“Llorar es de niñas” o “no llores que te pones fea” son dos afirmaciones que quizá han retumbado en tus oídos miles de veces, que has oído de tus padres o tus abuelos o que, incluso, les has dicho a tus hijos o amigos sin más intención que ahuyentar la tristeza. Expresar las emociones en la sociedad actual todavía sigue implicando debilidad pero, a lo largo de los años, reprimirlas origina un bucle “destructivo fisiológica y psicológicamente”.
Frente a ello, se abre paso la educación emocional. “Igual que vamos al gimnasio para estar en forma, tenemos que apuntarnos a un gimnasio emocional”, ejemplifica Pablo Fernández Berrocal, coordinador del Laboratorio de Emociones de la Universidad de Málaga, un espacio donde además de estudiar los mecanismos de los procesos emocionales y cognitivos, buscan llevarlos a las escuelas o a las empresas para dar pie a una verdadera “revolución emocional”.
Aunque parezca un concepto muy innovador, alumbrado bajo la ola de la salud mental que se ha originado tras la pandemia, el Laboratorio lleva funcionando desde 1996, “cuando nadie había puesto todavía sobre la mesa la importancia de la educación emocional”.
Fernández Berrocal reconoce que la llegada del coronavirus ha supuesto un antes y un después en el área. “Nos ha hecho reflexionar sobre la importancia del bienestar psicológico, ir más allá de la salud física y ver que sin las habilidades y los recursos necesarios, gestionar una situación así no es fácil”, asegura.
“Igual que vamos al gimnasio para estar en forma, tenemos que apuntarnos a un gimnasio emocional”
La crisis sanitaria ha levantado el fino velo que yacía sobre la salud mental y, además de destapar los muchos déficits que había ocultos bajo el mismo, ha disparado todos los esquemas: según los últimos estudios macro, apunta este experto, los trastornos psicológicos como la ansiedad, la depresión o el pánico han aumentado un 25%. “Se calcula que si sumáramos todas las personas afectadas, daría una cifra de unos 53 millones de personas. Eso es como si toda la población de un país como España tuviera problemas psicológicos”, ejemplifica.
A pesar de ello, el problema está en la base del sistema. “Vivimos en una sociedad muy cartesiana, muy intelectualizada o cognitiva”, asegura el catedrático de Psicología, que da un ejemplo para ilustrarlo: “En el sistema escolar, lo más importante es lo académico. Si un chico va bien en los estudios, todo está perfecto; los padres solo empiezan a alarmarse cuando fallan las notas”.
Pero solo tenemos un celebro, “no hay uno para las matemáticas y otro para los problemas”, apunta. “Somos seres emocionales y no podemos evadir esa parte: igual que nos gusta que nos quieran, nos duele cuando nos rechazan. Nos duele físicamente porque se activan las mismas zonas del dolor que cuando nos rompemos una pierna o nos hacemos una herida”, asegura.
Por eso, lo primero que hay que entender es que lo que le ocurre a tu cerebro determina a tu cuerpo o, como sintetiza Fernández Berrocal, “lo que yo estoy pensando cambia la física y la química de mi cuerpo”.
CAMBIO EDUCATIVO
A partir de ahí, este experto en inteligencia emocional defiende que “la escuela tiene que cambiar”. “La universidad vive de espalda a la sociedad, en una Torre de Marfil en la que publicamos, hacemos investigación y todo se queda aquí, pero eso no puede seguir así. La gestión emocional debe ser una asignatura desde infantil y primaria en los colegios”, defiende.
"Igual que nos gusta que nos quieran, nos duele cuando nos rechazan. Nos duele físicamente porque se activan las mismas zonas del dolor que cuando nos rompemos una pierna o nos hacemos una herida"
Las personas aprendemos cómo relacionarnos con nuestros sentimientos de forma espontánea, a partir de las interacciones con las personas que nos rodean o con las experiencias a lo largo de la vida, pero eso no significa que lo hagamos “de forma adecuada”. Para Fernández Berrocal es como aprender un idioma: es posible hacerlo sin una educación forma, pero sería un proceso más lento y quizá al final no se aprende de la forma adecuada.
“Para que el aprendizaje de las emociones sea adecuado, tiene que haber feedback, alguien que te vaya corrigiendo. Los centros educativos que siguen programas de inteligencia emocional frente a los que mantienen una enseñanza clásica, muestran que hay beneficios a corto, medio y largo plazo: los alumnos tienen mejor salud mental y física, son menos agresivos, más empáticos y cooperativos y tienen mejor rendimiento”, asegura.
Conductas agresivas
Un estudio llevado a cabo por el Laboratorio de Emociones y publicado hace unas semanas en la revista ScienceDirect demuestra que los menores que no expresan sus emociones son más agresivos.
A partir de una muestra de 654 alumnos de entre los 9 y los 18 años, Fernández Berrocal y su equipo pudieron comprobar que aquellos que tienen a ocultar sus emociones son más proclives a desarrollar ansiedad o depresión o conductas agresivas.
Por contra, quienes son capaces de revaluar la situación —analizarla desde otra perspectiva, asumirla o buscar su lado positivo— muestran niveles más bajos de agresión, tanto física como de ira.
Llevar esta educación a los centros requiere voluntad política, por una parte, y personal preparado. Sobre lo primero, Fernández Berrocal considera que hay coincidencia entre los partidos. De hecho, la última ley educativa, la Lomloe, incluye la educación emocional como un principio pedagógico y una de las ocho competencias para evaluar la superación de la enseñanza básica obligatoria.
La preparación de los docentes, por contra, es uno de los grandes escollos. “Ahora mismo no hay nadie formado. Los estudios de infantil y primaria tendrían que tener esta formación o un máster que la acreditara. Hay que obligar a las universidades a cambiar los planes de estudios y que los nuevos maestros y maestras tengan en su currículum esa asignatura. Como un B2 o un C1 en inteligencia emocional”, sugiere.
Las últimas propuestas del Ministerio de Universidades para el próximo plan de estudios de Magisterio apuntan en esta línea y abogan por un desarrollo curricular enfocado a cuestiones como la gestión de las emociones o las habilidades sociales y personales.
TRES CLAVES PARA COMENZAR
La educación emocional, sin embargo, no es solo cosa de niños: es extensible a toda la sociedad e imprescindible para lograr el “cambio cultural” que pongan el bienestar psicológico, como en las últimas décadas se ha posicionado el físico, en el centro de los cuidados. ¿Pero por dónde empezamos?
Lo primero, según Fernández Berrocal, entronca con lo mencionado al inicio: no reprimir las emociones. “Tenemos que aprender a escuchar nuestras emociones y no ocultarlas. Si hay cosas que me gustan o no, tenemos que analizar por qué. Tiene que haber un espacio en la familia, en la escuela, con los amigos, con tu pareja para poder expresar lo que uno siente y no sentirse juzgado. La única forma de afrontar, ya sea la ira, el miedo, la tristeza, es aceptándolas y validándolas. Tenemos que darnos permiso para sentir cosas, a nosotros mismos y a los demás”, explica.
Lo segundo es aprender a pedir ayuda “porque a veces las emociones son muy intensas y no somos superman y superwoman. Tenemos que encontrar a alguien que nos guíe para encontrar maneras de gestionar lo que sentimos”.
El tercer consejo del experto es extender el foco de las emociones negativas a las positivas, aquellas que ilusionan o dan tranquilidad. “Detectamos mejor qué nos enfada o nos entristece que aquello que nos hace feliz pero hay que explorar esa otra parte, buscar qué situaciones nos hacen sentir bien. Las emociones positivas barren, arrastran, limpian las negativas”, explica.
El sexo y el porno
En los últimos meses, son constantes las noticias sobre violaciones en la que hay implicados menores. Ahí también reside la importancia de la gestión emocional, según Fernández Berrocal. “Es un fenómeno global que está preocupando muchísimo y que requiere un cambio. La escuela tiene que enseñar los aspectos clásicos y en casa tenemos que tomar medidas, no podemos dejarlo todo a las escuelas”, asegura.
El experto subraya que, en algunos casos, los progenitores viven en un mundo tan ocupado que pretenden “que todo se haga en la escuela y eso no puede ser”. “No es normal que un niño de 10 u 11 años tenga acceso libre a redes y vea porno. El problema es que no tienen experiencia y nadie les ha hablado de sexo. Luego alucinamos con las concepciones que tienen sobre el sexo y la sexualidad unos años después”, asevera.
La adolescencia es la época en la que los menores construyen su imagen física, pero también la imagen psicológica, el quiénes son. “Ahí es cuando hay que enseñar a los niños y a las niñas a conocerse, a poner límites”, asegura este catedrático en Psicología.