Hay algo de mucha dignidad en lo cotidiano, en aferrarse a una vida que adquiere su valor justo cuando el gesto pequeño acontece. En tomar distancia de esas obsesiones contemporáneas como el estar en todos sitios, a todas horas, en todas partes. La inercia del poder corrompe hasta lo sagrado. Adquiere valor cuando se es consciente de que el cinismo nunca es la respuesta ante todo y para nada. Que el desprecio perpetuo al otro yace con dragones que habitan en la cartografía de nuestra propia alma.
Hay algo de mucha dignidad en la subida repetitiva de una persiana para que la luz conquiste habitaciones y rostros, en el eco de unos pasos que se aproximan por el pasillo, en la intuición de un estado de ánimo únicamente por cómo se dejan las llaves de casa sobre el libro que espera en el mueble de la entrada.
En esas manos que, cuando la tarde cae exhausta, se buscan para entrelazar complicidades. En una madre que se reconoce en la piel de una hija y, justamente por eso, se reconoce también en la piel de su propia madre. La genética de lo cotidiano esconde la verdad de lo que somos, esa intimidad que solicita no ser desvelada. Y que no debe ser desvelada, precisamente, para poder ser.
Sabemos que es difícil, que, en ocasiones, hay que emplearse a fondo con el machete para poder disminuir la vegetación del horizonte que queda ante nuestra vista, que hay que centrarse con demasiado ahínco en el presente y olvidar toda posibilidad de futuro porque la humanidad, en este tiempo de capitalismo emocional, existe a la vez que sucede. Y es la primera vez que nos enfrentamos a este paradigma. Aprendemos mientras todo cambia y nos duele y nos hace más pobres. Lo contemporáneo y sus texturas.
Estamos confundidos y nos confunden. Es un escenario a medio iluminar diseñado por este modelo de especulación donde el desapego por la actividad humana actúa como catalizador perfecto. Todo es confuso, sí.
Mientras nos lanzan mensajes inspiradores que dejamos colgados en los pliegues de nuestra memoria cada mañana, antes de salir de casa para acudir al trabajo, escuchamos en la radio que los cinco grandes bancos españoles han presentado sus resultados anuales con unos beneficios récord que suponen un incremento del 25,96% respecto del ejercicio anterior. Las asimetrías se han vuelto tan insistentemente asimétricas que una ya no sabe dónde termina la vergüenza y donde comienza la inmundicia.
Lo cotidiano no deja de ser un laberinto que se compone de nudos y ruido. Soy capaz de intuir tu rostro, y su movimiento, mientras lees esta frase. Esa intuición que, por un instante, nos une, es capaz de superar el abismo pantalla y amplía ese margen de lo cotidiano para llevarlo a latitudes más cálidas.
Esa cotidianidad, por así decirlo, se hace más humana porque somos capaces de reconocernos en ese ruido. En sus fracasos y derrotas. Las palabras siguen teniendo – todavía, todavía- ese poder. Como el amor que se queda siempre, inalterable, a pesar de que la persona amada ya no esté. Todos sabemos a lo que me refiero. Soy capaz de intuir tu mirada, y su color, mientras lees esta frase.
Estamos confundidos y nos confunden, decía, pero, además, aspiran a que nuestros mundos sean cada vez más exiguos y pequeños. Aspiran a que nada nos importe. El ruido empaña nuestra mirada y los nudos atan cuerpos y amordazan bocas. La enfermedad sabe mucho de esto último. Y, sí, también son malos tiempos para enfermar. La enfermedad se ha convertido en un discurso ideológico de clara traducción bursátil.
Lo cotidiano también se compone de muchas ficciones, de promesas que nos hacemos con el primero de los cafés y que sabemos incumplidas cuando llegamos al hogar, con esa sensación ácida en la garganta, sabiendo que hemos puesto lo mejor de nosotros. Dejaremos caer las llaves sobre el libro que espera en el mueble de la entrada sabiendo que ese lo mejor de nosotros nos espera para entrelazar manos y, seguramente, nos dará una oportunidad en el alivio del mañana.