Si pudieran elegir, todas desearían no ser las protagonistas. Elegirían no estar en hospitales volcados con una pandemia que se ha llevado por delante a más de 17.000 personas y que no se sabe aún cuando va a terminar. Elegirían poder volver a sus casas cada día sin temor a haberse contagiado o a contagiar a los suyos. Elegirían poder abrazar a sus hijos cada día.
Pero el coronavirus les ha truncado sus deseos y a María, a Rocío, a Jana, a Belén y a Sarah les ha tocado luchar a diario por sacar adelante decenas de pacientes que cada día se enfrentan al virus. Les cuidan, les tratan, les amparan, les consuelan y son muchas veces el único punto de apoyo en una enfermedad que aísla a todos los que la padecen.
Un 55% de los profesionales que ejercen la Medicina en España son mujeres. Estas cinco médicas, de cinco hospitales distintos del grupo Quirón Salud y sus historias, son una pequeña muestra de la batalla que estos días se está librando contra el virus.
María Herrera, jefa de los servicios de Geriatría y Paliativos del Hospital Universitario Infanta Elena
"Hay muchos pacientes que se están muriendo y no les toca. No les toca. Hay pacientes de 80 años a los que a lo mejor les quedaban otros diez años de vida plena. En otras circunstancias, fuera de la situación de pandemia, con una neumonía normal podrían ir a una UVI, podrían recuperarse, pero ahora…" María Herrera (41 años) habla con algo de desolación en la voz. "Mi padre tiene 80 años. Fue médico, es un señor súper activo, da conferencias por todas partes. Le queda mucha vida por delante y no me podría ni imaginar que no fuera candidato a una UVI y se muriera por esta situación. Y como él, hay muchos pacientes así”, resume.
María es jefa de los servicios de Geriatría y Cuidados Paliativos del Hospital Universitario Infanta Elena de Valdemoro. Por su especialidad, a esta doctora le toca de cerca uno de los grupos de riesgo más afectados por el coronavirus: los mayores, muchos de ellos con patologías previas. "Los geriatras sufrimos todos los días por eso", dice.
Todos los días desde que "esta locura" empezó, allá por el 6 de marzo. "Ese fin de semana trabajamos los tres días seguidos, ingresamos muchísimos pacientes y el jefe se contagió". Fue entonces cuando María cogió las riendas de la organización del hospital y se puso al frente. "Había que organizar a todo el personal. Se pusieron malos dos geriatras y dos internistas y había que rehacer el planillo entero. Yo había trabajado con el jefe el fin de semana, me agarré a cómo lo estaba haciendo él y seguí organizándolo porque no dábamos para más", recuerda.
De ocho camas de cuidados intensivos, pasaron a 17 más. El gimnasio de rehabilitación se reorganizó con 16 camas de hospitalización. Cardiólogos y endocrinos, oftalmólogos y demás especialistas abandonaron sus puestos para ayudar en lo que hiciera falta, en una cadena de montaje perfecta. "Unos escriben las historias clínicas, otros 'pasan planta' viendo a los pacientes, otros llaman a los familiares de los pacientes. Fue muy complicado pero es muy bonito ver que todos se implican y quieren ayudar lo más posible".
Desde entonces se han sucedido jornadas de 12 horas y muchos días de trabajo sin descanso. Y aunque lleve semanas sin saber en qué día vive, hay jornadas que María no es capaz de sacarse de la cabeza.
Como esa tarde en la que entró a explorar a una paciente de 87 años que hablaba por teléfono cuando María entró. "Colgó y me dijo que le acababan de llamar de la pista de hielo porque iban a incinerar a su hija, de unos 60 años". Como ese día, María se calla unos segundos al teléfono y respira: "Tuve que parar, se me saltaron las lágrimas, no me podía imaginar tanto dolor. Ella ingresada, su hija ya muerta… ni la pudo acompañar, ni pudo despedirse, es un duelo espantoso. Fui la única persona con la que pudo hablar ese día", recuerda.
En esos momentos los médicos lo son todo para sus pacientes: el profesional que les salva la vida, pero también la mano que les cuida y apoya, el hombro en que desahogarse, la esperanza a que se agarran y que a veces opera milagros. "Él era un señor de 85 años y había llegado muy malito. Tenía patologías previas y no era candidato a la UVI. Como último extremo le tuvimos que poner la máscara de Decathlon. Contra todos los pronósticos fue mejorando, estuvo 20 días conmigo y se fue ayer de alta. Tenía las fotos de los nietos y los bisnietos en la pared y me hablaba de ellos a todas horas, estaba loco por volver a verles, y yo no sabía si iba a poder hacerlo. Cuando le di el alta fue muy emocionante, le aplaudimos, se nos saltaban las lágrimas”, cuenta.
Pese a todo lo que está viviendo, a María se le intuye una sonrisa en cada momento al otro lado del teléfono. "Con la vorágine del día a día estamos muy activos y no nos paramos a digerir esto. Ya veremos qué pasa con el tiempo", explica. "Se llora mucho. Por todo. Porque hay situaciones muy dramáticas, otras porque estás agotado, otras porque quieres que acabe ya, que todo te parece una pesadilla".
El hospital dispuso al equipo de psiquiatría y el de psicología para que atiendan a los profesionales y ellos mismos se ayudan entre ellos. "Hay momentos en los que sales de una planta muy afectado y lo que quieres es desahogarte, contarlo en ese momento y ya está. Entre nosotros mismos nos escuchamos. Un día te toca escuchar y en otro día te toca llorar. Es así".
María tiene dos hijos, una niña de 11 y un niño de siete, y lleva más de un mes sin verles. Su marido es traumatólogo y las jornadas interminables hacían imposible el cuidado de los niños. Cuando los colegios cerraron, "los llevamos con mi suegra y ahí se quedaron". "Les echo muchísimo de menos, hablo por vídeollamadas, me mandan videos, corazones… Me gustaría estar como otras mamás que hacen las tareas con ellos y les acompañan. Yo no puedo. Yo tengo que estar aquí", dice.
En el balcón de la abuela han puesto un dibujo que dice 'Mis papás son médicos', "para que la gente les aplauda más". "Ellos lo están pasando mal también pero lo entienden. Quieren ser médicos como mamá y papá y saben que ahora nuestro lugar está aquí, ya jugaremos en verano", dice.
Ahora, que las altas empiezan a ser más que los ingresos, "se respira un poco mejor en el hospital". Pero aún sin bajar la guardia. "Llevo dos meses sin ver a mis padres y estoy deseando darles un abrazo. Pero hay que aguantar. Sólo un poquito más. Esto pasará".
Rocío Díez, jefa servicio de anestesia de Quirónsalud Madrid
"Empezamos el terror el 16 de marzo. Había muchísimos pacientes en urgencias, se ingresaban hasta 35 pacientes diarios en la planta. Pasamos de una UCI de 14 camas sin ningún paciente Covid-19 positivo a tener, en 10 días, a 25 pacientes intubados por coronavirus. Todos los días había ingresos de pacientes muy malos en la UCI. Fue el caos: cada día más camas, inventar algo para poder dar cabida a todos los pacientes”.
Ante este escenario, Rocío Díez (52 años), jefa del servicio de anestesia de Quirónsalud Madrid, habilitó una segunda UCI para pacientes con coronavirus, transformando la reanimación postquirúrgica con 13 nuevos puestos. "En una pandemia como ésta la crisis son las camas de UCI, porque los pacientes que necesitaban ser intubados y conectados a un respirador necesitaban ir allí. Todos los hospitales hemos hecho lo mismo, hemos convertido nuestras unidades posquirúrgicas en UCI, con mesas de anestesia, respiradores de anestesia y con esas máquinas tratamos a los pacientes".
Por la experiencia de unos y otros se han creado unidades mixtas de trabajo, de intensivistas y anestesistas que se complementan y ayudan. "Intubar, dormir y despertar al paciente lo hacemos todos los días, la parte de ventilación ha sido fácil. Para la parte de tratamiento médico nos estamos apoyando en los intensivistas, seguimos los protocolos que ellos nos dicen", explica Rocío.
Esta médica lleva 21 días seguidos trabajando. Este jueves, cuando atiende a EL ESPAÑOL, es su primer día libre. "La situación está mejor. Ya estamos acostumbrados a vestirnos de buzo, a trabajar en ese estrés, con ese número de camas y con esa situación tan rara. Eso se nota: lo estamos haciendo mejor, damos más altas y lo vivimos de otra manera también. Las primeras dos semanas éramos incapaces de comer. Vivíamos agobiados, perdimos peso, ahora ya he recuperado ese kilo y medio que perdí", dice. "Es así de triste, pero a todo te acostumbras".
Más que costumbre es instinto de supervivencia. "En momentos de estrés siempre te creces y te motivas. No sé si cuando pase esto echaremos de menos esta guerra o estaremos encantados", señala. Lo que sí es cierto es que habrá cicatrices difíciles de curar. "Nosotros no hemos estudiado para hacer de guadaña, eso no se olvida fácilmente", cuenta Rocío. Ir a una habitación a valorar a un paciente, a ver si tiene condiciones de ingreso en una unidad de cuidados intensivos y decirle que no, que no le puedes ofrecer más. Saber que cuando salgas no le queda futuro, por las patologías previas que tiene. Decirle que no le das la oportunidad de luchar es muy difícil”, recuerda.
A un médico se le enseña para luchar una y otra vez por la vida. Para hacer todas las maniobras posibles, para encontrar una luz en mitad de la oscuridad y esta pandemia les ha dejado a muchos con las manos atadas. "Tener que decirle a la familia de una paciente de menos de 70 años que tiene patología previa, que está intubada y conectada, que no puedes hacer nada más porque no evoluciona, que se tiene que morir, cuando hace unos meses lucharíamos bastante más… es durísimo. Porque hace unos meses no tiraríamos la toalla tan pronto".
Allí, donde todos los días se convive con lo peor de esta enfermedad, es también el lugar donde muchos sacan lo mejor de si mismos. "Hay gente que se ha venido muy arriba. Estoy pensando en cirujanos, que en quirófano son muy mandones, con mucho ego y ahora están haciendo medicina interna, ayudando donde hace falta, dando muchos ánimos a la gente", señala.
O médicas jóvenes que han sido madres hace poco y se han ido a vivir juntas a un piso, para aislarse de su familia y no contagiarles y poder seguir trabajando. "A lo mejor dentro de 2 meses, cuando volvamos a la normalidad nos da un bajón y necesitamos llorar, o vacaciones, o estamos tocados… pero ahora mismo la mayoría está sacando lo mejor de si mismo".
Rocío vive con dos de sus cuatro hijos, un chico de 19 años y una chica de 24. El mayor, con 28, se ha independizado y su otra hija, de 26, es veterinaria en Francia. "En mi casa huele a lejía, como en la casa de todos los sanitarios a día de hoy, creo. Lo vivimos de manera poco estresante porque yo no soy muy de ese perfil. Pero tenemos mucho cuidado, claro. El móvil va en una bolsa de plástico. Sales con guantes y mascarillas. Me ducho y me cambio nada más llegar a casa, no les doy besos, mantengo las distancias y persigo un poco las limpiezas… pero comemos en la misma mesa y no nos hemos aislado", cuenta. "Al pequeño ya le he dicho que cuando todo esto pase le voy a llenar de besos. Por lo pronto sólo le regaño a lo lejos", dice riéndose.
Mientras esto dura, Rocío se agarra a las buenas noticias para seguir cada día. "Allí dentro nos reímos mucho, nos animamos entre todos y aplaudimos mucho cuando las cosas salen bien". Como con ese paciente de 37 años, que estrenaba paternidad hace un mes y entró directo a la UCI con el virus. "Llegó malísimo. Le intubé yo y a los 10 días pude extubarlo, Cuando despertó sólo preguntaba por su mujer y su bebé de un mes. Fue memorable".
Jana Hernández, especialista en enfermedades infecciosas del Hospital General de Villalba
"Es un virus con una capacidad increíble de inflamar. En las situaciones graves inflama los pulmones y produce una cosa que se llama distrés respiratorio que es terriblemente grave porque la gente necesita una intubación, un respirador y un traqueostoma que es un agujero en la tráquea para respirar porque no se le puede quitar el tubo ni el respirador en pocos días. Es como si desencadenara en ti una respuesta inflamatoria exacerbada, de tal forma que actúa muchas veces como las enfermedades autoinmunes".
Desde hace poco más de dos meses, el coronavirus tomó cuenta del léxico médico en España. Todo gira alrededor de este virus que puso patas arriba los hospitales y las vidas de quienes lo sufren y quienes luchan por ganarle la partida. "Este coronavirus tiene la capacidad de contagiar a mucha gente en un corto espacio de tiempo y muchos se ponen muy malos. Es explosivo, exponencial, no se da de manera escalonada. Por eso colapsan los hospitales, los médicos, la gente", cuenta Jana Hernández.
Esta médica de 40 años, especialista en enfermedades infecciosas, lidera toda la hospitalización del Hospital General de Villalba desde que estalló la epidemia y, a día de hoy, aún no es capaz de encontrar palabras para describir lo vivido. "Es un desborde físico, mental y emocional. Es algo para lo que no estás preparado es como si de repente estallara una guerra en tu país. No quieres irte de aquí porque te sientes mal de parar de trabajar 5 minutos, la gente está muy mala, todo el mundo está asustado. Es física y emocionalmente agotador", describe.
Tanto, que en algún momento el mecanismo de defensa salta y la manera de protegerse es no pensar y bloquear de alguna manera las emociones. "No tengo palabras, no sé explicártelo. No sé, ni quiero. ¿Para qué necesita saber esto la gente? Tiro porque tengo que tirar y me bloqueo emocionalmente. Salvo cuando nos da por expresarlo entre nosotros que ya te digo que a veces sí que lloramos entre nosotros”, cuenta Jana.
"No lo manejamos de ninguna manera, tiramos, nadie nos prepara psicológicamente para esto. Cómo nos quedemos de la cabeza después de esto es otro cantar y eso creo que lo pensamos todos, vamos a acabar tocados emocionalmente seguro. Tienes momentos de desfallecer, momentos en los que te ríes con risa nerviosa, en que lloras, en que te darían ganas de pegar un grito y salir corriendo pero al final tiras porque hay gente que te necesita". Así de simple.
La palanca de ánimo son los pacientes que sobreviven. "Son ellos los que consiguen salir, tú les ayudas pero son ellos los que luchan y consiguen salir adelante". Esos ayudan a sobrellevar los otros, los que se quedan por el camino. Los dramas que se quedan clavados en la memoria. "Recuerdo una señora de 54 años que salió de la UVI, aún intubada. Y allí se entera de que su padre y su marido se han muerto mientras ella se recuperaba. No sé ni como fue capaz de mantener la entereza. Te pones en su piel y piensas en la que se le ha caído encima, con su hija de 20 años en casa esperándola, sin padre y sin abuelo. Son historias que te convulsionan el alma un poco".
Jana vive en aislamiento relativo desde que empezó la pandemia. "Tengo a mis padres en casa. Les ha pillado el confinamiento aquí y son grupo de riesgo, tienen más de 70 años, por lo que tengo más cuidado con ellos". No les abraza, no les besa, duerme en una habitación separada y come en otra mesa. Lo mismo con sus niños, de cinco y dos años. "Ya saben que a mamá no se le puede tocar cuando llega a casa. Llego, me ducho, me cambio y entonces estoy un poco con ellos". Su marido, internista como ella, “está escayolado por un accidente de tráfico y no puede trabajar". "Sufre un montón porque no puede estar en el hospital, pero está con los niños y eso me tranquiliza también".
Ahora que lo peor parece haber pasado –"quiero creer que sí"- Jana es optimista pero con cautela. "El aislamiento funciona y eso está demostrado. Tenemos que hacer PCR a todo el mundo, ver quién está inmunizado y quién no y permanecer vigilantes”.
Belén Rodríguez, Jefa del Servicio de Urgencias del Hospital Universitario Rey Juan Carlos
Belén Rodríguez (54 años) no olvidará esa madrugada. Eran las 5h30 de la mañana: había ingresado un paciente grave con coronavirus y tenía que informar a la hija. "Hablas a dos metros de distancia, cada una con su mascarilla. Ella llora, se le caen las lágrimas por encima de la mascarilla y me dice: ‘Doctora, por favor, dígale a mi padre lo mucho que le quiero’. Yo en ese momento dije 'No, se lo vas a decir tú'. La vestí de buzo, le dije que no tocara nada y que pasara a decirle lo que tuviera que decirle a su padre".
Lo que parecía una historia dramática más, se convirtió en un final feliz, porque el paciente, de 63 años, salió adelante. "Pero en ese momento, en el que lo estás diciendo a su hija, no lo sabes y es horrible. Lo que más me ha impresionado de esta enfermedad es lo inhumana que es, hace que tengamos que separar a los enfermos de los familiares. La escena de esa hija no creo que se me olvide en mucho tiempo".
La UCI del hospital, que tenía 18 camas, se amplió hasta las 50. De 320 camas de hospitalización en planta, pasaron a 580. Y el planillo empezó a organizarse cada semana según los profesionales disponibles. "Fueron semanas de mucha incertidumbre. ¿Habrá camas? ¿Qué pasará hoy? ¿Habrá hueco para los pacientes? Pero al final logramos organizarnos muy bien", dice. "Al inicio se contagiaron cuatro médicos de golpe y me asusté, pero luego la verdad es que no se contagió nadie más". El material nunca fue un problema: "Nos hemos organizado con mucha previsión y siempre me he sentido protegida", cuenta.
Aún así, el miedo a contagiarse siempre está presente. "Al inicio mucho. Luego se te va olvidando. Pero hay días en que te levantas por la mañana y por momentos no sabes si es el cansancio o si lo tienes. Te pones el termómetro, ves que está todo bien y dices: ’Vale, estoy cansada’. Y vas avanzando”.
Allí dentro todos se ayudan en los buenos y en los malos momentos. "Nos mandamos mensajes positivos entre todos, nos apoyamos y tenemos un grupo de psicólogos a los que podemos recurrir. Además, cada día, el gerente nos manda un mail con la situación del hospital y al final una frase de ánimo. Eso se agradece mucho".
En su casa, el contacto físico se ha sustituido por "pataditas, como digo yo". Su marido, ingeniero, es el que más sufre: "No dice nada pero yo sé que algún día se ha quedado intranquilo, yo tampoco cuento mucho en casa, pero sé que él ha pasado un poco de miedo", reconoce.
Belén tiene tres hijos. El mayor de 21 años, vive en Estados Unidos y las dos pequeñas, de 19 y 16 años, viven en su casa. La relación personal se ha vuelto muy estricta: "Mi casa huele a lejía, me ducho nada más llegar y no tengo contacto físico con nadie. Es duro de llevar pero el objetivo es claro y no hay otra manera. Necesitamos que la gente cumpla el aislamiento, porque necesitamos más tiempo”.
Sarah Heili, responsable de la Unidad de Cuidados Intermedios Respiratorios de la F. Jiménez Díaz
Sarah Heili (44 años) dio positivo por coronavirus, dos o tres semanas después de los primeros casos en Madrid. "Tuve un cuadro similar a una gripe leve. Muy pocos síntomas y muy pocos días, como dos o tres". Tuvo que apartarse de su trabajo, aislarse y cumplir la cuarentena. "Fue lo más difícil porque yo lo que quería era volver a mi puesto de trabajo", cuenta. Al final Sarah tuvo suerte y se curó pronto. "Los síntomas desaparecieron rápido y negativicé la PCR pronto. Me quedé asintomática muy rápido. Y en semana y media estaba de vuelta".
Fueron semanas de mucho trabajo y adaptación. "El equipo gestor de mi hospital se adaptó con tiempo y se reorganizó todo mi hospital. Mi unidad, que era de 8 camas, pasó a 20. Además formamos a mucha gente en cuidados intermedios para que pudieran ayudarnos".
Además de la capacidad de atención médica, les preocupaba el lado humano de la enfermedad: el aislamiento al que vetaba a los pacientes. "Intentamos paliar las medidas de aislamiento entre los pacientes y las familias con tecnología, con smartphones o tablets. Eso ha marcado un antes y un después para ellos".
Cada día, a las 20 horas, Sarah escucha los aplausos y lo agradece. "Es muy emocionante. Se agradece mucho el reconocimiento de nuestro trabajo. Y cada día yo les aplaudo a ellos también", recuerda.
Las medidas de confinamiento se notan y la médica señala que se está viendo una "desaceleración de los ingresos", aunque destaca que es pronto todavía y hay que esperar a que "esta fase se consolide".
A nivel personal Sarah eligió aislarse al 100%. "Desde antes del confinamiento. Llevo como dos meses sin ver a mis padres ni a mis amigos. Vivo sola y por lo tanto lo tengo más fácil, pero no les veo a ninguno desde entonces porque quiero protegerles. Les echo mucho de menos, claro, pero que ellos estén bien es lo que me da paz".