En Todo eso que no sé cómo explicarle a mi madre (Plan B), la divulgadora sexual Sandra Bravo pone el dedo en las llagas del sexo y del amor, en los pudores y las culpas innecesarios, en las dudas y las convenciones que nos han inculcado y que, terriblemente, nos han hecho sufrir y minimizar y disimular nuestros deseos. “¿Por qué follar más me convierte en peor hija? ¿Por qué debemos las mujeres –y no los hombres– renunciar a la sexualidad, que es una parte tan importante de nosotras? ¿Por qué, como mujeres, se nos aleja del placer?”, plantea en su libro valiente, natural y hermoso.
Viene Bravo a derribar tabúes, a explicar con paciencia, didactismo y frescura -además, con la honestidad brutal de escribir a partir de la piel propia y de la experiencia personal- que las mujeres seguimos sin sacudirnos los estigmas y los conservadurismos del pasado, pese a que, en apariencia, vivamos en una sociedad tan hipersexualizada. El dedo acusador sigue presente. El cuerpo de la mujer cotiza al alza y se cosifica permanentemente, pero, a la vez, el juicio público no cesa. Escribe la autora sobre poliamor, amor romántico, monogamias e hipocresías varias. Ella escucha, alerta, comprende y señala las grietas, todo desde la perspectiva feminista. Léanla.
¿Cuáles son las tres cosas más difíciles que confesarle a una madre -en el terreno sexual-?
Supongo que depende de cada madre e hija. En mi caso y por este orden: que ya no era virgen, que soy bisexual y que me va el sexo no convencional. Esta última parte ha sido la más difícil de todas, sin duda. Porque la virginidad mi madre aceptó que la acabaría perdiendo tarde o temprano (aunque yo no esperara al matrimonio para hacerlo, como ella quería); lo de la bisexualidad mi madre hizo como que no lo había escuchado y siguió leyéndome en clave heterosexual; pero saber que a su hija le gustan las orgías, tiene fetiches “raritos” y le encanta follar, eso no ha podido encajarlo ni creo que vaya a aceptarlo jamás.
¿Cómo viviste el descubrimiento de tu sexualidad bajo una mirada social que censura el placer de las mujeres? ¿Qué experiencias recuerdas y cómo las solventaste?
Yo me independicé con 17 años y eso ha sido clave en la vivencia de mi identidad. Porque en casa de mis padres y en mi pueblo me hubiera sido muy difícil ser quien soy. La norma pesa mucho más en esos ambientes.
La culpa, cuando era adolescente, estaba muy presente, porque era consciente de que estaba haciendo algo que “no me correspondía”, pero al mismo tiempo necesitaba hacerlo. Me hacía feliz experimentar y conocerme mejor sexualmente. Me aportaba mucho crecimiento personal, aunque es cierto que durante muchos años no hice bandera de ello, porque no tenías las herramientas emocionales para hacerlo. Disfrutaba de mi sexualidad “por lo bajini”, por así decirlo, como disimuladamente, pero lo iba haciendo.
Con 20 años me fui a vivir a Alemania y eso me abrió mucho la mente y me quitó mucha culpa de encima. Recuerdo que allí el activismo LGTBIQ+ tenía mucha más fuerza que en España y en mi universidad se organizaban muchas fiestas queer que en aquel momento me hacían volar los sesos en muchos aspectos. Estar en entornos de transformación, de libertad sexual, de respeto, me hicieron ver que no era un bicho tan raro. Y es curioso, pero fui capaz de liberarme antes de esos prejuicios morales entorno al sexo que de los mitos del amor romántico. ¡Eso vendría más tarde!
¿Por qué a los ‘niños’ -hermanos, primos- de la familia se les ha incentivado a ‘echarse novias’ o a ‘ligar mucho’ mientras nosotras siempre hemos recibido el ‘quién es ese, con quién vas, ten cuidado, no te vistas así, pareces una fresca’?
Porque el control de la sexualidad femenina sigue siendo clave para el mantenimiento de una sociedad patriarcal, capitalista y heterocentrada como la nuestra. Si a las mujeres se nos aleja de nuestro placer y de nuestra sexualidad, es mucho más fácil tener nuestras vidas bajo control y conseguir que estemos disponibles para la (re)producción y las tareas de cuidados no remunerados.
Si a las mujeres se nos aleja del placer y de nuestra sexualidad resulta más fácil tenernos a todas compitiendo entre nosotras para intentar cazar a ese hombre bueno -y a poder ser guapo como el de las películas- que nos proteja. Ese medio hombre que nos complementa y a través del cual podremos acceder –ojo al dato- al placer y al sexo, porque los hombres son nuestra vía de entrada a ese terreno de juego (bueno, eso es lo que nos quieren hacer creer).
Y, evidentemente, controlar nuestro placer y nuestra sexualidad y seguir vendiéndonos esa imagen de mujer casta y pura, sometida al hombre, como pase necesario para el matrimonio y, por tanto, para alcanzar esa promesa que nos lanza el amor romántico heteropatriarcal, también condiciona el control de la maternidad y la manera como nos organizamos socialmente. El control no solo se dicta con normas estrictas, sino que con comentarios como esos (“pareces una fresca”), repetidos hasta la saciedad, acabas generando un imaginario colectivo muy concreto y haciendo mella en el comportamiento de las mujeres en su conjunto.
¿Qué tipo de educación sexual recibiste en tu adolescencia y cuál crees que es la que tenemos que recibir?
No considero que haya tenido una educación sexual. Lo que tuve fue acceso a cierta información sobre prevención de ITS o embarazos no deseados: la típica charla extra curricular de unas horas en que un señor desconocido que no sabes ni de dónde viene te enseña a poner un condón en un plátano. Evidentemente, todo desde una lógica monógama y heterosexual.
¡Eso no es educación! A mí nunca nadie me habló de placer ni me dijo que el sexo tuviera más finalidad que la reproductiva. El mensaje parecía ser: “Follar es algo muy serio que solo debes hacer con el futuro padre de tus hijos y por amor. Si no, atente a las posibles consecuencias”. Supongo que pretendían meternos el miedo en el cuerpo para alejarnos de una hipotética promiscuidad generalizada. No sé…
Para mí educar es ayudar a generar pensamiento crítico, y para eso es necesario tener una mirada amplia de la realidad y hacerse muchas preguntas. Creo que las preguntas son mucho más útiles e interesantes que las respuestas. Si educamos a adolescentes, preguntémosles qué necesitan saber, generemos entornos lo más seguros posibles y de confianza para hablar del tema, no demos por hecho que todo el mundo es heterosexual, ni siquiera alosexual. Porque entonces patologizamos de entrada muchas realidades que se escapan de la norma.
Además, eso de seguir creyendo que la educación sexual generaría promiscuidad creo que es ya muy absurdo y que además no tiene ningún tipo de lógica. Tener información te permite disfrutar mejor y de forma más segura, pero no te empuja a hacer nada. Diría incluso que, al contrario, el tabú es mucho más tentador. Lo que se esconde, lo prohibido, apetece mucho más probarlo que los terrenos donde llega la luz del sol.
¿Debemos hablar de sexo con nuestros padres (siendo adolescentes) o nosotros con nuestros hijos; o es mejor buscar esa información en otra parte -donde sea menos pudorosa-?
Yo creo que siempre es bueno hablar de sexo, mientras todas las partes tengan ganas de hacerlo. Según la edad, será necesario adaptar el mensaje al nivel de comprensión y conocimientos de cada persona, pero naturalizar algo que es parte de nuestra condición humana yo creo que solo puede traernos cosas buenas. Si en vez de abordarlo en un entorno de confianza, nos ponemos a buscar en “otro sitio”, creo que ya sabemos donde vamos a acabar la mayoría: viendo porno. Pero el porno mainstream no tiene una finalidad pedagógica. No siempre las fuentes menos pudorosas son las mejores para informarnos sobre sexo, porque la sexualidad es algo mucho más complejo y rico que follar con otra persona.
Una gran pregunta que planteas en el libro: ¿por qué parece que somos peores hijas si somos promiscuas? Casi “una vergüenza” para la familia.
Va un poco relacionado con lo que te decía antes de cómo el sistema controla nuestra sexualidad y nuestro placer. Romper con eso es alejarnos de ese ideal de niña buena, sumisa, virginal… Si a través de la moral, el imaginario colectivo, la publicidad, las leyes... repetimos constantemente que las mujeres “deben” ser de una manera muy determinada y que, quien ose salirse de ahí, será etiquetada como puta, como no válida, como descastada… pues al final acaba calando. Y, claro, ninguna madre quiere que su hija sea señalada con el dedo. Al menos en mi caso, sé que el miedo a que me hagan daño es lo que más mueve a mi madre a rechazar mi sexualidad, porque sabe que a las mujeres como yo se las cuestiona en muchos aspectos.
¿Cómo hacerles entender a nuestras madres que tener una vida sexual activa no nos resta valor como personas ni como mujeres?
No lo tengo muy claro… Si no, mi libro seguramente llevaría otro título. Pero yo estoy haciendo un esfuerzo para que nos entendamos mejor. Cuando mi madre me sale con algún ataque de manual, le suelo preguntar por qué piensa eso en vez de responderle a la defensiva. Normalmente me responde “porque sí” y se calma un poco… La paciencia y comprender el lugar desde el que cada una habla creo que también es crucial. Mi madre me ha dicho cosas que me han dolido mucho, pero sé que son fruto del miedo. Sé que necesita tiempo, y quiero acompañarle en este proceso.
Mis herramientas son la escucha, la empatía y la palabra. Con todo, intento que comprenda que no soy una persona defectuosa ni una mala mujer porque me guste el sexo más de lo que se supone que debería gustarme. Mi madre siempre me ha dicho que ella quiere que yo sea feliz, así que intento hacerle ver que soy feliz, que me siento mucho mejor así que siguiendo unas normas en las que no encajo; que me siento orgullosa de mi identidad y que el problema no lo tenemos las personas que estamos en los márgenes, sino un sistema tan estrecho de miras.
¿Cuál es el mayor tabú sexual que crees que existe ahora mismo en España?
No te sabría decir. Creo que todavía hay muchos. El hecho de que nos siga costando hablar abiertamente de ciertas prácticas, por ejemplo, es una señal de ello. Seguimos viendo el sexo como algo que debe practicarse en su justa medida: ni mucho ni muy poco. Decir que te encanta follar y que no te hagan la broma fácil o te etiqueten de zorra es casi imposible. Pero es que decir que la interacción sexual con otras personas te la trae floja, también es un tabú. Porque en esta sociedad a todo el mundo tiene que gustarle el sexo y saber practicarlo a la perfección. Si no, no molas y eres una frígida o un bicho raro.
Háblame de las ventajas del poliamor.
El poliamor puede tener ventajas para quien realmente esté por la labor de relacionarse de esa manera. Si no, poca cosa te va a aportar. Para mí el poliamor –las no monogamias en general- no es una cosa que vaya de aumentar el número de parejas, sino de cuestionar nuestra forma de relacionarnos y organizarnos socialmente. Seguimos poniendo a la pareja en el centro de nuestra vida y le otorgamos unos privilegios que no le damos a ningún otro vínculo.
Romper con eso, incluso aunque se mantenga la exclusividad sexoafectiva, es lo que creo que sí que aporta ventajas a todo el mundo. Es decir, yo le veo muchas ventajas a valorar y cuidar más a nuestras amistades; a relacionarnos más en red y de una forma más autogestionada, en vez de seguir el mismo patrón de relación de sota, caballo y rey (boda, casa e hijos); a romper con las formas que tenemos de entender la convivencia, la organización y estructura del hogar o aspectos tan importantes como la crianza.
Por otro lado, también pienso que la exclusividad sexual y afectiva es una forma de controlar cuerpos, deseos, placeres y afectos ajenos, así que abandonar ese paradigma (o al menos dejar de pensar que es la manera correcta de amar) también tiene ventajas bajo mi punto de vista. Ninguna persona nos pertenece, pero el discurso de la media naranja es totalmente posesivo. Es una mitad que nos complementa y nos corresponde.
Dicho esto, sin una visión crítica y una buena dosis de feminismo, el poliamor entendido como una multiplicación del número de parejas no aporta ninguna ventaja, sino que multiplica las opresiones que solemos reproducir.
Por ejemplo, si no revisamos algo tan básico como el reparto de cuidados o el machismo inherente en nuestras relaciones, que una mujer tenga dos novios en vez de uno puede suponerle duplicar los cuidados, duplicar esa presión social de tener que ser “la novia ideal” y, seguramente, duplicar las frustraciones, porque te entregas a dos hombres que, con mucha probabilidad, ni renunciarán a nada por ti ni te cuidarán como mereces ni se han parado a pensar en qué es eso de la responsabilidad afectiva. Y es obvio que existen excepciones y que no todas las relaciones son así, pero el sistema patriarcal sigue abocándonos a este tipo de dinámicas. Por eso el poliamor va más de feminismo que de sexo. O al menos para mí, vaya.
¿Por qué somos tan mentecatos e hipócritas de vivir en una sociedad donde casi todo el mundo engaña a su pareja (le pone los cuernos, quiero decir) pero poca gente se atreve a tener una relación honestamente abierta? ¿Por qué da tanto miedo?
Porque desaprender todo lo aprendido sobre el amor –que atraviesa todas nuestras vivencias- requiere mucho esfuerzo. Hemos interiorizado que, si el amor es de verdad, es algo parecido a una fusión cósmica en la que esa otra persona solo tiene ojos para ti, no necesita nada más y quiere pasar cada minuto de su vida contigo. Porque te adora y no puede vivir sin ti… Y lo alimentamos todo con una buena dosis de intensidad y una ausencia total de comunicación de nuestras necesidades y límites, porque tenemos el manual de instrucciones de las relaciones totalmente memorizado. Así que solo es cuestión de seguir los pasos…
Con ese mensaje de fondo, cambiar esquemas, dejar la puerta abierta a que alguien a quien quieres pueda disfrutar de su sexualidad o sus afectos con otras personas es algo que atemoriza a mucha gente, porque no tienen ni referentes ni manual de instrucciones en este sentido. Por eso suelen asociarlo a que eso no es amor verdadero y que, si pasa, es porque tu pareja no te quiere lo suficiente y acabará sustituyéndote a la primera de turno. Ese pensamiento recurrente es obvio que puede dar mucho miedo.
Mucha gente querría vivir “libremente” sus relaciones, pero no es tan capaz de aceptar la libertad ajena. Y creo que por eso muchas parejas se protegen en relaciones monógamas, aunque sea una tapadera. Porque es más cómodo, porque no requiere tanta gestión, y porque asumen que una infidelidad puntual no es tan “peligrosa” como dejar la puerta abierta a una relación que se adapte mejor a nuestros deseos y necesidades conjuntas.
¿Hay algo recuperable en el amor romántico; o todo debe irse a la basura? ¿Por qué?
Las personas que criticamos el amor romántico criticamos esa construcción sociocultural rancia, patriarcal y monógama de los afectos que tiene sus propios mitos asociados (la idea de la predestinación y la media naranja, pensar que tener pareja es lo mejor que te puede pasar en la vida y que sin ello somos seres incompletos, creer que los celos son sinónimo de amor verdadero, etc.) De todo eso no rescataría nada.
Cuidar de tu pareja, regalarle flores o escribirle un poema –actos que solemos entender como románticos- no tiene nada de malo. Pero es que eso no es lo que queremos deconstruir. Como compartí no hace mucho en mi cuenta de Instagram, la crítica al amor romántico no implica el abandono de la ternura. Es cierto que quizá deberíamos encontrar un nuevo lenguaje para que eso quede más claro fuera de los ambientes más activistas. De hecho, autoras como Brigitte Vasallo prefieren hablar de amor Disney precisamente para evitar esta confusión. Y tiene mucho sentido, porque ese término nos genera un imaginario muy distinto que creo que estamos más dispuestas a criticar.
¿Por qué nos ha pesado tanto la culpa cristiana o la mirada conservadora a la hora de desarrollarnos emocional y sexualmente?
Porque nuestra educación está muy impregnada de esos valores todavía. Nos hemos formado con una mirada puritana y negativa de la sexualidad. La lujuria es uno de los siete pecados capitales. Seguimos señalando con el dedo a mujeres sexualmente activas (es una puta, es una fresca, es una calentona…); se nos sigue cuestionando incluso cuando hemos sido víctimas de una agresión sexual o cuando hemos sufrido abusos de poder con una lógica claramente sexista y machista.
Y a los hombres se les enseña que deben ser unos machos alfa; unos expertos amantes siempre dispuestos a empotrarnos contra la pared y llevar la iniciativa en la cama; se les ha hecho creer que cuando decimos que no, en el fondo queremos decir que sí… Con todo esto de serie y en una sociedad patriarcal, sexista y heterocentrada, ¿quién puede desarrollarse emocional y sexualmente de una manera sana?
Ojalá muy pronto nos enseñen a pensar en vez de empeñarse en implantarnos ideas preconcebidas de serie. Ojalá hagamos de las emociones, los afectos y la sexualidad un terreno libre de prejuicios y abierto a la autogestión. Que la ética, la cooperación, la comunicación y el consenso lleguen muy pronto a nuestras vidas, por favor. Y ya que hablamos de mirada cristiana, esta especie de oración que acabo de formular sí que la cerraría con un amén. Para el resto, prefiero quitarle al tilde.