La primera vez que Raquel vio a Nabil fue en una discoteca del centro de Madrid. Fue un amor a primera vista. Pronto descubrió en él a un hombre educado, respetuoso y con sentido del humor con el que compartiría un feliz noviazgo. Recuerda sus largos paseos por el Parque del Retiro de Madrid o sus frecuentes visitas al Museo del Prado. Raquel le enseñaba su cultura y costumbres. A cambio, Nabil la invitaba a su Marruecos natal, un país del que la madrileña se enamoró profundamente, al igual que de su buena familia. Tenía 23 años y creyó haber conocido al hombre de su vida.
Su relación de novios se fundamentó en la comunicación, el cariño, la tolerancia y el respeto. Él, ingeniero industrial de profesión, dejó atrás su país natal para desarrollar su carrera profesional en España y compartir su vida junto a la de Raquel, a quien jamás puso ningún tipo de restricción. Decidieron casarse, enseguida tuvieron dos hijos. “Yo no encontré ningún motivo para que decidiera no emprender una aventura con él”, cuenta Raquel a EL ESPAÑOL.
Tras 20 años juntos, era insospechable que esta historia de amor acabase convirtiéndose en un auténtico infierno. Raquel nunca imaginó que ese padre ejemplar, ese marido cariñoso y atento, se transformaría en un monstruo. A raíz de la muerte de su padre, Nabil, que jamás había rezado ni se consideraba practicante, comenzó a visitar la mezquita de su barrio, la mezquita de la M-30 de Madrid, conocida por la captación de yihadistas. “Para mí era algo completamente normal, era como si yo me fuese a rezar a la iglesia”, explica Raquel.
El cambio fue repentino. El fallecimiento de su progenitor supuso un punto de inflexión en la forma de ser del marroquí. Todo empezó por dejarse barba y por salir a la calle con hiyab, excepto cuando iba a trabajar. Poco a poco, su carácter cambió, se volvió irascible, se aisló de sus amigos, dejó de beber alcohol. En el ámbito doméstico, le prohibió a los niños ver la televisión, le molestaba que su hija llevara falda con el uniforme escolar.
De forma progresiva, Raquel fue testigo de cómo su marido, aquel a quien creía conocer, estaba transformándose en otra persona, en alguien irreconocible. Y así se lo hizo saber: “Ya no escuchas, sólo hablas de religión, ya no sonríes, no quieres salir, sólo regañas a los niños. Has cambiado, ya no eres el Nabil que conocí y del que me enamoré”, le dijo en una ocasión.
Nabil quería hacerle entender que se había dado cuenta de que lo material no tenía importancia, que lo importante era el camino de Dios. Una ideología que ya había calado en el marroquí. En la mezquita conocería a Mohamed El Amin Aabou, quien se encargó de adoctrinarle y presentarle a Lhacen Ikassrien -antiguo preso de Guantánamo acogido por España en 2005- y Omar El Harchi. Ellos se encargaron de integrar a Nabil en la célula yihadista Al Andalus.
Su papel era el de facilitar infraestructuras para el grupo. Su proceso de radicalización no duró más de tres meses. “En las células yihadistas siempre empiezan transmitiéndote valores muy básicos para ser buen musulman. Valores que te enseñan a seguir por el buen camino de la reflexión. Luego aparece la figura del captador, del instructor religioso, el que te traslada las ideas más extremistas y radicales. Por todo ese proceso pasó mi marido”, explica la española.
Un adoctrinamiento que Nabil intentó trasladar hasta sus hijos. Raquel nunca podrá olvidar aquel día en el que llegó a casa después de trabajar y se encontró a su hijo de 11 años pálido. El niño reveló a su madre que su padre le había obligado a ver unos vídeos de cómo se decapitan a los infieles, de cómo se inmolan los jóvenes y de cómo hay que hacer la yihad, porque “eso es salvar a nuestros hermanos e ir al paraíso es lo que Alá quiere”, le dijo el padre a su hijo.
“Yo empecé a notar en los niños que no querían quedarse solos con su padre, siempre se venían conmigo. Un día, mi hija pequeña me llamó con un ataque de nervios diciéndome que fuera corriendo a casa. Cuando llegué, su padre se marchó corriendo pegando un portazo. Jamás supe lo que pasó. A mi hijo mayor lo levantaba a las cuatro de la madrugada para rezar, sabiendo que al día siguiente tenía que ir al colegio”, relata Raquel quien, con el fin de proteger a sus hijos, pensó en divorciarse.
Sin embargo, debido al convenio regulador, aunque a ella le diesen la guardia y custodia, él iba a poder seguir viendo a sus hijos los fines de semana, algo que no podía permitir. “Si mis hijos no querían estar ni cinco minutos con él, imagínate dejarles un fin de semana con una persona así”, explica.
“Fingí una conversión al Islam”
Así, esta madre pensó que si no podía acabar con su enemigo, tenía que aliarse a él. “Decidí fingir una conversión al Islam. Le dije que me había leído muchos de los libros sobre religión que él enseñaba a los niños. Lo hice con el fin de que ese adoctrinamiento viniera hacia mí y dejara así a mis hijos en paz. Y lo conseguí”, explica. “Por fin era de los suyos. Mi hija, que por entonces tenía cuatro años, me dijo que ese día era el más feliz de su vida porque su mamá ya no iría al infierno”, tal y como le había hecho creer su padre.
La española tuvo que someterse a sus ideas y costumbres, quedando subyugada por esa ideología que tiene el extremista radical en el que la mujer no es valorada, en la que el esposo es el que tiene el poder. “Rezaba cinco veces al día, hacía el ramadán, me prohibió prácticamente ver a mis padres; por lo único que no pasé fue por ponerme el pañuelo”, comenta.
Una noche, cuatro coches de policía comenzaron a seguir a la pareja mientras paseaban por la calle. A Raquel le pareció extraño y le pidió a su marido algún tipo de explicación. Nabil se excusó diciendo que a todos los que frecuentaban la mezquita les hacían lo mismo. La española, no satisfecha, quiso conocer la verdad y al día siguiente se trasladó hasta la comisaría de policía más cercana. Entonces, un funcionario le reveló que su esposo estaba bajo investigación. “Yo me quedé helada. No entendía nada. Nunca me lo podría imaginar”, explica.
Desde ese momento, Raquel, de forma desesperada, luchó por cambiar las ideas radicales de su marido. Lo convenció para llevárselo de viaje a Bilbao, lejos del ambiente de la mezquita, con el objetivo de intentar devolverle esa mirada perdida fruto de la enajenación y la crueldad. Pero era demasiado tarde, los esfuerzos fueron inútiles. Así que, resignada, sólo le pidió una cosa: “Que no nos tocasen ni a mí ni a los niños”.
En el año 2014, momento en el que Nabil se radicaliza, Abu Bakr al-Baghdadi implanta el califato islámico. Se hizo un llamamiento a todos los países de Europa para reclutar muyahidines e incorporarlos a Daesh para luchar por sus hermanos. Algunos fines de semana, Nabil se iba junto a otros habituales de la mezquita a la finca del padre de Raquel, en Ávila.
Raquel desconocía lo que hacían allí, más tarde se descubrió que realizaban entrenamientos con armas, tal y como señaló la sentencia. “Él me decía que estaban matando a sus hermanos y que su obligación era hacer la yihad y marcharse a Siria. Yo no sé si mi marido hubiese acabado yéndose a Siria o hubiese acabado atentando”, expresa.
Una madrugada, la Policía Nacional entró en la vivienda en la que vivían Raquel, Nabil y sus dos hijos. “Escuché un golpe muy fuerte. Me asusté mucho. Di un salto de la cama y me dirigí al pasillo. No sabía quiénes eran hasta que vi el escudo de la Policía a través de las luces cegadoras de las linternas. Cuando se entra a detener a un terrorista no se entra a plena luz del día. Mi hijo cogió una catana y les dijo a los agentes que a su madre nadie la iba a matar. Fue muy duro. Comenzaron a buscar por toda la casa todo tipo de información. A Nabil se lo llevaron arrestado”, relata.
La célula Al Andalus sería desarticulada en junio de 2014. Nabil fue detenido junto a otros ocho integrantes por pertenencia a organización terrorista. Otros ocho viajaron junto a sus mujeres a Siria dispuestos a alistarse a lo que más tarde sería el Daesh. La policía supo desde el principio que Raquel no tenía ningún tipo de implicación. Ella fue la única esposa de todos los miembros de la célula que testificó en contra de la misma.
“Yo me dedique a proteger a mis hijos y cuando me llamaron para testificar contra la célula, no dudé”, cuenta Raquel. Sin embargo, todavía no podría separarse de su verdugo. Durante tres años estuvo llevando de forma obligada a sus hijos a los centros penitenciarios para que pudieran ver a su padre. “Él me amenazó diciendo que si no veía a los niños, los mataría”.
Retirada de la patria potestad
En diciembre de 2021, un auto emitido por el juzgado de Familia número 75 de la Audiencia Provincial de Madrid decidió retirarle la patria potestad a Nabil de su hija menor de edad (su hermano ya era mayor de edad). El tribunal alegó que el padre transmitía a la niña “una educación incompatible con la satisfacción de las necesidades afectivas y con su derecho a vivir en un entorno libre de violencia”, tal y como reza la sentencia.
Asimismo, dicha sentencia -pionera en Europa al retirar una patria potestad por adoctrinamiento, radicalización y yihadismo- recalcó que el progenitor les inculcaba a su hijos unos valores basados en “la justificación de la violencia, la falta de respeto a los derechos humanos y, en definitiva, la justificación de atentados terroristas y, consecuentemente, de la muerte de otras personas”. Un año antes, el mismo tribunal rechazó la petición de Raquel Alonso de retirada de la patria potestad.
Al principio, la niña quería seguir visitando a su padre en prisión. Según el tribunal, la pequeña tenía “sentimientos encontrados” hacia su progenitor, al que quería pero, al mismo tiempo, temía. “Yo he llevado a mi hija a ver a su padre a prisión y me he tenido que tragar las lágrimas, nunca he intentado apartarlos”, explica Raquel. Sin embargo, ahora la niña lleva seis años sin ver a su padre. “Cuando le preguntan, la niña (que ahora tiene 15 años) cuenta que su padre murió en un accidente de tráfico. Él tampoco se ha preocupado por sus hijos”, expresa la madre.
Sin embargo, la lucha de Raquel no ha terminado. En rojo tiene marcada en el calendario una fecha que la aterroriza: 16 de junio, día en el que Nabil Benazzou saldrá de la cárcel de Pontevedra -con libertad vigilada- tras cumplir los ocho años de prisión a los que fue condenado por pertenencia a organización terrorista. “Estoy aterrorizada porque ahora no tenemos protección”, exclama.
Una protección que le fue retirada a ella y a sus hijos tras declarar en el juicio como testigo protegido. La Audiencia Nacional consideró su caso como violencia de género y no como víctima del terrorismo, una decisión por la que su abogada presentaría un recurso que sería desestimado en un auto de la Audiencia del 21 de mayo de 2021. “Cuando las amenazas vienen en nombre de Alá, a mi nadie me puede convencer de que es violencia de género”, expresa Raquel.
Una misión con Alá
Durante estos ocho años, Raquel ha sido amenazada en multitud de ocasiones por haber declarado contra la célula a la que pertenecía su exmarido. Ha sido agredida tres veces. Ha sufrido intentos de homicidio por parte del entorno islamista. Tiene interpuestas 52 denuncias. Hace unas semanas recibió una carta en su buzón en la que aparecía un dibujo de una niña a la que cortaban el cuello. Al lado, un texto: "Tu hija tiene una misión con Alá".
El 22 de septiembre del año pasado, Raquel bajó al garaje de su vivienda. Tres encapuchados le pusieron un cuchillo en el cuello. Le propinaron diversos golpes llegándole a provocar un traumatismo cervical y otro craneoencefálico. Durante un mes estuvo recuperándose en el hospital. “Mientras me agredían, me decían que dejara en paz a sus hermanos musulmanes”, relata.
Se ha mudado ocho veces de casa. Otras tantas ha tenido que cambiar a sus hijos de colegio. “A mis niños les decían en el recreo que no querían jugar con ellos porque eran los hijos de un terrorista”, cuenta. Un día, dos hombres con rasgos árabes se presentaron en la puerta del colegio al que iban los niños. “A mi hija la intentaron meter en un coche, la intentaron secuestrar. No lo consiguieron gracias a un amigo mío que medía dos metros y lo evitó”, relata. Desde entonces, sus hijos estudian de forma online.
Aparte de convivir con el miedo constante, también ha sido víctima del estigma social. “Me han despedido de todas las empresas que me han contratado, no puedo encontrar trabajo siendo la exmujer de un yihadista. Un estigma que arrastraré toda mi vida”, comenta.
Ahora sólo pide una cosa: protección para ella y para sus hijos. “Cuando colaboras con la justicia y te has expuesto tanto por ayudar a meter a nueve terroristas en la cárcel, y por ese motivo llevas diez años amenazada, creo que como mínimo las instituciones me deben un mínimo de protección”, denuncia desesperada. Con respecto a la salida de prisión de su exmarido, añade: “Si desde dentro de prisión tiene esta facilidad de conectar con el exterior, imagínate cuando salga”.
Peligro para la seguridad
En la célula Al Andalus había varios líderes, dos de ellos fallecen en Siria. Otro, que se tenga conocimiento, continúa preso en Irak. El líder principal está encerrado en Guantánamo y aún le quedan tres años más de condena por falsedad documental. “Nabil, cuando obtenga la libertad, se erigirá como líder y mártir".
"Este tipo de gente como mi ex marido, cuando toman la decisión de hacer la yihad, no se vuelven atrás. No cejan en su empeño. Perseguirá su objetivo hasta las últimas consecuencias”, comenta Raquel, quien afirma “que de la cárcel salen aún más radicalizados”. “Yo lo vi en el primer juicio, apenas le entendía, perdió casi el idioma estando en prisión. Sólo se relacionan con los suyos”, explica.
Su experiencia vital como víctima del extremismo yihadista la llevaron a fundar la Asociación contra el Radicalismo Extremista y Víctimas Indirectas (Acreavi), una iniciativa que tiene la voluntad de ayudar a cualquier persona que se sienta amenazada por el entorno yihadista, ofreciéndoles mecanismos de detección y prevención.
“Fundé esta asociación con mi propio patrimonio para poder ayudar a otras personas y aportar así mi granito de arena. Todos los días veo cómo los presos por extremismo radical salen con un grado superior, son referentes para los extremistas”, comenta Raquel, quien cree que la libertad de su exmarido no sólo supone un peligro para ella y sus hijos, “sino para la seguridad nacional”, advierte.
Para concluir, quiere dejar un último mensaje de esperanza: “Que después de diez años de lucha, mi historia no termine con un mal titular”.