Hace casi tres décadas Tilda Swinton (Londres, 1960) durmió cada día ocho horas en una caja de vidrio apostada en una galería de arte londinense. The Maybe, se llamó la performance que montó en colaboración con la artista Cornelia Parker, una suerte de puesta en escena moderna de La bella durmiente.
Años más tarde, en 2013, repetiría la acción en el MoMa de Nueva York. La diferencia entre ambas acciones artísticas consistía, no solamente en el tiempo transcurrido y el cambio de ciudades, sino también en que durante esos años Tilda se había reafirmado como una actriz “única”. Este puede que sea un adjetivo peligroso, confuso o hasta tapadera, pero en Swinton resume toda una carrera artística poliédrica, raruna, estimulante.
Lo del sueño -incluyendo la ausencia del mismo- ha sido un tema que le interesa y que ha tocado de diferentes formas a lo largo de su trayectoria cinematográfica. “En Orlando (Sally Potter, 1992) tiene un peso significativo”, se remonta a una de sus más emblemáticas cintas, con la que definitivamente atrapó miradas e hizo que su nombre y rostro no fuesen olvidados para nunca jamás.
El sueño también es un interés compartido con el realizador Apichatpong Weerasethakul, con quien se ha aliado para la realización de Memoria (2021). En esa cinta el insomnio fue un detonador; se aferraron a ese hilo, tiraron de él para transferirlo a la historia, no solo como un hecho, sino también como un estado corporal y mental.
Pero hasta llegar a Memoria, durante 17 años, Tilda y el director tailandés estuvieron colaborando en propuestas artísticas y dándole vueltas a ciertos temas. Conversaciones a distancias, encuentros entrañables, trabajos en colaboración alimentaron la amistad y la complicidad artística.
“Otro germen de Memoria fue la idea de una persona que tiene la sensación de vivir en un limbo, de estar como dislocada en su existencia”, al puzle cuenta que le agregaron otras piezas y la última fue Colombia, donde rodaron la película.
El insomnio lo han padecido ambos, “te lleva a un estado de extrañeza, a veces te preguntas si eres un fantasma que deambula, otras si eres una sombra”, describe la actriz, productora y directora.
Memoria representa una manera de trabajo que Swinton pone en práctica cuando se dan las condiciones, como lo es la colaboración con el director o directora desde la idea misma. Lo hizo con su amigo Derek Jarman en los 80, cuando eso de ser actriz era todavía una posibilidad etérea después de haber aparcado la poesía (que fue el motivo de haberse matriculado en la universidad).
Con Jarman terminaría convirtiéndose en intérprete y rodando ocho filmes, todos muy vanguardistas y transgresores, al punto de “ser recibidos con indignación”, dice en tono travieso.
Las metamorfosis
Del universo de superhéroes al cine de mediano presupuesto, de Disney a producciones independientes y experimentales, Tilda Swinton se pasea a gusto y se siente a sus anchas. Poniendo en práctica en cada una de esas posibilidades una de sus tantas habilidades, como lo es la transformación.
Se ríe cuando repasamos todos esos roles para los que se sometió a una metamorfosis; desde el anciano en la franquicia Dr. Extraño, el doble rol de Lucy y Nancy Mirando en Okja (Bong Joon Ho, 2017), la Bruja blanca en Las crónicas de Narnia (2005, 2008 y 2010) o la Madame D. en Gran Hotel Budapest (Wes Anderson, 2014). Siendo el más extremo el viejo Dr. Klemperer que encarnó en Suspiria (Luca Guadanigno, 2018).
Sin embargo, al interpretar a Jessica Holland (su personaje en Memoria), cayó en cuenta de que deseaba retomar lo que ella llama “personajes sin máscaras”, esos que están prácticamente al desnudo, que asume sin ninguna prótesis facial o corporal, con el mínimo de maquillaje. Así eran la madre desesperada en Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011) o la abogada Karen Crowder en Michael Clayton (de Tony Gilroy, 2007), rol premiado con un Oscar.
“No es que me embarque en lo que sea, tengo que sentir que hay algo que me dé juego, que esté vivo y que sobre todo sea auténtico, porque esa autenticidad se puede lograr aunque te pongas dientes postizos”, argumenta. “He tenido un largo periodo de tiempo en el que me interesé mucho en usar esas máscaras, en someterme a transformaciones, pero ahora mismo estoy interesada en dejarlas de lado”.
Fuera de la pantalla, las máscaras en Tilda Swinton tienen varios significados. El de la celebridad, cuyo físico es reconocible adonde quiera que vaya, es uno de ellos. Sin embargo, rompe con esa creencia.
“Si no me hubieran arreglado el pelo esta mañana, seguro que nadie me hubiese reconocido”, asegura riendo, “por supuesto que hay algo reconocible a nivel visual, ‘¡ah, mira! Así se ve en persona’, pero en mi pueblo perdido en los confines de Escocia, donde me conocen mis vecinos desde hace 20 años, puedo llegar a ser invisible, cosa que no negaré que disfruto”.
No obstante, cuando Tilda se despoja de la máscara de la celebridad y queda solo la mujer, la invisibilidad a la que suelen estar condenadas las mujeres es un motivo de análisis.
“Existe una diferencia entre ser invisible, no ser percibida y la percepción vaga, poco fiel o errónea que se tiene de nosotras”, analiza. “Estoy segura de que para la gran mayoría de las mujeres ser malinterpretada es casi peor que ser invisible, porque te ves en la tesitura de tener que luchar arduamente contra esa concepción tergiversada”.
Ante esa situación, Tilda Swinton dice que “las mujeres tenemos que mostrar fortaleza, luchar, plantar cara y declarar ‘¡no, eso que piensas de mí no es lo que soy!’. Personalmente, preferiría ser invisible a que me perciban como alguien que no soy en realidad”, admite.
Siendo una figura icónica, trae a colación el tema de la imagen predominante de las mujeres en la industria cinematográfica.
“Cuando empecé a trabajar en el cine era muy consciente de que la gente que vemos en la pantalla no se parece a mí”, relata sonriente, “por lo que siempre ha sido necesario desconectarme de las proyecciones de los demás, ya que te marcan y hasta cierto punto te hacen sentir impotente”.