tiene una angustia que no parece tener causa?
Todo el mundo entiende el derecho a estar mal cuando es algo identificable y atribuible a un motivo claro, como por ejemplo estar en paro o divorciarse. También la gente comprende que le pasa algo cuando es agudo, cuando duele de verdad, como un ataque de pánico o no tener energía ni para levantarte por las mañanas. Por eso, aunque el motivo del malestar sea pequeño, y este no sea algo excesivamente dañino, se ve agravado por ser ambiguo e incierto, no identificas que te moja, pero hay una lluvia fina que te deja calado.
Sin lugar a dudas, vivimos un momento paradójico y contradictorio actualmente, en el que a pesar del enorme bienestar que experimentamos en lo material fruto del avance tecnológico, la justicia social, el estado del bienestar, la libertad o la democracia, que parece haber erradicado los males que atormentaron a nuestros predecesores en forma de miseria, enfermedad u opresión, han aparecido otras nuevas dolencias más sutiles, que parecen nimias comparadas con las anteriores, y por las que nos sentimos casi culpables, como si estar mal fuese una traición a quienes han pasado problemas “graves de verdad”.
¿Qué problemas son éstos? Por un lado, parece que estamos perdidos, pues los referentes tradicionales que teníamos ya no parecen servir, cuando no son etiquetados directamente de perversos: nuestra idea de lo correcto, la cultura del esfuerzo en mitad del paro estructural y la precarización de las clases medias, qué es ser hombre o mujer, la pertenencia a una comunidad, un trabajo estable e indefinido, los valores, los tipos de familia o hasta las profesiones posibles en un mercado laboral mutable, parecen haber desaparecido y han dejado de ser sólidos, para convertirse en cambiables, y así, no hay un suelo sobre el que apoyarse, sino que estamos todo el rato en arenas movedizas. Esta “realidad líquida” que diría el filósofo Bauman es, sin embargo, fácil de tapar con el nihilismo consumo y ocio al que tenemos acceso y que convertimos en nuestra válvula de escape, con la vida digital de las redes sociales o con la búsqueda de nuevas experiencias (viajes, planes, citas…)
Por otro lado, somos una sociedad cada vez más individualizada, donde el contacto directo con las personas y las conversaciones de bar con un café o una cerveza en la mano se están sustituyendo por la superficialidad de los grupos de whatsapp, los “me gusta” en redes sociales y similares. Cada vez más cuesta tener tiempo (o nos parece poco productivo) para nuestros seres queridos o todo cambia tan rápido que los compañeros de trabajo rotan, los amigos se mudan o la familia política deja de serlo por los divorcios.
Estamos hiperconectados pero muy poco vinculados, y eso nos crea una falsa sensación de no soledad, de compañía digital, que en el fondo es superficial y vacía.
Finalmente, tenemos una cultura que todo el rato nos hace sentir insuficientes, que nos pone referentes de falsa perfección con los que compararnos en los anuncios o el postureo de las redes, que nos señala todo lo que falta en nuestra vida o nos crea falsas necesidades, o nos prescribe “remedios” que nos hace sentirnos culpables de lo que tendríamos que ser o hacer (que meditemos, que hagamos deporte, que innovemos en el sexo…)
Sin estabilidad, sin referentes claros, confusos, frustrados, solos y sintiéndonos siempre inferiores, lo raro del carajo, lo profundamente incongruente, lo sorprendente, sería que estuviésemos bien y satisfechos con lo que somos.
Buenaventura del Charco es psicólogo sanitario y psicoterapeuta.