Esta no es una entrada en la que simplemente saque un orgullo patrio superficial y de pandereta, tampoco una crítica al imperialismo cultural yanqui, esos dos temas, incluso, me despiertan simpatías, pero este artículo lo escribo, como todos, desde un análisis psicológico.
El día de los difuntos, mas allá de su valor y connotación religiosa, tiene un claro carácter de utilidad y adaptabilidad a nivel antropológico: Se trata de un día para conectar a las personas con algo que solemos tapar y esconder, la muerte. Hasta hace poco, las nuevas generaciones aprendían a familiarizarse con el fin de la vida y la pérdida a través de los rituales de estos días: recordar a los que ya no están, ir al cementerio, poner flores y demás prácticas.
Así, de una forma progresiva, natural y hasta cálida, se aprendía a entender que todos tenemos un final, que igual que sus padres perdieron a sus abuelos, ellos algún día perderán a los suyos, y que las personas vienen y se van a lo largo de nuestra estancia en el mundo sin que podamos hacer mucho, más allá de aceptarlo y elaborar nuestros duelos. También era un día de tristeza, de llanto, y eso era bueno para darle salida y no reprimir nuestras emociones y para ver, que un día puedo empaparme por la pena pero que eso luego me alivia y no me impide seguir con mi vida.
Esto nos ayudaba a reflexionar y filosofar sobre el fin de la vida, sobre lo temporal de nuestra existencia que, al menos en este plano, es finita. Esto nos confronta sobre qué sentido queremos darle, sobre qué elegimos hacer con ella y sobre si estamos siendo realmente libres y honestos con nosotros mismos, si estamos viviendo la vida, o por el contrario, el miedo al dolor, a la obligación y el rechazo están haciéndolo por nosotros, aplazando la responsabilidad de vivir nuestra propia vida para el “yo del futuro” para ver finalmente horrorizados que ya no nos queda tiempo y hemos malgastado el que teníamos, esclavos del maldito miedo.
También era un día de acompañar y acoger, de ser compasivos con quien había tenido pérdidas cercanas o quien se había quedado solo. Le acompañábamos al cementerio, almorzábamos y le dejábamos contar sobre el ausente y lo mucho que suponía para esa persona. Así, a través de algo tan sano como los vínculos, con los que ya no están y los que sí, podíamos estar conectados en el dolor, compartiendo esa experiencia, lo que la hace doliente pero también hermosa y cálida a la vez, con lo que calmábamos un poco la ausencia y la soledad.
Las familias se juntaban, les daba un motivo para ello, algo muy necesario en estos tiempos postmodernistas, donde nunca hay tiempo, donde siempre hay algo más urgente y se pasan los días sin que nos juntemos.
Aprender todo esto hacía que luego las pérdidas, fuesen muertes, rupturas o cambios, no pillasen tan de sorpresa, tan bisoños, sino con un cierto callo y aprendizaje previo a las espaldas, aunque sólo fuese de verlo en otros. También hacía que llorar y estar tristes diese menos miedo.
Puede que no fuese el día más divertido, pero su valor adaptativo y su aprendizaje psicológico era brutal. El problema es que en nuestra sociedad consumista de hoy día, donde parece que sólo importa disfrutar de sensaciones agradables, vacías y repetitivas, confundimos placer con positivo, y desagradable con negativo. Y así nos va, con las tasas de salud mental por los suelos.
Ahora, en cambio, tenemos Halloween, un nuevo motivo para la fiesta, para el consumo y la celebración, que no digo que tengamos que estar con duelos caducos vestidos de negros e impuestos por una moral rígida y opresiva, pero me parece de coña que hayamos cambiado no ya nuestra tradición (que por el hecho de serlo no tiene nada de buena), sino la memoria, las raíces, el acompañamiento, la normalización emocional y de la muerte, por vestirnos de monstruos imbéciles con disfraces malos comprados en el todo a cien.
Si algo no falta en España, cosa que me encanta, son motivos para la fiesta y la diversión, y a mí, lo que me da miedo de Halloween es cómo huimos de todo y vivimos bajo la dictadura de la eterna celebración y la falsa sonrisa.
Mi propuesta: Hagan con Halloween lo que se les antoje (aunque no veo yo a mis primos americanos sacando de romería a la Virgen del Rocío por el Missisipi), pero no nos quiten el necesario Día de los Difuntos.
Buenaventura del Charco es psicólogo sanitario y psicoterapeuta.