“¡Vamos, Andrés, que nos vamos!”, “¡Manolo! Ya pesan los años, ¡Manolo!”, “¡No tienes autoridad aquí!”
El espejo retrovisor es la pantalla de cine donde los actores salen caminando de un lado a otro. Los chalecos reflectantes que adornan su torso son el baile de colores amarillos, naranjas, azules y rosas que decoran la pista de baile. Hablan a voces. Sus risas se entremezclan con los sonidos de puertas cerrándose, ruedas recorriendo el asfalto y golpes. José Manuel apaga el contacto, revisa las hojas de ruta puestas en el salpicadero y coge el chaleco amarillo chillón. Ocho de la tarde. Comienza el trabajo.
El rutero va hacia las compuertas traseras de la furgoneta. Sus alas se extienden y, como la chistera de un mago, dejan ver que no hay nada dentro. Para llenarla no utiliza ningún truco de magia más que el de iniciar un recorrido directo y fijo hacia los carritos. Uno, dos, tres. Va y vuelve. Los paquetes llenan las jaulas. José Manuel coge uno y lo deja caer dentro de la furgoneta sin ningún resquicio de cariño. Coge otro y repite la misma operación. “Así es como se tratan de verdad los paquetes”.
Una furgoneta blanca está aparcada a su lado. Un compañero con el pelo canoso y gafas atadas al cuello se dirige donde está él. En sus manos lleva el mismo carrito azul hasta arriba de paquetes. “¡Qué pasa, Martínez!”. El resto hace el mismo saludo. Donde José Manuel va, es recibido por un “¡Martínez!”, como si no se vieran diariamente de lunes a viernes. Y, aun así, Martínez es aclamado a los cuatro vientos. “A mi mujer tendría que traer para que viera lo que trabajo”. Manolo descansa su cuerpo durante 5 segundos apoyándose en un enorme paquete dispuesto de forma vertical. Su sonrisa no se pierde aun cuando recuerda que aquel paquete no está para apoyarse, sino para guardarlo. “Lo sabe, Manolo”.
“Aquí hay un montón de idiotas y lenguas viperinas”. Andrés entra en escena. Es autónomo, lleva solo siete meses en la empresa, pero ha interactuado lo suficiente con sus compañeros como para soltar una especie de secreto a voces. Porque mientras que las confidencias se dicen susurrando, el trabajo mal pagado se dice gritando. “Ya está este con sus cosas”. Andrés mira a su tocayo gritar. Pitidos de censura. El estereotipo de lenguaje de camionero lo cumple.
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¡Todo esto es una mi…!
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¡EEEEEY!
Todos los compañeros giran las cabezas hacia él y le llaman la atención a coro. Algunos con medias sonrisas y otros con cara de haber estado escuchando ese discurso desde hace días, meses e incluso años. José Manuel menea la cabeza con una sonrisa irónica. “Esto es como el día de la marmota”.
Manolo se mete en la parte trasera de su furgoneta. Mientras trastea los últimos paquetes, el vehículo tiembla con sus movimientos como si se estuviera quejando de la larga noche que le queda. Su dueño sí que sabe lo que es el cansancio. Lleva 40 años trabajando en el mundo del transporte. “Esto está muy mal pagado”. Sale de la furgoneta, cierra las puertas y lleva las jaulas a su sitio. “De día es algo más físico, lo más duro es la noche, por el sueño”. Vuelve al vehículo. “¡Adiós, señores!”. Exclama mientras se mete en la cabina. “¡Buena ruta!”. Le responden al unísono.
Furgonetas blancas y negras van abandonando la instalación. Los carritos azules van quedándose desnudos unos al lado de otros. José Manuel sigue guardando paquetes a diestro y siniestro. Se ha topado con un cartel donde reza mercancía frágil, así que sus movimientos se vuelven más lentos.
“¡Vamos, Andrés, que nos vamos!”. El encargado se pasea con un chaleco azul y dos carritos vacíos. Andrés ha decidido que puede hacerle un poco de compañía a su compañero durante unos pocos minutos. Así que, mientras José Manuel sigue con su tarea, Andrés le habla. De norte a sur y de este a oeste, la furgoneta ya está casi llena. “El viernes no dormí nada, cuando llegué a Almería descansé una hora”. Andrés ya está más acostumbrado a trabajar de noche y ya no se para tanto a dormir, pero sabe que lo primero de todo es su integridad.
“En cinco años me jubilo, que es cuando termino de pagar la furgoneta. No voy a estar aquí hasta los 82”. Andrés es de Almería. Encontró este trabajo “urgente” que le hizo estar viviendo en el cajón de la carga de la mercancía durante una semana y media mientras encontraba una verdadera casa. Para asearse, visitaba las áreas de servicio que están habilitadas con duchas. La promesa de un trabajador innato que ha sido desde albañil hasta agricultor, y que ahora le toca luchar contra la noche.
Quedan solo dos furgonetas blancas en el almacén. Los mozos de almacén van abandonando el lugar. José Manuel se quita el chaleco y arranca. “¡Buena ruta, Martínez!”. Le desea Andrés. La noche solo acaba de comenzar.
La oscuridad es una cúpula que envuelve como un manto la cabina del conductor. Donde gires la cabeza, solo encuentras un enorme vacío indecente, que no es capaz de mostrar una respuesta clara. Al fondo solo hay unas líneas silueteadas que pueden crear el espectro de unas montañas. “Ya se te adapta la visión, como un animal nocturno”. El móvil está sujeto por un soporte debajo de la radio. La brillante pantalla muestra un GPS que sirve más de decoración que de ayuda. José Manuel no pierde ni un segundo de su tiempo en hacerle caso. Doce de la noche. Se frota el ojo, pero su mirada sigue puesta sobre la extensión de las luces cortas.
La noche en la carretera es la cueva de Platón, con su oscuridad, sus sombras y sus figuras. Ahora los camiones son cuadrados de colores rojos que avanzan en manada hacia destinos distintos. Sus esquinas traseras están decoradas por luces rojas que advierten de su enorme presencia. Algunos tienen dos cabinas, otros solo una. “Si se paraliza el transporte, se paralizaría el mundo”. En la pandemia fueron los transportistas los que se encargaban de abastecer supermercados y comercios. Haciendo las rutas y trayectos nocturnos. “Los de larga distancia pierden eventos, cumpleaños, fallecimientos…”. El sacrificio para que en sus casas no falte de nada. José Manuel lleva trabajando desde los 15 años. Desde mozo de almacén a portero de discoteca, cartero y ahora transportista. Pretende jubilarse a los 60, porque sabe que su cuerpo no podrá seguir el mismo ritmo que lleva. “Desde los 15 años hasta los 60, yo creo que ya bastante. ¿Qué me van a restar 80 euros por jubilarme antes de tiempo? Pero voy a vivir”.
Cuando la ciudad duerme, la carretera se convierte en una especie de desfile de moda de furgonetas, camiones y tráileres. Los unen una línea recta y los separan sus diferentes envíos. “Esto va y viene de Barcelona todos los días”. Unos toquecitos al volante orgullosos son la recompensa del vehículo. El rutero hace diariamente casi 1.100 kilómetros totales de Málaga-Castillejo de Iniesta para hacer lo que llaman “un cambio de llave”. Una parada obligatoria en un área de servicio para pasar los testigos entre compañeros. Es un punto estratégico donde los que vienen de Cádiz, Málaga, Sevilla, Huelva y Extremadura hacen los cambios. Las respectivas furgonetas son intercambiadas como si fuesen cromos. Así, los paquetes que son de Barcelona llegan a Málaga y viceversa.
Madrugada fría, carretera sola… Cantaba El Barrio en “Historias de carretera”. Ahora el termómetro marca los siete grados, pero una pequeña lámpara con forma de farolillo da la calidez que falta en el exterior. Eso, y la calefacción. José Manuel empieza a ponerse cómodo. Tan cómodo como la rigidez del cinturón de seguridad pueda permitir. En un compartimento sin puerta donde descansa un plumero y dos rollos de papel, aquella luz ambiental está fija en un tono claro, casi inexistente. Fuera, tan solo hay señales de precaución y de velocidad máxima a 120.
La carretera ha decidido dar un poco de juego y cambiar su curvatura. Una pendiente obliga a los conductores de grandes tonelajes a hacer parpadeos con las luces de emergencia. La señal se divisa a lo lejos. José Manuel se pone unas gafas de pasta negras. Está preparado para enfrentar el reto.
La furgoneta se va acercando peligrosamente al camión. Su altura es casi imponente, la carga que llevará será casi tan excesiva como él. Toca adelantar. No existe mando de juego, las luces son los botones para avanzar. Primero un intermitente a la izquierda. Mirada del conductor al retrovisor izquierdo. Luz verde, no viene nadie. Delante del camión hay dos más. Mantiene el intermitente para que lo vean. Movimiento desprevenido. El camión de en medio se mete en el carril izquierdo, pero José Manuel no parpadea, solo levanta el pie del acelerador. “Tengo que tener siempre la panorámica abierta, adivinar lo que va a hacer cada uno”. Los dos avanzan en esa cuesta infinita adelantando a los otros dos camiones. El jugador “dos” decide abandonar el juego. Vuelve al carril derecho. Fogonazo de luz en el retrovisor. Guiños por parte de los intermitentes del rutero. Traducción: Gracias. De nada.
En la carretera la mayoría son extraños, pero acaban convirtiéndose en compañeros. Un camión se acerca poco a poco al quitamiedos. Vuelve al centro, pero parece querer irse a la derecha otra vez. “Tiene que estar quedándose dormido”. Visualiza y actúa. Mueve la mano izquierda que estaba situada sobre el volante y tira repetidas veces de la palanca. Movimiento de luces que rebotan en los espejos del camionero. Vuelve al centro. Parece que ya no se desvía. José Manuel lo adelanta y sigue su trayecto. “Un rutero nocturno se mató en la ruta Portugal-Madrid, dicen que fue distracción por cansancio”. Ni los horarios ni los descansos están regulados porque no tienen tacógrafos. Además, las empresas de mensajería tienen estipulados horarios que conlleva, por ejemplo, Madrid-Málaga en cinco horas. “Si no llegas, te penalizan tocándote el salario”. Las rutas nocturnas cuentan con la facilidad de que no hay tanto tráfico, y en una época donde el servicio 24 horas empieza a predominar, al final “sales por la tarde y al día siguiente tienes tu envío en la puerta, sin importarles tu integridad física”.
Una y media de la madrugada. Acaba de llegar a la gasolinera para el punto de encuentro. Su compañero ya está allí esperándole y se acerca con la furgoneta que ahora José Manuel se hará dueño. Los paquetes cuyo destino se encuentran en Málaga lo esperan. “¿Qué tal Jaime? Hoy vas a ir cargadito”. Jaime va a llevar los paquetes de Málaga a Barcelona. “Pues allí no ha habido tanta mercancía para ser después de fiestas”. Se dedican pocas palabras, una despedida corta porque mañana se volverán a ver y, al final, el tiempo es oro. Antes de salir, el rutero va a pagar su repostaje y el de su compañero.
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¿Dónde está el del número dos? ¡Me cago en la hostia!
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Se ha ido ya. Te lo pago yo.
El gasolinero, con cara de pocos amigos, acepta el pago de Martínez, pero sigue rechistando en voz baja. “Aquí se va la gente y nadie dice nada”. Los ruteros tienen la manía de terminar de repostar y salirse del surtidor para que lo ocupe el otro. Una economía del tiempo que el trabajador de la gasolinera ya no puede soportar más. Cuando el rutero abandona el lugar, todavía huele a resentimiento.
“Anda que la música de ahora…”. Los 40 principales estaba sonando en la furgoneta hasta que el dedo indignado de José Manuel aprieta otro número. La emisora elegida es Cadena Dial. Parece que el programa Qué falló en lo vuestro le gusta, así que aparta el brazo y deja la voz de una mujer como sonido ambiente. “Muchas veces te acompaña escuchar la vida de la gente”. La protagonista de la noche se aburre de las relaciones pasados los seis meses. Martínez resopla divertido, y mientras bosteza, decide contestarle a aquella mujer como si fuese a escucharlo. “Cuando puedas llevar 30 años hija…”. La radio y los podcás son lo que le entretiene cada noche. Eso, y las llamadas con sus compañeros.
Adelanta a una furgoneta que tiene una larga antena en la parte delantera. “Eso ya no se suele ver”. Antes, los camioneros sintonizaban las emisoras de radioaficionados que se dedicaban a informarlos o a advertirlos. Ahora, la tecnología ha hecho que José Manuel esté integrado en un grupo de WhatsApp de transportistas. Un audio suena. “Buenos días, en la A4 dirección Madrid… Hay un control, levantad el pie”. A pesar de que el sol está disfrazado de la luna, ellos actúan como si tuviesen una jornada laboral diurna, así que, el “buenas noches”, no cabe en su vocabulario. “Hay que engañar al cerebro”. Normalmente suelen notificar si hay incidencias en la carretera o si un compañero le ha pasado algo y necesita ayuda. Cuando están cansados, hacen llamadas grupales para distraerse. Siempre con el manos libres.
La carretera de vuelta a Málaga da la impresión que está más oscura y más solitaria que a la ida. En la otra parte del carril, en sentido contrario, hay unas luces azules oscuras y naranjas fuertes. La Guardia Civil de tráfico y una grúa están parados al lado de un coche. O lo que queda del coche, porque se ha quedado chato. No hay ningún vehículo más alrededor, el impacto ha sido solo. El rutero mira durante un segundo, y vuelve a fijar su vista al frente. “A veces te vence el sueño y ves cosas que no hay. Yo he visto árboles, un champiñón gigante o una persona cruzando”. Tiene puesta la calefacción, pero ha bajado un poco la ventanilla. En la cabina se produce una pelea entre el frío y el calor cuyo premio es llevarse el sueño del conductor. La clave es echarse agua congelada y hacer que el frío le inunde. “Yo he pasado por un sitio y luego no recordaba haberlo hecho”.
Precaución en carretera. Son las cuatro de la mañana y unos paneles luminosos piden amablemente prudencia por las lluvias. Primero fueron unas dulces gotas, pero ahora José Manuel tiene que intentar divisar algún trozo de asfalto porque la mezcla de niebla, lluvia y oscuridad no es muy buena combinación. “No se ve nada, macho”. Las manos firmes al volante y aminora el paso. Ya no es tan importante la llegada del paquete, sino su seguridad. Ya ha pasado lo peor, ahora solo queda el repiqueteo continuo de una lluvia suave.
Una furgoneta se atreve a ir más rápido y lo adelanta. En su parte posterior tiene un cartel imantado donde reza el nombre de Pepe y un tal Babo. El reconocimiento es casi al instante. Casi todos los transportistas tienen su seña de identidad detrás, con sus nombres o el de sus familias. Y al final, pueden existir muchos “Pepe”, pero uno cuya nieta lo reconozca como “Babo” solo hay uno. Martínez permanece detrás suya, le hace una ráfaga con las luces largas y una llamada de teléfono. Es el saludo efusivo de dos antiguos compañeros de trabajo. “¡Qué pasa Pepe! ¡Voy en tu caza!”.
Son las seis en punto de la mañana. José Manuel tarda 10 minutos en llegar al Centro de Transporte de Málaga. Entrega el ticket de reconocimiento de la furgoneta, se abre la valla y ya está dentro. Dirección fija al almacén que dejó atrás hace 10 horas.
Seis furgonetas blancas esperan en su interior. Son los repartidores. Un hombre mayor, de pelo blanco y andares torpes, arrastra como puede un enorme paquete. Luego, coge una jaula hasta arriba de mercancía e intenta meterla. Dos, tres paquetes se caen, pero da igual. Los recoge agachándose con toda la fuerza que su cuerpo le permite, pero sin prisa. “Unos llegan y otros se van”. Seis y veinte de la mañana. Martínez termina de descargar la mercancía y se mete en la furgoneta. Ahora rumbo a su casa.
El locutor de Canal Fiesta actúa como si fuese Robin Williams en Goodmorning Vietnam. “¡Buenos días Andalucía! ¡Abrid las pestañas!”. José Manuel tiene los ojos rojos y entrecerrados, pero la sonrisa no se le va. “En mi caso, buenas noches”.
Marina Luna es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.