Francia. 1961. Palacio de Exposiciones de Niza. La jet set de un país entregada a la que iba a ser una de las grandes citas del momento. El artista Pablo Ruiz Picasso acababa de cumplir 80 años y el país entero se encontraba movilizado ante los actos organizados en su honor. Cuentan los testigos que las colas de coches para acceder al recinto eran interminables; que el gentío que rodeaba al pintor impedía a cualquier invitado poder acercarse a intercambiar unas palabras.
Pero entre toda la multitud, hubo una persona que fue capaz de imponerse y alzando la voz por encima del resto exclamó: “Maestro, aquí estamos unos malagueños que hemos venido a acompañarlo”. Entonces, Picasso se paró en seco y preguntó: “¿Quién ha dicho eso?”.
Si esto fuera una sitcom estadounidense repleta de clichés, la lógica nos dice que la escena se pararía en seco y una voz en off diría: “Quizá os estéis preguntando cómo he llegado hasta aquí. Bien, esta es mi historia”. Entonces la cinta rebobinaría hasta detenerse ante la imagen de Juan Temboury delante de un folio en blanco fechado el 26 de mayo de 1953 y dirigido al “Sr. D. Pablo Ruiz Picasso/ París”.
Y es que este hombre, hijo predilecto de Málaga, miembro de la Real Academia de San Telmo, director del museo de Bellas Artes (y un largo etcétera de referencias culturales) es también la persona que plantó la semilla de la que hace más de 20 años nació el Museo Picasso de Málaga.
Perteneciente a una familia de ferreteros, fue una de las figuras claves en la revitalización de una ciudad que se había quedado anclada en la carrera industrial de las grandes capitales españolas. De esta forma, el artífice de la reconstrucción de la Alcazaba tuvo siempre en el centro de sus pensamientos a la capital de la Costa del Sol; con todo lo que ello implica.
Con este principio por bandera, escribió en 1931 un artículo que bajo el título Málaga y el pintor Picasso, instaba a la ciudadanía a celebrar el medio siglo de vida del creador, ya afincado en Francia: “El pintor de Málaga (siempre la coletilla) ya es innegable hasta por sus más envidiosos enemigos”, se puede leer en el texto. Las circunstancias políticas del momento impidieron que aquello se pudiera llevar a cabo, pero sin duda fueron una declaración de intenciones para lo que tiempo después sucedió.
En plena década de los 50, Temboury y el arquitecto Enrique Atencia se encontraban inmersos en la rehabilitación del palacio de los condes de Buenavista con la idea de convertirlo en el Museo Provincial de Bellas Artes. Pensando en cómo dotar de contenido al continente, la oportunidad llegó como un regalo caído del cielo: “Nuestro deseo es mucho más ambicioso. Todo lo ambicioso que Vd. conceda que seamos; quisiéramos reunir en una gran sala, o en las que fueran precisas, los más cuadros posibles de su padre y de Vd.”, afirmaba en la misiva enviada a Picasso en la referida carta del 26 de mayo de 1953.
“No hay ciudad como esta que en justicia merezca ese honor: el Museo está en pleno barrio suyo en la calle San Agustín, donde estuvo el colegio al que iba, junto a Santiago donde le bautizaron y a la plaza de la Merced en la que nació”, se puede leer en el papel mecanografiado y facilitada (así como la información de este reportaje) por Juana Suárez, responsable de la Biblioteca del MPM.
Así, tras instarle a no “abandonar su sombra” y el “bien que le haría a la ciudad”, Temboury finaliza con una frase que a día de hoy, su hija Maria Paz, recuerda con especial cariño por la belleza del mensaje: “La historia ha demostrado que nada tiene trascendencia; solo es eterno e inmutable el arte, que tiene la esencia de la inmortalidad”.
¿Llegó a contestar Picasso? Espóiler: no. Pero este atronador silencio no logró cejar con el sueño del académico. Entra entonces en escena Jaime Sabartés (poeta catalán que asumió las funciones de secretario de Picasso), con quien el malagueño mantuvo una larga correspondencia de 11 años y más de 100 cartas. A través de obsequios (algunas fuentes hablan de los roscos de la pastelería María Maní, a la que solía ir su madre María Picasso y López), buscaba agasajar al entorno del artista para conseguir su objetivo.
Esta relación acabaría siendo clave ya que, según explican desde la propia Biblioteca MPM a través de la documentación existente, Sabartés propuso a Temboury hacer una biblioteca picassiana en el nuevo museo, estando dispuesto a dar todo lo que él tenía publicado. “Creo que es necesario e indispensable dar una idea de lo que es Picasso a los malagueños que no lo conocen”, rezaba el mensaje. A día de hoy, este legado lo componen más de 300 libros y carpetas con grabados.
Pero si antes destacábamos la importancia de Sabartés por el aporte material a la ciudad, ahora cabe referirse a su determinación para que Temboury y el artista pudieran conocerse. Y sí, en efecto, eso sucedió en el marco de su 80 cumpleaños en el palacio de Exposiciones de Niza, hasta donde se dirigió el malagueño junto a Baltasar Peña, Enrique Lafuente, los arquitectos Salas y Chueca y el pintor Saura.
Si esta fuera una sitcom estadounidense repleta de clichés, en este momento la imagen volvería al presente y la voz en off diría: “Y así es cómo he llegado hasta aquí, a la fiesta del genio del cubismo”. Como suelen titular los artículos basados en el clickbait, lo que sucedió a continuación te sorprenderá. El creador de obras como Las señoritas de Aviñón escuchó las voces de sus paisanos, logrando que la comitiva se acercara a hablar con él.
Así, les acabó invitando a una comida en Mougins junto a personalidades como Dominguín, Bosé, Antonio el Bailarín (que luego se acabaría construyendo una piscina picassiana), Alberti y Nati Mistral y otros miembros del famoseo… español. A esa cita se presentó Temboury con claveles rojos y amarillos —alusión patriótica— para Jacqueline (mujer de Pablo) y diferentes obsequios para el pintor, entre los que se encontraban los mencionados roscos, chanquetes (¡ya fritos!, según cuenta María Paz Temboury) y un cuadro.
¿Qué tenía de especial esta obra para alguien cuyo trabajo consiste en pintar? La firma: estaba realizado por su padre, José Ruiz y Blasco. El lienzo, en el que se representaba un palomar, estaba sin terminar, teniendo el hueco exacto para dos aves. El interés de Temboury estaba en que el heredero lo terminara para poder exponer la creación al alimón en el Museo de Bellas Artes.
Pero el cuadro nunca no llegó. Posiblemente por la negativa de Picasso a desprenderse de una obra de su padre, al que tenía una alta estima. En compensación, envió a la familia Temboury una postal con una dedicatoria especial: “Dibujo hecho por el hijo de don José Ruiz Blasco”.
Nueve años después de la comida fallida, el círculo se cerraba de alguna manera, aunque no con los resultados deseados, ya que el académico malagueño volvió a escribir a Sabartés diciéndole que a ver si el maestro encontraba un “huequecito” para “colgar, cuando Dios quiera, el palomar familiar que no acababa de llegar”. “Pienso que está usted hecho un pelmazo o que se le ha olvidado el pintar”, zanjaba. El deseo de Temboury finaliza de manera repentina en agosto de 1964, cuando fallecía sin ver el MPM convertido en realidad.
Vendría después el viaje fallido a Málaga de Christine (nuera de Picasso), su vuelta en 1992 para “hacer cumplir el anhelo de su suegro” y la declaración de intenciones con esas tres condiciones imprescindibles para que la obra de Pablo se expusiera en Málaga (que fuera en la capital, que hubiera democracia y que el espacio no dependiera de la Iglesia). Aquella azarosa historia continuaría con la exposición “Picasso, primera mirada” como un punto de partida y el triunvirato de las tres C (Carmen Calvo, Carmen Giménez y Christine Picasso) como artífices del que a día de hoy es el espacio cultural más visitado de la ciudad.
El día en el que las obras del creador volvieron a Málaga, Juan Temboury llevaba casi cuarenta años fallecido. Sin embargo, recibiendo al camión con los cuadros, sí que había una persona con su mismo apellido: su hija María Paz (patrona del museo por deseo de Christine), erigida como árbol del que florecieron los frutos más de cinco décadas después de que se plantara la semilla. Aquella carta no tuvo respuesta, pero sí alma. Y es la misma que hoy deambula por el palacio de los condes de Buenavista.