Tras unas semanas del desastre causado por la DANA, persiste una sensación generalizada de la gran desconexión entre el sentido común y una parte de la clase política.
Esta pérdida de credibilidad, que curiosamente siempre se origina en su propia irresponsabilidad e incapacidad, sumada a su falta de principios como la lealtad institucional y la cooperación, genera problemas aún más graves: el fomento de movimientos populistas y el cuestionamiento de las administraciones públicas que ellos mismos gestionan. En este artículo, me centraré en este último aspecto.
En España, el número de personas que reciben ingresos del Estado —incluyendo pensionistas, funcionarios, empleados públicos y beneficiarios de subsidios— supera ya la de los trabajadores del sector privado, tanto asalariados como autónomos, con una diferencia de medio millón de personas.
Esta tendencia del mercado laboral puede llevar a una dependencia excesiva del sector público, lo que a largo plazo podría comprometer la capacidad del Estado para seguir sosteniendo estos ingresos.
En un contexto donde la población activa se enfrenta a desafíos como el envejecimiento y la baja natalidad, es fundamental cuestionar si este modelo es el más adecuado para el futuro o es conveniente fomentar la creación de empleo en el sector privado, que contribuya a un crecimiento económico sostenible. Pero, para ello, es esencial contar con políticos capacitados para gestionar adecuadamente las herramientas de nuestras Administraciones, evitando a aquellos que se preocupan más por proteger su propio interés que por satisfacer las necesidades de sus clientes: los ciudadanos a los que deben servir.
También habría que fomentar que buenos profesionales entren en esas instituciones. Porque, contra lo que piensan muchas familias, que promueven la “salida” laboral hacia el empleo público por la seguridad y estabilidad que ofrece, éste presenta una alta temporalidad y cada vez menos gente cualificada quiere hacer oposiciones. Además, muchos de estos profesionales que sí lo hacen, una vez que obtienen su plaza, optan por tomar excedencias. Esto se debe a que el sector privado ofrece mejores salarios para el personal cualificado, lo cual es otro indicador preocupante.
Las administraciones públicas deben desempeñar un papel clave como gestores y vigilantes del interés general, promoviendo la eficacia, la equidad, la eficiencia y la transparencia. Se convierten así en una herramienta indispensable para el buen funcionamiento de una sociedad moderna, contribuyendo tanto a su desarrollo económico como a su bienestar social. Pero debemos ser conscientes de qué tamaño necesitamos de la misma para cumplir con esos objetivos y qué nivel de cualificación profesional deben tener sus gestores.
Porque cuanto más grande la hagamos, más necesitará justificar ese tamaño, lo que acaba repercutiendo, no sólo en aumentar las preocupaciones sobre el gasto público y la sostenibilidad del sistema de bienestar, sino en un exceso de regulación normativa, que les sirve para justificar su propia existencia. Al igual que el cliente debe ser el centro de una empresa, la población de un país debería serlo para la administración y, si no lo es, puede pasar como en Valencia, donde parecía que los voluntarios se autogestionaban sustituyendo su papel.
Karl Marx afirmó que "el Estado no es una cosa, es una relación entre las personas", mientras que Margaret Thatcher sostenía que "el papel del gobierno es hacer que la vida de las personas sea más fácil, no más difícil".
Aunque ambos provienen de ideologías muy diferentes, coinciden en un punto clave: el Estado no debe verse como una entidad aislada de la sociedad, sino como una estructura que facilita la vida de los ciudadanos y crea un entorno favorable para su prosperidad. Lo anterior cobra sentido al recordar un principio fundamental, a menudo olvidado: no son los ciudadanos quienes están al servicio de la administración pública, sino que es la administración pública la que debe servir a los ciudadanos.