Sigo sin encontrar el quid de la conciliación. Por más vueltas que le doy no puedo con mi súper trabajo, la casa, la compra, los niños, cuidarme, ni siquiera lo consigo con un marido implicado. Nos repartimos el trabajo y, aunque aún estamos en un 70-30, ninguna dudará de quién se lleva la mayor parte de la carga.
En este nivel de responsabilidad, lo de ir al gym es una entelequia, una quimera, una ilusión. Imaginarme en una sala llena de gente transpirando que sigue al ritmo a un monitor cachas es una de mis mayores fantasías en estos momentos. Si pienso en músculos sudados me desconcentro hasta volverme a aquello de las Sombras de Grey. A veces olvido que, con tanto agobio, una ha perdido hasta el derecho a la abstracción mental indefinida.
Estando en eso de la renuncia al ejercicio y al tiempo propio, un día aparece por detrás tu hija, te toca la flaccidez del tríceps y te dice: “Mi-ra ma-má, es-tá blan-di-to-o-o, a ti se te mue-ve y a mí no-o-o…”.
Miras a la niña mientras preparas los rayos catódicos para lanzarlos desde tus ojos y entonces recuerdas que es tu hija, tu razón de ser, vuelves a tu sentido del deber y le dices: “Hija, eso nos pasa a todas las mamás. Cuando seas mayor te pasará a ti”. Y la niña, repelente, te replica: “A mí no, porque voy a ser single y voy a ir al gimnasio”.
¿Single? La palabra abulta más que ella. En ese preciso instante comprendes lo que llevas oyendo toda la vida de que el amor de madre no es comparable con nada, porque la reacción humana lógica habría sido gritarle que si no vas al gimnasio es por cuidar de todos ellos, pero te muerdes la lengua y te callas.
Casi sin pensarlo, me vienen a la cabeza unos brazos torneados, fibrosos y delgados de una mujer que me supera en edad. Es bastante mayor que yo pero nadie lo diría. Siempre que la Reina aparece en público, enseñando tríceps, se convierte en polémica.
Que si los tiene muy delgados, que si más que definidos están musculados y eso no es propio de ella, que si eso es bonito o no. Luego están los que la defienden y un paso más allá, las que la envidiamos, con envidia de esa que no es nada sana, sino que implica una visión revisionista de tu vida a la baja.
Estoy segura de que muchas personas de las que la critican la envidian, al menos, tanto como yo. Esos brazos son el símbolo del esfuerzo y el síntoma de una mejor gestión del tiempo que la que tengo yo y la que tiene la mayoría.
Y, por un momento, sueño con tener unos brazos así, con todo lo que eso implica: inventar el tiempo libre que no existe, tener la fuerza de voluntad de enfundarme en ropa deportiva, sacar de mi presupuesto un pico para un entrenador personal o incrementar ese pretendido tesón e ir realmente al gym con las tres horas de tiempo queresto (cambios+ropa+ducha+ejercicio+desplazamientos).
Abro los ojos y pincho mi burbuja. Ponerme un objetivo así me generaría más frustración, de esa que mi médico dice que vamos a tener que empezar a tratar con “química”, vamos, con ansiolíticos de toda la vida. Aún consigo evitarlos pese a la pandemia y sigo aguantando esta vida mía de delirio permanente “a pelo”. Pero creo que no será por mucho tiempo.
Aún así, sigo pensando en que a esta “cara de acelga” mía, ya saben en el sentido que se le daba en el Siglo de Oro, le sentarían de escándalo los brazos de Letizia.
Y pienso si no será esta Reina un buen motivo para hacerse monárquica, por lo de la admiración, digo: tiene que educar a sus hijas como princesas, tener el pelo perfecto, un armario profesionalizado abierto a la crítica de cualquiera que tenga redes sociales, agenda real, un chubasquero permanente para los ataques y el gossip y unas cuitas con la familia política que trascienden de los puyazos de mi suegra y la ladina y sútil manera de malmeter de la… canalla… de mi cuñada.
Qué pena no poder completar mi cara de acelga con los brazos de Letizia y la lengua de una macarra cuando hablo de mi cuñada. Porque ella es muchas cosas más que una canalla.