En algunos pueblos de la serranía cuentan que para ser considerados adultos los jóvenes debían bajar un árbol de grandes dimensiones a su amada. En la sabana africana deben salir con una lanza y cazar un león. Aquí los tiempos han cambiado y nuestra juventud se enfrenta a un ritual iniciático sin parangón: deben sacarse un certificado digital de la FNMT.
Lo acaban de descubrir a partir del momento en el que la Administración ha diseñado servicios especialmente dirigidos a una generación que se presumía digitalmente nativa pero que se encuentra ante una tecnología diseñada por boomers.
Recientemente tuve un debate al respecto con mi hijo Jesús y él consideraba que en los institutos hay un esfuerzo importante por dar clases de determinadas tecnologías, pero, en cambio, no hay una formación básica sobre herramientas elementales y su uso adecuado.
No exagero si digo que conozco cientos de casos de jóvenes que no conocen el uso del correo electrónico más allá del registro en redes sociales o que son incapaces de escribir un currículum en un editor de texto. En este caso es difícil remitir la responsabilidad a las familias ya que muchas de ellas no han crecido en un entorno digital y necesitan tanta o más formación que sus jóvenes.
La brecha digital es mucho más que no tener acceso a la red y afecta más allá de la edad o las circunstancias económicas de cada cual. En la sociedad occidental el acceso a la red y sus servicios se ha convertido en un derecho de facto. No hay ninguna ley que obligue a tener conexión a Internet, pero las administraciones y empresas nos fuerzan a usar sus servicios online, dejando en la orilla digital a numerosas personas.
Muchas de las acciones de lucha contra la brecha digital son una raya en el agua. Les falta enfoque, profundidad y continuación.
Les falta enfoque porque en ocasiones carecen de una estrategia y visión a medio y largo plazo. Se centran solo en algunos aspectos puntuales y dejan de lado la utilidad que las personas (jóvenes y mayores) les puedan dar en su vida cotidiana. Les falta profundidad porque con frecuencia carecen de una visión transversal. Con frecuencia son acciones superficiales que quedan obsoletas ante el rápido avance de las tecnologías. Y les falta continuación porque frecuentemente no están encadenados tecnológica ni temporalmente y no dan continuidad al público a quien se dirigen.
Es una tarea muy exigente. Si estamos abocados a vivir en una sociedad digital el esfuerzo debe ser colectivo (administraciones y empresas) y la clave estará en situar a la ciudadanía en el centro de los servicios. Parece una obviedad, pero muchas de las aplicaciones que alojan las gestiones que tenemos que realizar dan por hecho disponer de una serie de capacidades básicas que frecuentemente desconocemos. El mismo uso del lenguaje despista con frecuencia a cualquiera.
Si nuestra juventud navega con soltura en las aguas de Instagram o Tik Tok es porque les resulta más fácil que consultar un periódico digital o un recetario. Y no digamos si tienen que inscribirse en un curso o solicitar una beca. En las redes son el centro de atención. También por eso resulta más fácil encontrar una abuela tiktokera que pedir cita en un banco o administración con una aplicación.
Enumerar todas las mejoras posibles es de por sí un esfuerzo ímprobo. Pero sin duda en la época de la inteligencia artificial, la digitalización y la tecnología la clave está en atender a las personas.