Hace mucho que el cine de Quentin Tarantino alcanzó un estatus preeminente dentro del panorama cinematográfico contemporáneo, por su indiscutible capacidad para subvertir los géneros, pero también por su profundo (y orgánico) entendimiento del lenguaje cinematográfico.
Tarantino ha ido construyendo una obra maestra intertextual que, mediante el uso de referencias meticulosas, revitaliza la tradición fílmica, reconfigurando elementos de la cultura pop y el cine clásico en relatos cargados de violencia estilizada, diálogos incisivos y fluidamente elaborados y una estética visual inconfundible.
Una de las claves fundamentales de su importancia y su tremendo impacto radica en su manejo del pastiche y la hibridación de géneros. Filmes como Pulp Fiction (1994) o Kill Bill (2003) cohesionan el cine noir, el spaghetti western y el wuxia, creando un constructo narrativo que oscila entre lo sublime y lo grotesco, entre la exquisitez y la serie b en mayúsculas, de la que se enorgullece al contrario que otros realizadores.
En manos de Tarantino, los géneros se vuelven maleables, y las convenciones cinematográficas son constantemente desafiadas. Algo que no solo lo posiciona como un cineasta audaz, sino también como una enciclopedia andante del cine que comprende cómo deconstruir y reconstituir el lenguaje cinematográfico para hacerlo relevante en el contexto posmoderno.
El subrayable y notable (algo que se ha repetido hasta la extenuación) dominio del diálogo es otro de los ejes vertebradores de su cine. Los personajes de Tarantino son entes dialógicos, cuyas conversaciones avanzan la trama y construyen una atmósfera de tensión, ironía y profundidad psicológica. Este virtuosismo en el manejo del lenguaje hablado dota a sus filmes de un ritmo único, donde la palabra adquiere una musicalidad similar a la de la mejor literatura dramática. De este modo, Tarantino ha reconfigurado la noción de autoría en el cine moderno.
Aunque su filmografía transita entre la violencia estilizada, los diálogos afilados y la intertextualidad cinematográfica, con Érase una vez en Hollywood (2019), Tarantino alcanza una cumbre inesperada (aunque lógica y coherente) en su carrera. No es simplemente una película más en su filmografía, sino una obra que, con una sensibilidad particular, expone las pasiones de su director hacia el cine y la nostalgia por una época artesana, tradicional y analógica que está al borde de la extinción. El filme es posiblemente su mejor trabajo y una de las más bellas cartas de amor jamás escritas para el séptimo arte.
Ambientada en 1969, Érase una vez en Hollywood nos zambulle en una ciudad de Los Ángeles que ya no existe. El espectador es invitado a pasear por las colinas de Hollywood, atestiguar las coloridas marquesinas y cruzar los estudios de cine que antaño definieron la cultura cinematográfica, esa que nos hizo soñar desde la butaca.
Tarantino, quien ha mostrado desde su primera obra un respeto casi reverencial hacia el cine clásico, logra recrear con un detallismo minucioso ese periodo. Sin embargo, más allá de la fidelidad histórica, el director construye una atmósfera cargada de melancolía. La industria está cambiando, y con ella, las carreras de quienes una vez fueron sus estrellas doradas.
En este contexto, dos personajes emblemáticos emergen: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una estrella televisiva cuyo brillo comienza a apagarse, y Cliff Booth (Brad Pitt), su doble de acción y mejor amigo, atrapado en el ocaso de su carrera. A través de ellos, Tarantino nos cuenta una historia de segundas oportunidades, una de las temáticas recurrentes en su filmografía, pero que aquí alcanza una dimensión profundamente humana. Rick y Cliff representan la resistencia contra la inevitable obsolescencia; son los rostros de aquellos artistas que, en la vida real, ven desvanecerse su relevancia. Sin embargo, en manos de Tarantino, también simbolizan la esperanza de la redención.
La inclusión de Sharon Tate (interpretada por Margot Robbie) es especialmente emocional y significativa a la narrativa. Tarantino elige un enfoque arriesgado, pero profundamente respetuoso, al mostrar a Tate no como la víctima del brutal asesinato a manos de la familia Manson, sino como un símbolo de la vitalidad, la chispa y la frescura de Hollywood en su apogeo.
La secuencia en la que Tate asiste a una proyección de una de sus películas es, sin duda, uno de los momentos más tiernos del filme. Tarantino se detiene en los pequeños gestos de su alegría, en cómo observa al público reír con sus escenas. En esa inocencia, hay un tributo a lo que pudo haber sido una carrera floreciente y a la tragedia de su abrupto final. En lugar de revivir la oscuridad que marcó su historia, el director opta por celebrar su vida y la magia del cine. Por supuesto, Robbie está inmensa.
Uno de los elementos más debatidos de Érase una vez en Hollywood es la representación de figuras clave del Hollywood real, como Roman Polanski y Bruce Lee. La presencia de Polanski en la película no es incidental; él, como Tarantino, es otro cineasta que en su tiempo desafió las convenciones de la industria. Aunque su presencia física es limitada, su sombra planea sobre la trama, particularmente por su relación con Sharon Tate. Tarantino, como es habitual en él, nos ofrece una versión idealizada de esta etapa de Hollywood, aunque consciente de las contradicciones de la época.
Por otro lado, la secuencia con Bruce Lee (interpretado por Mike Moh) ha sido objeto de polémica. Tarantino se toma libertades con la representación del legendario artista marcial, pero al hacerlo, dialoga con la propia construcción de mitos dentro de la cultura cinematográfica. Lee, quien fue una de las primeras estrellas en trascender las barreras raciales en Hollywood, es mostrado en un tono irónico, pero también con respeto hacia su legado como luchador y estrella de acción.
Tarantino ha sido siempre un enamorado del western, especialmente de su vertiente europea: el spaghetti western, género que vivió su auge en las áridas tierras de Almería en el desierto de Tabernas. En Érase una vez en Hollywood, esta referencia es explícita.
Rick Dalton, tras el declive de su carrera en los Estados Unidos, viaja a Europa para protagonizar este tipo de producciones, donde los directores italianos como Sergio Corbucci y Sergio Leone redefinieron el western. El amor de Tarantino por el cine de Almería se filtra no solo en la estética visual del filme, sino también en el arco narrativo de Dalton, quien encuentra en ese subgénero una segunda vida profesional. Recomiendo no solo la trilogía del dólar, sino también otros largometrajes menos laureados como El día de la ira o El condor.
Este guiño al spaghetti western no es meramente decorativo; representa el propio viaje de Tarantino como cineasta, quien ha bebido de diversas tradiciones cinematográficas para construir su estilo. Así como los directores italianos reinventaron el western clásico, Tarantino toma los géneros del pasado y los transforma, dotándolos de una modernidad única.
Uno de los temas centrales de Érase una vez en Hollywood es la redención, no solo a nivel personal sino también en cuanto a lo artístico. Tarantino imagina un mundo en el que los crímenes de la familia Manson nunca ocurren, y en el que Rick Dalton, con su glorioso enfrentamiento final contra los asesinos, puede salvar a Sharon Tate. Este final alternativo es un canto a la posibilidad de reescribir la historia a través del arte. Tarantino, consciente de la brutalidad que define muchos de sus filmes, opta aquí por un acto de redención final: el cine, en su capacidad de soñar, puede ofrecer segundas oportunidades, incluso cuando la realidad no las concede.
Con Érase una vez en Hollywood, Quentin Tarantino ha entregado una de las más completas y bellas cartas de amor al séptimo arte jamás concebidas. Una obra que reflexiona sobre el fin de una era y una celebración del poder inmortal del cine para evocar, recrear y sanar. Al igual que Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore o La noche americana de François Truffaut, esta película es un monumento atemporal a la magia del cine manufacturado, un espacio donde las tragedias pueden reescribirse y donde las estrellas, aunque se apaguen, brillan para siempre en la pantalla. Dicho esto, solo podemos dar las gracias al de Knoxville.