En los últimos años, tras la explosión del Me Too y el fortalecimiento del movimiento feminista, ha habido una palabra relativamente joven que se ha incorporado a nuestro vocabulario para definir “la amistad o afecto entre mujeres” o la “relación de solidaridad entre mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento”: sororidad. Aunque es cierto que nunca ha acabado de convencerme, quizá porque viene del inglés “sorority” y éste el latín medieval “sororitas”, es decir, “congregación de monjas” -aunque, a la postre, éste derive del latín “soror”, esto es, “hermana carnal”-.
A la palabra -siempre he pensado- le faltaba picardía. Le faltaba fuerza, arrojo, coraje. El hecho de imaginarme a un grupo de divinas monjas reunidas, purísimas, inofensivas, castas y silenciosas tramando el bien no acababa de inspirarme. También porque el concepto se destiñe cuando se exagera y parece que en nombre de la “sororidad” una mujer no puede mantener un debate intelectual con otra, o no puede contradecirla, o no puede criticar sus ideas y argumentar con otras nuevas.
Si la fraternidad va a arrebatarnos la inteligencia para discutir y la disidencia, apaga y vámonos: qué aburrido se nos queda el patio. Justo queremos un feminismo en conversación constante, un feminismo con intención y de carácter rupturista: qué pesada es la aureola de santas -lo sabemos porque hemos cargado durante siglos la dicotomía de lo único que podíamos ser: madres o putas-. Por eso creo que es hora de reivindicar, sin desdeñar la sororidad, una palabra más juguetona, más luminosa, más salsera y más cómplice: el “comadreo”. El “ser comadres”, el “comadrear”.
Me gusta porque suena andaluza y porque suena vieja, porque suena a patio de corrala, a puchero y a limpio, porque suena humilde y suena protectora, porque está dicha a pie de calle, a pie de barrio, donde se mueven sigilosamente los hilos de miles de mujeres que se ayudan entre sí siendo vecinas, siendo amigas, siendo familia. Esas redes femeninas tan potentes y enigmáticas que nos han traído hasta aquí: la que le hacía la comida a la otra cuando le hacía falta, la que le cuidaba al niño enfermo, la que la ayudaba esquivar los juicios de la familia o el marido machista, la que le vigiló la casa, la que le guardó el secreto, la que la escuchó llorar y le tendió un hombro firme pero cálido.
Los jueves de Comadres
Claro que “comadre”, según la RAE, tiene varias acepciones: puede ser la partera -es decir, la mujer que asiste a la parturienta-, o bien la madrina de bautizo del hijo o ahijado de una persona, o bien la alcahueta -“la mujer que concierta una relación amorosa”- o bien, y aquí está el pastel que me interesa, la “vecina y amiga con quien tiene otra mujer más trato y confianza que con las demás”.
Cómo será la cosa que para celebrar este buen rollo se crearon unas fiestas llamadas en sí mismas “las comadres” -que se celebraban en Asturias pero también en Bolivia, en los departamentos de Tarija y Cochamba, y en Perú, en el departamento de Arequipa- y que tenían lugar en jueves, precisamente el jueves anterior al martes de carnaval. Consistían en que las mujeres se reunieran para merendar, hablar, hacerse regalos entre ellas -desde cestos cosidos, dulces, tortas guirlandas de flores o pavos rellenos-, bailar y gozarlo juntas.
Era una fiesta feminista sin saberlo, porque aunque pertenecen al ámbito de la costumbre y se basaban en tradiciones orales, parece que nacieron en plena sociedad patriarcal romana y que ese día, el jueves de Comadres, era el único en el que las mujeres tenían los mismos privilegios que los hombres. No extrañará al lector que con el paso del tiempo se convirtiese en una fiesta profana.
Un hogar más amplio
“Comadre” también invoca a la madre de alguna de nuestras amigas que en ocasiones ejerce de madre nuestra: esas con las que nos sentamos a hablar y nos aclara el mundo, nos cose a sentencias sabias y vividas, nos reordena la cabeza, nos da de comer y, muy especialmente, nos da el calor de una casa que parece nuestra.
Las comadres son formas, en verdad, de ir creando hogares allá por el mundo, vasos comunicantes de amor y de escucha, de una empatía profunda que nos conecta por la experiencia de ser mujeres y de estar puteadas de un modo similar en una sociedad que nos concede todo derecho legal pero nos sigue poniendo la zancadilla sutil, invisiblemente. Ya lo decía el refrán: “Mi comadre la andadora, si no es en su casa, en todas las otras mora”.
Inevitablemente, hasta la palabra “comadrear” trae una connotación machista, porque significa “contar chismes o noticias de forma indiscreta o con mala intención acerca de las cosas privadas de los demás”, o bien, en Argentina, “conversar de forma relajada sobre temas sin trascendencia”. En el fondo eso es lo que se espera que hagan las mujeres cuando se sientan a hablar: hablar de los demás, malmeter, juzgar. Quién va a plantearse que hablen de sí mismas, de sus problemas y pasiones, de física cuántica si les place, del sexo de los ángeles o de la madurez de las frutas. No.
Se presupone que lo que habla la mujer es malo, porque las mujeres que hablan son peligrosas. Porque están “envenenadas”. Porque piensan sobre las cosas y además lo comparten. La segunda acepción no deja de ser escandalosa cuando se señala que lo que comentan son siempre “cosas sin trascendencia”. ¿Qué va a comentar una mujer si no? ¿Acaso tienen algún poder? Para ellas lo “mono”, lo “naif”, lo “pequeño”, lo “absurdo”. Para ellas las cositas del amor, que siempre ha sido su opio mientras ellos gobernaban -como decía Kate Millet-.
El trapicheo femenino
Compadrear, sin embargo, no se refiere a hombres hablando entre sí de asuntos tontos, sino de “hacer o tener amistad, generalmente con fines pocos lícitos”. Ellos siempre trapicheando, ellos siempre burlando la ley, desafiando a las normas. Mejor dicho: ellos establecen las normas. Ellos siempre sacando el máximo rédito de cada situación. Qué contraste. Por todo eso me parece interesante ampliar el concepto de “comadrear” y reivindicarlo como el trapicheo entre nosotras. El trapicheo para ayudarnos, para desafiar a los que nos intentan hacer daño, para salvarnos de esto y de lo otro y, por qué no, para pasarlo bien.
Me gusta el componente perverso de la palabra “comadrear”. Me gusta también su sentido lúdico y cómplice. Sus cositas tácitas: las que no hace falta decir pero entre nosotras entendemos. Comadreo puro es Volver, de Almodóvar. Comadreo es encontrar a una chica que no conoces de nada llorando en el baño de una discoteca y animarla entre varias, limpiarle el rímel corrido, prestarle tu pintalabios y decirle que es preciosa y que no hace nada llorando por ese mastuerzo, que salga ahí a tomarse una copa y a bailar con su gente. Y, además, sentirte muy bien cuando lo haces, porque realmente te importa. Porque tú has sido ella. Es ese lenguaje finísimo.
Comadreo es salir corriendo a las tres de la mañana hacia casa de tu amiga porque la has notado rara al teléfono. Comadreo es desplegar unidades, quemar las naves, reunir las armas, dejar lo que tienes en la mano porque las tuyas te necesitan. Comadreo, más que sororidad, es aquelarre. Es paganismo y revancha. Comadreo es una asociación secreta a lo largo y ancho del mundo: desde pedir un támpax a una extraña a detener una agresión machista. Aquí estamos. Arriba las comadres.