Los estados nerviosos marcan el pulso de este tiempo. Lo representan de tal manera que volvemos a tener el aliento de Donald Trump sobre los ventanales de la Casa Blanca. Vivimos bajo una suerte de tiranía del espejismo donde multitud de personas, parapetadas tras sus pantallas cinéticas, se convencen, y nos convencen, de ser algo que no son. Se convencen, y nos convencen, de necesitar lo que siquiera existía en sus cabezas, lo que nunca antes había sido nombrado. En esta versión digital del esquema trilero, el peligro no está tanto en perder de vista la bolita como en no perder la vista propia y, de paso, el sentido de lo colectivo. Porque entre scrolling y scrolling, el algoritmo ya sabe la talla de sujetador que tenemos, que tu cuñado tiene una prima en Alicante y que la T2 de ’30 monedas’ es un absoluto disparate -…pero es nuestro disparate, ojo-. Lo que el algoritmo sí sabe, pero tú ni remotamente eres capaz de vislumbrar, es que te acercas a un estado de aislamiento que únicamente beneficiará al ecosistema de la transformación digital que están dictando las grandes corporaciones con la inestimable ayuda de los intereses del eje pacífico.

Nos equivocaríamos al pensar que esta estrategia es epidérmica y que tiene poco recorrido. La economía de la atención lleva ya algunos años analizando los sujetos que somos, amoldando nuestra subjetividad a las necesidades de dicha economía. Ampliando sus márgenes, mientras la clase media de los países más desarrollados pierde parte de la fortaleza de sus derechos, mientras al otro lado de la puerta, allí donde reina la intemperie, la sanidad pública está herida de muerte y los profesores sobreviven en un entorno definido por la lógica de la hostilidad. Podría incorporar, en esta suerte de enumeración improvisada, uno de los males sociales contemporáneos que mayor gozo ha proporcionado al poderoso, el desclasamiento, otro espejismo que ha borrado de un plumazo la biografía de una clase, la obrera, al tiempo que la estigmatizaba. Quien quiere ser albañil cuando puede ser influencer del ladrillo. No sé a vosotros, pero a mí me parece una tragedia que niños y jóvenes afirmen, ante la clásica pregunta «qué quieres ser de mayor», youtuber o influencer. Y no creo que sean sólo ellos los responsables de esta respuesta, la sociedad en su totalidad y con su complejidad les ha fallado. Y nosotros, que alguna responsabilidad debemos de tener en todo esto, hemos fallado a la historia de las ideas, aquello que fue cuidando la vestimenta de lo humano y atendiendo a nuestra educación.

Soy de las que siempre insiste con el asunto de lo colectivo. Lo grupal, la tribu. Utilizad el sustantivo que mejor os venga. Familia, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, conocidos. Personas que se encuentran y se reconocen, que se quieren y relacionan, que se protegen y cuidan, y que, por lo tanto, dotan de sentido a las personas. Abordo esta geografía de los afectos desde una simpleza que casi resulta hiriente, lo sé, por ello, y ante un caso de emergencia conceptual como este, necesito que Hannah Arendt baje el balón al terreno de juego. «Ninguna clase de vida humana, ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de los otros seres humanos».

La presencia de los otros. ¿Cómo se ha construido la biografía de la humanidad? Las conquistas, las revoluciones, los grandes avances, los hallazgos, las obras de arte. ¿Las han hecho personas solas sin contacto alguno con otros seres humanos? No hace falta que escriba la respuesta. La acabas de hacer carne. De este atolladero, de este tiempo que nos resulta a ratos ajeno saldremos en comunidad. Tomemos consciencia de ello. De lo común. No hay mayor y mejor pluralidad que en ese espacio.

Es el momento de parar y pensar. De ir más allá de uno mismo. Cambiemos el modo con el que nos dirigimos unos a otros. Los modos en el trabajo. La precarización del otro no puede ser medio y fin. Sea cual sea la naturaleza de esa precarización. Apostemos por esa ética del cuidado que defiende Adela Cortina. Una ética del cuidado que, si la logramos trasladar a los hábitos tecnológicos, a nuestra cotidianeidad tecnologificada, nos permitirá habitar la esperanza. La máquina no puede ser el centro de esta transformación digital para la que, a todas luces, no hay vuelta atrás. Esta obsesión por la tecnología, entendida desde este prisma, precipita distintos procesos deshumanizadores. Pongamos en el centro lo humano y generemos una nueva relación máquina-persona en la que impere la ética del cuidado. Participemos de las redes sociales de manera responsable y humana. Hagamos que esa red de redes recupere su esencia primera: conectar personas, ampliar el conocimiento. Mejorar lo humano.

Adela Cortina, en su ‘Ética cosmopolita’ (Paidós, 2021) escribió lo siguiente: «La obsesión por incrementar el poder tecnológico convirtiendo a todos los seres en objetos y mercancías, nos ha llevado a un mundo insoportable, del que forman parte ineliminable la pobreza, el hambre, la miseria y el expolio de la naturaleza. Un mundo que pone en peligro la supervivencia de la Tierra. Y la solución no consiste en utilizar técnicas más refinadas para causar un daño menor, sino que es una cuestión de ética: se trata de cambiar la actitud». Hay quien pueda pensar que qué gana con esto, pero como respuesta también está el reverso posible. ¿Cuánto perdemos?