Es evidente que en este mundo de globalización intensa, de trepidantes redes sociales, de modas y modelos cambiantes con la celeridad del rayo, cada vez es más difícil distinguirse entre tanta homogeneidad de rebaño.

Las propuestas de singularización son cada vez más provocadoras, rozando en no pocos casos la impertinencia. Valgan de ejemplo los indecorosos cortes de pelos de esos iconos del mayor espectáculo del mundo, que es el fútbol, o esas pieles convertidas en lienzos, cubiertas de garabatos insulsos, cuya razón aun me resulta incomprensible. Tal vez sea la respuesta de nuestro atavismo pueril de llamar la atención cuando se nos obvia.

Las redes se han convertido en un ecosistema apropiado para la singularización, más aun cuando un nick sirve para que desde la guarida sea más fácil distinguirse, ya que no hay que guardar el más mínimo respeto, ni el debido pudor, ni tan siquiera la cordura.

Lo preocupante resulta cuando el proceso para alcanzar la peculiaridad llega a la Academia. Allí también es cada vez mayor la homogeneidad y, en consecuencia, es más obligado alcanzar para algunos una distinción, un minuto de gloria en el que alguien, además de su espejo, sea presa de su atención.

Es bien cierto que la Ciencia se construye como una torre de adobes que se cuecen a base de hipótesis y antítesis. Esta última, preludiada siempre por el irritante ‘pero’, obliga a esgrimir los argumentos más convincentes para acercarse a una verdad que nunca será perfecta, ya que en gran medida la estadística dará fuerza al horneado.

Y así, llevados al extremo, han ido surgiendo los negacionismos más recalcitrantes y anacrónicos, a base de buscar la notoriedad y fundar antítesis. Desde el corazón del aula percibo la proximidad de terraplanistas que defienden un mundo plano, creacionistas para los que la evolución es simplemente una anécdota, pasando por los que rechazan que estemos inmersos en una crisis climática provocada por primera vez en la historia del planeta por una sola especie y con una celeridad nunca antes conocida. Es su particular manera de llamar la atención, primero como una broma, pero a medida que avanza la notoriedad buscada, van construyendo un cuerpo doctrinal tan alambicado como absurdo.

Como aquel Sísifo de Camus, algunos parecen haber sido condenados a una ceguera ante la realidad, y empujan a diario, después de contemplarse en el espejo del engreimiento, un gran peñasco por la ladera del monte de la paciencia, a sabiendas que al llegar la noche volverá a caer al río de las multitudes. Seamos abnegados optimistas e imaginemos, como nos propone Camus, a todos estos sísifos felices.