Soy amante de la mesa puesta. No solo de su estética —manteles cuidados, cristalería reluciente, vajilla con historia—, sino del ritual que representa: un espacio sagrado donde comer trasciende lo funcional y se convierte en conexión y memoria compartida.
En mi hogar, la mesa era un ancla diaria. Nadie comía antes de que mi padre llegara, y durante una hora, el comedor se llenaba de conversaciones ligeras, logística familiar y, sobre todo, vínculos. De niña, me frustraba la espera; hoy veo ese ritual como un legado invaluable.
La mesa no es solo un lugar donde se come; es un altar que honra el alimento y celebra la unión. En mi casa, ese ritual sigue vivo: mis hijos montan la mesa con libertad y orgullo, y juntos celebramos cada elección, cultivando gratitud y creatividad.
Sin embargo, este hábito está desapareciendo, perdiéndose entre pantallas y prisas. La mesa puesta no requiere lujos, solo voluntad de honrar lo esencial. En esta Navidad, redescubramos este altar cotidiano y su poder para reunirnos, conectar y dar sentido a lo que realmente importa.