Dice Carmen Rigalt que Noticias de mi vida (Planeta), su último libro -que podrán encontrar desde mañana en sus librerías-, no es un diario íntimo y ni siquiera un diario: “Como mucho, un asistente personal que me ha ayudado a salvar los escollos del tiempo y a recuperar la memoria mientras lo escribía”. A la mítica periodista y escritora hace poquito que le quisieron quitar el bolígrafo de las manos: procuraron retirarla porque le había fallado el corazón, porque el “padre prior” -como ella llama en este libro a Rosell- le arrebató su columna en El Mundo, porque llegó una pandemia y parecía el momento de hacer trinchera en casa y no regresar al olor de la calle, al olor de las cosas.
Y sin embargo, lo que hizo Rigalt fue recuperar la palabra en EL ESPAÑOL y sentarse a escribir este libro activando el ojo de la nuca: aquí reparte leña para todos, empezando por sí misma, cuando reconoce que al inicio de su carrera le echó morro para toda la familia y descorchó el oficio inventándose una entrevista mú salá’ con Paco Ibáñez.
Aquí escruta las últimas décadas de este país convulso y divertidísimo, picaresco y atroz, machista y rocambolesco, sensual y sorprendente siempre, fresco, kitsch, henchido de anécdotas, de vicios, de hipérboles, de amores locos, de traiciones, de buena y de mala gente. Ella estuvo ahí para verlo todo. Y para escribirlo. Y para mantenerse insobornable en un mundillo que aspira a ser mundo donde sobran falos, favores y egos. Para muestra, un botón: en los próximos párrafos recolectamos, de forma inédita, algunas de las reflexiones y vivencias de Rigalt sobre el periodismo, la escritura y los medios que vienen.
1. No sé si llegué antes al periodismo o a los chicos. Ahora no lo recuerdo, aunque quizás el periodismo me mantuvo entretenida por más tiempo. A los chicos, en cambio, enseguida les vi el plumero. En este libro también digo algo sobre ellos. Era el primer año de universidad y sonaba Françoise Hardy. Cada curso tenía su banda sonora. En aquellos años también aprendí el primer bolero. Ahora sé que estaba a punto de enamorarme.
2. No hay piedad entre los periodistas. Ni piedad ni favor. Un periodista no te proporciona un número de teléfono ni borracho. El mundo debe estar a punto de hundirse para que tenga semejante gesto. Este es el libro de una mujer que nació periodista. Empecé haciendo de todo (solo me faltó barrer la redacción) y terminaré volviendo a la nada. Cerca de mí he oído silbar los cuchillos y he visto levitar a famosos como John Lennon o el papa. Entre medias he conocido guerras, sabotajes y ahora pandemias. Pero un día todo será olvidado. La memoria no da marcha atrás. Nada de lo que ha ocurrido en mi vida merece un esfuerzo para ser registrado.
3. Llegué a Pueblo cuando ya traía medio aprendida de Barcelona la lección del estructuralismo. Para mi sorpresa, en Pueblo el listón no estaba muy alto. El jefe tenía cuatro asignaturas preferidas, periodísticamente hablando: el teatro, los toros, el fútbol y el flamenco. Muchos periodistas nos fuimos apañando con esas cuatro asignaturas y así salimos adelante. Predominaban el fútbol y los toros. El folclore, menos. El teatro, sin embargo, era la pasión de Romero. Yo, que me había largado de Barcelona cuando el estructuralismo estaba en alza, me tomé la lección como un reto.
4. Cuando entré en el periódico (septiembre de 1970), los periodistas tenían merecida fama de noctívagos. Yo también era un ave nocturna, y sobreviví en la fauna del famoseo sin hacer amigos. Todavía hoy me pregunto quién me daría los consejos para llegar a puerto indemne. El periodismo es una plataforma muy tentadora para los que quieren promocionarse.
Desde el periodismo se hacen amistades y se acaricia el poder, se obtienen cohechos, se viaja, se vive. Yo tuve muy pocos amigos, no sé si por una cuestión de principios o simplemente por incapacidad para relacionarme. Tal vez fue por ambas razones. Nada más llegar me di cuenta de la importancia que tenía para los colegas hacer amigos famosos. Yo no caí en esa trampa. Siempre me propuse mantenerme indemne.
5. Cuando se fue Emilio Romero llegó Luis Ángel de la Viuda, que no le llegaba a Romero ni a la suela del zapato. De la Viuda soportó mal a todos los que éramos de la cuerda de Romero (Juana Biarnés, Raúl del Pozo, José María García, Raúl Cancio y yo misma) y nos arrambló. En mi caso, no hizo falta que me arramblara: salí echando leches. Ahora que lo pienso, también a mí se me había pegado la chulería.
De noche nos encontrábamos en todos los antros de Madrid, unos bebiendo whisky y otros ligando con gogós y actrices de teatro. Ellos, los reporteros de Pueblo, eran la fauna, y ellas, las gogós de discoteca, eran la flora. Al principio me daba apuro ir con ellos. Al fin y al cabo, yo venía de las monjas mercedarias y de la Universidad de Navarra, y tenía cierta tendencia al aturdimiento, pero también a eso me acostumbré. No había más que seguir la corriente.
6. Emilio Romero me había abierto las puertas de Pueblo y estaba feliz, aunque los compañeros no celebraron mi llegada. Poco a poco hice amigos entre los colegas de la redacción, si bien la gente no era especialmente afable ni estaba por la labor de ampliar las amistades. En nuestro oficio silban los cuchillos y los pisotones están a la orden del día. Si pedías un número de teléfono a un compañero, te decía que no lo tenía, y si alguien detectaba que ibas detrás de un tema, se adelantaba y te lo birlaba.
Las mujeres periodistas resultábamos incómodas (excepción hecha de Pilar Narvión, que era una bendita, y Rosana Ferrero, que gozaba del beneplácito general porque tenía hilo directo con el jefe). He retomado la relación con Rosana tras años de silencio. Ellas, Rosa Villacastín y yo nos vemos cada cierto tiempo para hablar de cosas que nada tienen que ver con el periodismo. Rosana sigue siendo una mujer hermosa. No me extraña que Emilio Romero se fijara en ella.
En la redacción había un grupo de reporteros fanfarrones con los que era complicado mantener relaciones de amistad. O sea, machistas recalcitrantes. Se pasaban la vida ligando e intentando meter mano. De esto me doy cuenta ahora que ha pasado todo, pero entonces vivía en las nubes.
7. Los mejores periodistas eran sin duda los que escribían crónicas de sucesos. Como decíamos en la redacción, al buen periodista se le notaba la valía profesional en la crónica de sucesos. Lo mismo ocurría con los fotógrafos. Un buen fotógrafo era aquel al que no se le movían los muertos, si bien esa máxima no servía para todos. Entre los cronistas de sucesos destacó Julio Camarero, que entrevistó al criminal Chessman poco antes de ser ejecutado en la cámara de gas.
En otro ejercicio de pericia periodística, Julio Camarero, a quien arrestaron en Uruguay por negarle a la policía la localización de unos tupamaros a los que había entrevistado, se tragó la tarjeta que contenía las señas de estos, logrando con ello su puesta en libertad. Camarero era un tipo hosco y algo pretencioso que alcanzó la gloria en el periodismo de la truculencia, del mismo modo que José María García la obtuvo en el mundo de los deportes y Tico Medina en el reporterismo internacional.
8. Pueblo marcó una época que no se repetirá. Ahora entras en un periódico y todos los periodistas permanecen en silencio, como si estuvieran en misa. Antes, el traqueteo de las máquinas de escribir era la banda sonora de la redacción. En cualquier oficina, las máquinas sonaban pacíficamente en manos de las secretarias.
A los periodistas, en cambio, nadie nos había enseñado mecanografía y escribíamos con dos dedos aporreando el teclado. Nuestras Olivetti eran instrumentos de percusión que se desgastaban con medio centenar de crónicas. Una mecanógrafa se diferenciaba de un periodista en que aquella mantenía la espalda erguida y la mirada al frente, mientras que el periodista mostraba una postura casi cómica, con la cabeza inclinada cual penitente y la punta de la nariz rozando prácticamente el teclado.
9. Mi peor recuerdo data de una Semana Santa en la que me tocó vivir un Viernes de Pasión que todavía hoy me produce pesadillas. El personaje a quien debía entrevistar era un hombre al que admiraba, así que el trabajo, lejos de estropear mi día festivo, me sabría a gloria.
(…)
Me ofreció un café; no recuerdo si lo acepté, lo único que recuerdo es que se sentó a mi lado y, antes de que pudiera dirigirle la primera pregunta, se me echó encima. No hubo susto. Hubo disgusto, que es diferente. No entendía cómo un hombre de su categoría, un intelectual de prestigio, o sea, un sabio, pudiera actuar con la urgencia de un quinceañera que siente la necesidad de hacerse una paja. Me levanté dos o tres veces.
Le dije que si no cesaba en su empeño de tocarme me vería obligada a desistir de entrevistarle. Pero él seguía en sus trece. El hecho de sentirse solo en la casa le envalentonaba. Nunca un hombre tan alto ha conseguido caerme más bajo. Estaba fuera de sí, y aunque yo afeaba su conducta, él hacía caso omiso y volvía a caerme encima como un oso. El forcejeo iba a más. No he olvidado su cara desencajada, su mirada suplicante (“bésame, bésame”) y sus torpes manotazos de sobón. Incapaz de seguir peleando, recogí los bártulos y me largué dando un portazo.
Él intentó cortarme el paso (…)
Habría tenido que insultarle, pero no me atreví, como tampoco me atreví a llamar al periódico y contarlo. No entendí su comportamiento, salvo que tuviera muy arraigado el abuso de poder. Lo malo de esta clase de hombres es que, hagan lo que hagan, siempre los creerán a ellos.
10. Los años que transcurrieron hasta mi llegada a Diario 16 fueron disparatados personal y profesionalmente. Por resumirlo en una frase, me aportaron más bien poco. Lo único que tengo realmente claro, eso sí, es la llegada de Pedro J. a mi vida. No sé cuándo lo conocí ni quién me lo presentó, pero el encuentro fue determinante. Yo lo asocio con la llegada del PSOE al Gobierno, en octubre de 1982, una fecha emblemática. De pronto me vi escribiendo crónicas sobre Alfonso Guerra, que era la cara B de Felipe González o el hombre malo del Gobierno, como todo el mundo lo llamaba.
Recuerdo a Guerra porque él fue uno de los primeros temas que me encargó Pedro J. (…) Guerra era una especie de Capitán Trueno en distintas versiones, a cuál más estrafalaria. También él era estrafalario y gustaba de recrearse en sí mismo tantas veces como fuera necesario, que era muy a menudo. Me gustó mucho seguir las huellas de Guerra y reconstruir el personaje como Sherlock Holmes reconstruía los crímenes con la única ayuda de una lupa.
11. Los reportajes más atractivos de LOC (para entendernos: La Otra Crónica) los escribieron Emilia Landaluce y Beatriz Miranda, dos cáusticas de cuidado que en su momento firmaron textos estelares (ahí está Romulado Izquierdo para jurarlo sobre la Biblia). Una y otra competían por ver quién contaba más disparates sobre la alta cuna y la baja cama, que decía Cecilia. El secreto de LOC eran sus contenidos: el corazón y la placenta; los matrimonios, los divorcios, los hijos y los padres. El suplemento tiraba del carro del periódico, lo decía Pedro J., consciente de que en la redacción miraban a los reporteros de LOC por encima del hombro.
12. Los periódicos de ahora están famélicos como galgos. Y los semanarios han muerto uno detrás de otro. La publicidad es un inalcanzable objeto de deseo, y lo demás apenas existe. Hoy, los diarios digitales son la expresión más barata e intangible del nuevo periodismo español.
13. El mito del papel tiene los días contados. Hoy me he tomado la molestia de pesar dos periódicos y entre los dos han adelgazado lo que yo he engordado en una semana de vacaciones en Calpe.