Llevamos una semana con el corazón encogido, invadidos por la tristeza, con una mezcla de indignación, pena y rabia. Enganchados a la tele, a los medios, al teléfono, a las redes… A veces, no es fácil escribir cuando tienes esta mezcla de emociones porque no quiero hacerlo desde la rabia, pero tampoco desde la compasión.
Todos, cada uno de nosotros podríamos ser uno de los afectados por la DANA, haberlo perdido todo, vivir durante una semana abandonados, desamparados y en la incertidumbre más cruel: la de no saber si tu familiar o tu amigo está vivo o sepultado bajo un tetris imposible de coches, lodo y escombros.
Siento que no puedo ni debo callar porque en demasiadas ocasiones nos autocensuramos por posibles represalias, por líneas editoriales o por continuar instalados en lo políticamente correcto. Estamos ante una tragedia humana, social y económica sin precedentes en la que son ya cientos de muertos, centenares de desaparecidos y, posiblemente, miles porque no nos cuentan la dimensión real del desastre. Pueblos devastados, hogares y negocios destruidos, pérdidas millonarias, vidas acabadas, historias truncadas y, en pleno siglo XXI, hambre y sed.
Emociona la solidaridad de esas cadenas humanas de voluntarios limpiando, recaudando y llevando víveres, dinero, pañales, medicamentos, vehículos... Y una vez más el periodismo, tan denostado últimamente, es el que nos ha mostrado la realidad con reporteros a pie de barro narrando los sonidos y los silencios de la tragedia junto con la sociedad civil, que ha puesto en evidencia que nuestra clase política está a años luz de sus ciudadanos y sobre todo de sus problemas.
Será porque están tan acostumbrados a mentirnos y a que nunca pase nada que han considerado que esta vez era otra más y que tenían el poder de jugar con las vidas como si simplemente fueran votos de un color o de otro.
Se ha popularizado estos días la frase de "el pueblo salva al pueblo" y creo que estamos cayendo en el peligro de "romantizarla", no podemos ni estamos preparados para hacerle el trabajo a las instituciones. Ante un desastre de esta naturaleza, nos ha estallado en la cara un Estado fallido que no asume el mando, que no coordina las labores, que utiliza el drama para hacer política, que no afronta su responsabilidad y que, cuando está sobre el terreno, huye. Cuando es una emergencia y la ayuda se necesita de verdad, no se pide sino que, por obligación, se da. Han vivido en sus propias carnes el fango, la crispación y los enfrentamientos que cada día se encargan de cebar desde sus sillones.
La única institución que ha estado a la altura han sido los Reyes de España, que lejos de huir se quedaron escuchando, acompañando en el dolor y abrazando a un pueblo desesperado, arriesgando su integridad y la de sus escoltas; demostrando empatía y humanidad, pidiendo disculpas. Imborrable la imagen de la reina Letizia repitiendo entre lágrimas "lo siento, lo siento, lo siento". Tenían claro que ellos no eran los protagonistas, ni las víctimas.
Deseo que despertemos y esto suponga un antes y un después porque esta vez no vale olvidar. No podemos fallarles a tantos conciudadanos que han sido abandonados, quienes han perdido todo hasta arrebatándoles su dignidad y privándoles de manera inhumana hasta de lo más íntimo: encontrar, velar y despedir a los suyos con honor. No pueden caer en el olvido todas esas personas que han perdido la vida y esas otras que quedan y se encuentran perdidas en sus propias vidas.