"Tienes que morir unas cuantas veces antes de poder vivir de verdad". Charles Bukowski

Si su vida se dividiera en tres, una se la dedicaría a la droga: “La primera vez fue como en las películas, no sabía cómo se hacía, pero lo hice y me gustó”. Así empezó Santiago, de 33 años, “aunque aquí en Málaga todos me conocen como Sayo”, cuenta. Es su nombre real, no necesita pseudónimos porque asegura que es auténtico y su historia merece ser contada. Muchas personas no saben nadar y optan por no meterse en el mar, pero Sayo ha buceado dentro de aguas turbulentas que oscilan entre la perdición y la rendición.

No necesita tragar saliva para comenzar a hablar y sus primeros pasos hacia la perdición fueron a partir de los 16 años: “Empecé a fumar porros a diario hasta que un día mis padres me pillaron y me quitaron mi marihuana. Me volví loco, muy agresivo, rompí cosas de casa y un vecino terminó llamando a la Guardia Civil”. Las dos opciones entre las que se debatía eran quedar en calabozos todo el fin de semana o entrar a Proyecto Hombre. Escogió la segunda y estuvo en el Centro, pero la rebeldía le envenenaba el sentido: “Me negaba a dejar de fumar hasta que un día mi padre me retó: No eres capaz, te van a ganar los porros, me dijo. Me levanté de la silla y juré que los dejaría, aunque solo duré dos meses”.

Desde aquella noche con 18 años en la que se esnifó su primera raya de cocaína, la droga continuó siendo su sombra fiel y el polvo blanco le ganó el pulso a los porros: “Quería ir un paso más allá y le propuse a mi amigo meternos una raya de cocaína, nadie me obligó, yo fui quien lo pensó”. El mundo de ficción en el que se sumergía cuando levantaba la cabeza de la superficie donde preparó el veneno le hacía perder la gravedad y perder el compás de las noches de fiesta: “Al principio vas por la discoteca y te crees el rey o una estrella. Tú estás en tu burbuja, pero muy alejado de la realidad”.

Sayo comenta con decepción, pero con los ojos bien abiertos, las múltiples discusiones que tenía con sus amistades a causa del consumo: “Perdí muchos amigos, me miraban por la calle como a un toxicómano, pero es que es lo que era, porque cuando pierdes el control de tus emociones son las malditas las que te dominan”.

Él juraba a quienes más sufrían con su situación dejarlo cada día, pero, “las promesas de un adicto no valen para nada, aunque yo nunca he ocultado que consumía”, comenta Sayo cuando el problema era ya ungüento en su piel que iba solidificando poco a poco. Como en cualquier caso, la ingesta fue progresiva: “Primero era los fines de semana, luego cuando tenía un día malo, hasta que se convirtió en uso diario, como el aire que necesito respirar para vivir”, cuenta de su proceso de adicción que le llevó a consumir hasta seis gramos diarios de cocaína en los últimos meses de consumo.

El rubio de ojos azules y metro noventa se enamoró perdidamente de Cristina, una chica de Austria que decidió dejarlo todo para vivir en la Costa del Sol: “Era guapísima”. El 27 de mayo de 2013, a punto de comenzar una comida familiar, Cristina y Sayo tuvieron un accidente de moto que separó sus caminos al instante: “Yo amortigüé con una papelera y me rompí el fémur, la cadera y dos vértebras y ella… Cayó en mitad de la carretera, tenía traumatismo craneoencefálico. Falleció”. Los ojos de Sayo se volvieron grises, apagados y no era capaz de mirar más allá de lo que había sucedido.

Sayo en su juventud con Cristina. Cedida

Seis meses en cama y múltiples operaciones sin esperanza que no veían resultado para que Sayo volviese a caminar: “Me decían que jamás caminaría y al final lo conseguí”. Durante la rehabilitación la playa fue su hogar, “es mi pasión, se me olvidaban todos los problemas y me hace sentirme libre. Ahí no tengo limitaciones”. Se lamenta cada día por no haber podido correr desde el El Clínico hasta el Hospital Carlos Haya, donde Cristina respiró por última vez. Sayo le dibujaba corazones en la arena a Cristina, pero el mar los borraba a su paso, como si todo fuera una pesadilla cíclica de la que no puedes escapar.

Mil y una noches sin aparecer por casa, sin saber dónde estaba ni cómo volver a ella: “Los tenía siempre preocupados, solo pensaba en mí”, cuenta recapitulando las pernoctaciones que hacía en su segunda vivienda o en prostíbulos para “no consumir solo, ni siquiera contrataba ningún servicio”. Las palabras de la mujer que le dio la vida marcaron en Sayo una herida que jamás dejó de sangrar a pesar de las gasas con la que la cubría: “Mi madre me dijo que yo era el demonio”, le estaba quitando vida a quien se la dio. El camino estaba siendo como andar sobre el ardiente centro de la tierra, a un solo milímetro del abismo de la perdición: “Sentía que estaba tocando el fondo”.

Con 27 años la cocaína atacó su fondo, destrozó sus entrañas e hizo que Goodpasture se apoderara de su cuerpo. Se trata de una enfermedad autoinmune que tiene el 0,01% de la población, que ataca los pulmones y a los riñones y normalmente se asocia al consumo de cocaína y obliga a quienes la padecen a acudir a diálisis en lo que esperan para ser trasplantados. “Una mañana me desperté escupiendo sangre y fui al hospital. Me hicieron una biopsia de riñón y a los 10 minutos vino la doctora corriendo para ponerme un catéter porque me iba a morir. Fue la primera vez que yo le tuve miedo a la muerte”, relata mientras parece que las gotas de sus ojos van a colmar el vaso de agua que tiene justo delante.

Sayo en una de sus intervenciones en el hospital. Cedida

Después de 11 meses y 2 semanas sin consumir, Sayo retrata como una noche salió de fiesta y, después de un par de copas, “había dos chavales metiéndose cocaína, le pegué a uno de ellos, le quité la bolsa y me la metí”. La culpabilidad le llevó a seguir consumiendo sin control y decidió contárselo a la doctora: “Yo siempre he sido sincero, si me metía lo decía”. Pero esa decisión le llevó a hacerse pequeñito cuando la doctora le comentó que en dos semanas iba a entrar en la lista para trasplantes de riñón: “Se me cayó otra vez el mundo encima”. Seis años fueron los que Sayo alargó la diálisis a causa de su adicción y lamenta como “cinco años de los que pasé en diálisis fueron consumiendo”. La muerte de Cristina, la enfermedad y los ladrillos rotos que veía si miraba hacia atrás lo sumergieron mucho más en el oscuro mundo de las drogas: “Para llevarlo mejor yo tenía que consumir, no sabía llorar”.

El borde del abismo en el que se encontraba se derrumbaba piedrecita a piedrecita, raya a raya. “A raíz de una sobredosis de la que no me acuerdo de nada, lo dejé durante seis o siete meses y después recaí otra vez y bebía mucho alcohol”, comenta. Esto desembocó en una pancreatitis aguda que sometió a Sayo a vivir a base de morfina durante tres días: “Menos mal que a la morfina no me enganché”, ríe recordando lo adictivo que puede llegar a ser este narcótico. La sonrisa duró poco en su rostro porque mientras Sayo se encontraba ingresado, su padre murió de una disección aórtica: “Pedí el alta voluntaria para poder ir al tanatorio a despedir a mi padre, pero los efectos de la morfina y el dolor de la muerte me tenían adormecido”. Ruega cada día el perdón de su padre que asegura que se marchó “con una mala imagen de mí”.

En ese momento en el que tan solo se sostiene con un dedo en el precipicio, la arena que cae le estanca la visión: “Yo era un tío de mierda. Era un hermano de mierda. Era un hijo de mierda. Era un colega de mierda”. Mirar abajo y ver como el agujero negro que tiene bajo él emergía la palabra muerte le hizo sacar fuerzas para coger la mano de quienes lo esperaban arriba: “Un día, a las ocho de la mañana le dije a mi madre: Necesito ayuda”. Tras 6.205 días de consumo, “el 5 de agosto de 2021 entré en un centro”.

Sayo junto a sus padres y hermano Cedida

Como en cualquier parto, son necesarios una madre que empuja con todas sus fuerzas por su bebé y unos ayudantes dispuestos a ensuciarse las manos:

  • Mi madre, mis hermanos y mis primos fueron mis salvadores, les agradezco todos los días seguir a mi lado. Ellos me dieron la fuerza para no abandonar el proceso.

Las terapias se convirtieron en el capote que necesitaba para torear a la bestia de la adicción y asumir que la droga es la causa, pero no solución de todos los problemas: “Antes cualquier sentimiento que había dentro de mí suponía acudir al camello, ahora si estoy triste lloro y me desahogo con mi familia”.

Dentro de la familia se forjan las memorias más preciosas, se comparten risas, se enfrentan desafíos y se escriben las palabras del legado. Sayo deplora el haberse perdido en el vasto escenario de la vida: “Mi hermano menor tiene 21 años, pero desde que nació me ha visto dentro del mundo de las drogas. Ahora es cuando me está conociendo de verdad, sin miedo”. Todos comparten fuerzas para transformar la adversidad en resiliencia, y convertir cada tropiezo en un paso más para llegar a la cima de la superación: “Siempre tengo que estar en guardia porque yo seré adicto toda la vida”.

El día 365 sin consumo se celebró con una llamada del Hospital Carlos Haya para hacerse las pruebas de compatibilidad con un donante de riñón: “Todo salió perfecto y entré a quirófano”, narra mientras presume de la cicatriz que le dejaron el 30 de agosto de 2023 como símbolo de su renovación ¿Qué le dirías a la persona que donó su riñón?

  • Simplemente gracias, le estoy muy agradecido y le rezo todas las noches, esa persona me salvó la vida.

La vida le susurraba a voces que sería feliz, pero que antes de todo le tenía que hacer fuerte. Ahora Sayo es un hombre limpio desde hace 1 año y seis meses, un valiente que lo puede contar: “Hoy puedo decir que estoy en el mejor momento de mi vida, mañana te lo volveré a decir”.

Papá, no vas a creerlo, pero lo logré.

Sayo haciendo la señal de la fortaleza. Cedida

Lucía Serrano es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.