"Cara de acelga": la expresión del Siglo de Oro con la que se referían a la cara cetrina y demacrada, después de haber trasnochado o cuando estás agotada, es mi primer pensamiento habitual tras enfrentarme al espejo por la mañana desde que soy madre.
Desde que mis hijos llegaron a mi vida duermo infinitamente menos y soy más verde. Recuerdo los años antes de que nacieran, cuando lucía lustrosa y como recién levantada todo el día. Si tenía que acudir a un evento por el trabajo por la tarde o incluso, por la noche, yo lo tenía todo pensado, calculado, previsto y hasta soñado. Llegaba deslumbrante con el modelazo en el que había pensado desde que me enviaron el save the date y el peinado que me hacía Marcelo, mi estilista, con la foto del vestido que le había enviado por WhatsApp días antes.
Y mi sonrisa, recuerdo mi sonrisa sincera, feliz de estar allí entonando un “porque yo lo valgo” y disfrutando de cada momento: “Hola, ¿qué tal?”, “¡Cuánto tiempo sin verte!”, “¿Quedamos un día?”. Mis labios siempre estaban pintados de un perfecto rojo que jamás se corría. Nada. No se salía ni un milímetro. Con un poco de suerte me iba con un par de teléfonos que me interesaban, hasta algún posible mensaje pícaro, y el trabajo hecho.
Historia. Todo eso forma parte de mi periodo single. Porque aunque yo tuviera a mi chico esperándome en casa para dormir, era como si fuéramos novios. Dos sueldos, gastos compartidos, apartamento ideal de espacios amplios, trabajos absorbentes y planes compartidos y solos con nuestros respectivos amigos. Ahora me suena a película… Cómo vivía, cómo vivíamos… Mejor imposible, aunque yo protestara por las cosas que hoy me hacen sonreír y a veces sintiera el agobio de “no tengo nada que ponerme” con el closet lleno de ropa. Todo estaba limpio e inmaculado y jamás, insisto, jamás, había nada desordenado en ese remanso de paz que compartíamos.
¿Qué ha pasado entre labios pintados de un “perfecto rojo” y mi actual “cara de acelga”? ¿Qué más ha pasado además del tiempo y algunos años?
Pasen, pasen y vean… (intenten leer esto con música circense de esa con la que presentan en las películas a personajes estrafalarios), pasen y vean.
Aquí está "cara de acelga"
Aquí está, frente al espejo, “cara de acelga”, la mujer que puso dos lavadoras en horario eco después de pensar que sus dos niños dormirían toda la noche del tirón, extendió una capa de esmalte tapando los desconchones de sus uñas con una lágrima a punto de salir, planchó un uniforme y se despertó tres veces con el llanto de la pequeña que había tenido una pesadilla; momentos que aprovechó para repasar su exposición de la reunión de la primera hora de la mañana del día siguiente.
Aún me quedan los ánimos suficientes y el sentido de la realidad necesario para entender que cuando sales al ruedo laboral, a la vorágine competitiva que implica el trabajo que paga los gastos de mi casa, a nadie le importa si has dormido bien.
Lo único que importan son los resultados y la sensación de frescura, de estar descansada, ágil, rápida, hábil. Porque no nos olvidemos de que la “cara de acelga” es un síntoma de debilidad y la empatía no es obligatoria. Siempre les digo a mis amigas que no esperen compasión.
Por eso, pese a mi cansancio, suelo buscar los zapatos que mejor me queden con la tonalidad verdosa de mi cara de agotamiento y me enfundo en la mascarilla, que para algo más que para evitar contagios sirve. A veces, una tiene un día espectacularmente brillante en el que se encuentra con gente deslumbrante. Otros, hay que lidiar con la tiranía de quien cree que conciliar es posible y que las mujeres, ahora que somos iguales, nos quejamos de vicio.
Yo, por si acaso, me visto para evitar la condescendencia pesada y humectante de algunos comentarios dañinos. Que nadie piense que espero compasión y que miren mis zapatos intuyendo frivolidad. También hay gente maravillosa, pero esa solo los mira si le gustan. Esa gente maravillosa no tiene prejuicios sobre el largo de mi falda, lo pretencioso de mis gafas de sol, mi raíz de no haber ido a darme las mechas o mis ojeras.