Tal vez porque en mi juventud lo fui, la figura que más admiro en cualquier deporte es la del portero suplente. Ocupar este dignísimo lugar en una alineación es una prueba de paciencia a la espera de que en cualquier momento te toque, de resignación a chupar banquillo ya que el titular es mejor, aceptando que el segundo es tan importante como el primero.

También de entereza cuando toca salir a la cancha, en especial en ese momento que pintan bastos, y sabes que no puedes desperdiciar la oportunidad de demostrar lo que vales, y de sacrificio de entrenar cada día cuando la misión es observar en el día de la verdad.

El olimpismo de estos días es una muestra de valores, pero para valores los que suman esos guardametas suplentes, cancerberos de una espera penelopiana, de una proeza soñada.

Tal vez porque lo fui, mi admiración es aun mayor por esos porteros suplentes de balonmano que sólo saltan al parqué para defender a cuerpo descubierto el tiro sin compasión de una máxima pena. Era fácil sentirse un don Tancredo que tiene que buscar rechazar una esfera con la velocidad de un bólido espacial, de un pitón de un miura.

Esta función requería de un entreno especial basado en perderle el miedo al impacto en la cara, en el abdomen o, peor aún, en aquellas partes pudendas, que deben serlo por el retorcido y agudo dolor que se manifiesta tras el impacto. Me parece de una heroicidad propia de los mártires que saben que su sacrifico puede suponer el triunfo de una gesta colectiva.

Ser suplente es muy distinto a ser sobrero, aunque haya quienes lo confunden. A pesar de tener el mismo papel de sustituir, el sobrero es el rechazado, el que sobra y se guarda por si las moscas. El suplente nunca sobra.

Conocí a un portero suplente que llevaba más de dos décadas con esa condición en el mismo equipo. Había visto pasar hasta diez titulares distintos, algunos incluso con menos capacidades que él. Pero Pacote Jaramillo se había ganado por méritos propios ser una institución en el club, animando desde su indisoluble banquillo o en el vestuario, celebrando con euforia la victoria en la que no pudo participar o jaleando al público para que trasmitiera ánimo a los que luchaban en el campo de una batalla deportiva.

Su marcha no fue triste, sintió que el calor que provenía de su afición fue como la de haber ganado un oro olímpico. A cada uno nos toca al menos una vez en la vida ser un portero suplente, o al menos lo deberíamos. Honor a los porteros suplentes.