Mafalda no era de esas niñas que estaban “más guapas calladitas”: Mafalda ni siquiera necesitaba ser guapa porque pensaba, y porque pensaba largo, y porque sabía expresar lo que antes había rumiado en su cerebrito. Era una cría contestataria de los setenta, una rebelde de su tiempo y del nuestro, una punk diminuta que no envejeció en cincuenta años de viñetas, que jamás pasó por el aro, que jamás se acomodó al discurso dominante. Un ser lleno de preguntas y de reveses. Puro combate dialéctico. Puro pensamiento diáfano. Siempre cuestionó lo que no hace tanto parecía incuestionable: la maternidad por norma, la guerra como respuesta a los conflictos, la niñez como espacio de inocencia -de la imbecilidad-.
Irónica, corrosiva, directa al pecho como una bala en palabras sencillas. Su personaje nació el 29 de septiembre de 1964 y habitó el lápiz del divino Quino hasta 1973, aunque su leyenda sobrevive tan vigorosa que parece que sacó la cabeza hoy. Su autor dijo entonces que la dejó por cansancio, por no manosear las verdades limpias de la chica, pero quizá hubo algo más: recuerden que cinco días antes de la última tira se produjo la masacre de Ezeiza. Argentina -tres meses antes del golpe de Pinochet en Chile- también acariciaba las violencias, a su manera, de las dictaduras militares de América en los setenta.
Quino diría mucho después, en 2014, y en Montevideo, que si seguía dándole el soplo de vida a Mafalda "me pegaban uno o cuatro tiros". Casi nada. Mafalda dejó de decir cosas nuevas, pero lo cierto es que había dicho lo suficiente, lo cierto es que ya había puesto el dedo en la llaga de varias generaciones: fue una pionera que puso en tela de juicio el papel de la mujer en la sociedad.
Véase esa viñeta maravillosa en la que la cría empieza a preguntar, a voz en grito: “Mamá, ¿vos qué futuro le ves a ese movimiento por la liberación de la muj…?”. No acaba la frase. Empieza a buscar a su madre en el salón, pero no la halla. Hasta que la encuentra debajo del escritorio, reclinada, de rodillas, fregando el suelo. Y acaba diciendo: “Nada, olvídalo”.
Otra: “Aprovecho el día de la madre para saludar a todas las mamás. Y para recordarles a algunas sacrificadas que fregar, planchar, cocinar y todo eso… no quiere decir fregarse la vida, plancharse las inquietudes, freírse la personalidad y todo eso, ¿saben?”. Para merendar.
El pensamiento de Mafalda trascendía al corsé que el machismo le había impuesto a la mujer de la época: no más que un ser dedicado a los cuidados, al hogar y a la reproducción. Ella sabía que había mucho más tras ese sacrificio que muchos llamaban “vocación” u “obligación”. Era una imposición social. Era una manera de minimizar la voz de las hembras. Una manera gratuita de esclavizarlas y de arrebatarles todo reconocimiento, toda opinión, todo prestigio.
Las 'fregonas' de la historia
Realmente transgresora la viñeta en la que Mafalda atiende en clase al dictado en la pizarra de la profesora. Las frases a escribir: “Mi mamá me mima”. “Mi mamá me ama”. Se acerca la niña a la maestra, le da la mano y le dice: “La felicito, señorita, veo que tiene usted una mamá excelente”. Vuelve a su sitio y remata la jugada: “Y ahora, por favor, enséñenos cosas realmente importantes”.
Aquí Mafalda contra la figura de la madre como ente dedicado al amor y a la dádiva; no tan lejos la consigna del momento de esa reciente publicidad de El Corte Inglés que rezaba: 97% entregada, 3% egoísmo, 0% quejas, 100% madre. Vaya porcentajes. ¿Qué queda para una?
En otra escena, Mafalda estaba en la playa acompañada por un hombre que se queda embobado, absorto, contemplando a unas mujeres bañándose. Ella se acerca a la bolsa a coger un clínex y se lo restriega en la cara: “Eh, ¿qué haces?”, pregunta él. “Nada, es que te había entrado un bikini en el ojo”, reprende ella, contra la hipersexualización masculina. “Lo malo de la gran familia humana es que todos quieren ser el padre”, arremetía en otra intervención, al respecto a lo que hoy conocemos como “patriarcado”.
Quino, su dibujante y su ideólogo, era más agudo y más subterráneo que las enormes proclamas, que los gigantes tecnicismos: sin calificar, simplemente describiendo y preguntando, disparaba todas sus balas. No hablaba de “nueva masculinidad” ni de “derribar arquetipos de género”, pero ponía a Mafalda a pelearse con un compañero cuando él criticaba que “dejarse el pelo largo no es de hombre”. Cuando la niña recordaba la figura de las mujeres que ocupaban su vida, pensaba en ellas tejiendo, barriendo, tendiendo la ropa, siempre cuidando los textiles, y se decía a sí misma: “¡Claro…! Lo malo es que la mujer, en lugar de jugar un papel, ha jugado un trapo en la historia de la humanidad”.
Mafalda contra todo
Mafalda contra las cremas de belleza. Mafalda contra la ridiculización de los niños -a los que comparaban en los anuncios de la tele con las mujeres, por su “torpeza”-, Mafalda contra los estereotipos hasta en los juegos infantiles. Ahí cuando echaba la tarde con Susanita y se vestían de señoras, fingían tomar té y conversaban. Susanita decía: “Dígame, ¿tiene algún chimentito sobre qué nos trae la moda para esta temporada?”. Ella decía: “Bueno, según he leído… parece que se sigue llevando mucho la injusticia, claro que con unas bestialidades muy monas, eso sí”. O lo mismo se acercaba a la porra de un policía y expresaba: “¿Ven? Este es el palito de abolir ideologías”.
Quino, por si quedaba alguna duda, se declaró simpatizante de la lucha feminista: “Siempre he acompañado las causas de los derechos humanos en general, y la de los derechos de las mujeres en particular, a quienes les deseo suerte en sus reivindicaciones”, alegó.
De hecho, cuando hace tres años, en la campaña contra el aborto legal en Argentina, usaron a Mafalda como su defensora, Quino montó en armas: “Se han difundido imágenes de Mafalda con el pañuelo azul que simboliza la oposición a la ley de interrupción voluntaria del embarazo. No la he autorizado, no refleja mi posición y solicito sea removida”, subrayó.
Mafalda antifascista
No fue la primera vez que a Mafalda intentaron alistarla los ‘contrarios’ al pensamiento de su autor. En 1985, empezaron a venderse pegatinas de Guille, el hermano pequeño de Mafalda, con la bandera de España con el escudo franquista: café para muy cafeteros. Quino manifestó estar “profundamente molesto”, ya que sus personajes “están a favor de la democracia, y son, desde luego, antifascistas”. Más claro, agua.
“No pasarán”: aquí sí, Mafalda con una enorme pancarta. “¡Orquestas! ¡Si en lugar de tropas el mundo estuviera lleno de orquestas sería una maravilla!”, sonreía en otra. “¿Qué habrán hecho algunos pobres sures para merecer ciertos nortes?”, se preguntaba frente a un globo terráqueo, contrariada. O, en una cola de la enfermería, le decía a la sanitaria: “Venimos por la vacuna contra el despotismo, por favor”.
Igual se ponía de pie en una silla y gritaba: “¡Desde esta humilde sillita formulo un emotivo llamado a la paz mundial! ¡Total…! Parece que hoy en día el Vaticano, la ONU y mi sillita tienen el mismo poder de convicción”. Bofetada a dos manos.
Desde su trazo, Mafalda apoyó, ya casi como un ente propio y autónomo, casi como un símbolo en sí misma y una mujer de carne y hueso, el deseo de algunas amas de casa de estudiar, los temas variados en conversaciones femeninas -más allá de la moda, el marido y los hijos- o la posibilidad de que una mujer fuera presidenta. Quizás esto último es lo único que ha cambiado radicalmente desde entonces.
Mafalda fue libertad, democracia, ecologismo, antiautoritarismo. Quino se va -descansa en paz, amigo-, pero ella seguirá aquí, dando guerra.