Violeta Valdés es una periodista especializada en moda y belleza que periódicamente plantea temas controvertidos en su cuenta de Instagram. “Abramos ese melón”, dice siempre antes de presentar el asunto a debatir, y su formato tiene tanto éxito que “el melón” ha pasado a ser ya casi un nuevo género de las redes sociales.
Recientemente, Violeta escribió lo que sigue a continuación: “Durante los últimos días he estado tratando de comprar un biquini. Lejos de encontrar uno que me convenciera, el proceso solo me ha servido para advertir que vivimos bajo el imperio de la braguita brasileña… Había diseños tradicionales, de los que cubren por completo el trasero, sí, pero no tallas, y de haberlas, los diseños parecían concebidos para un público bastante más maduro. Y así fue como yo, que tengo un cuerpo bastante normativo (aunque nada tonificado), me enfrenté por primera vez al incómodo momento de no encontrar NADA”.
Su perfil se llenó enseguida de decenas de mensajes de seguidoras que venían a confirmar lo que todas sabemos en cuanto entramos en un probador: comprarse un biquini se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en un auténtico infierno. Lo más sorprendente es que no resulta un infierno solo para las menos agraciadas según los cánones estéticos imperantes, sino también para aquellas mujeres que, como Violeta, son jóvenes, altas y delgadas.
¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué sentido tiene diseñar prendas que aparentemente buscan crear malestar a sus potenciales consumidoras?
Paseando por Madrid me asalta desde una marquesina la campaña publicitaria de una firma de lencería en la que la cantante Lola Índigo luce un biquini naranja, perfecto para estarse quieta todo el día, porque desplazarse con esa braguita mínima desde la tumbona al chiringuito se me antoja como un suplicio. Menos mal que unos pasos más allá, en un quiosco, atisbo la portada de julio de la revista Telva, en la que la modelo Fanny François luce un sencillo bañador negro. ¡Aleluya!
La incursión del bañador negro esta temporada como orgulloso competidor de los biquinis exiguos se la debemos a Carlota Casiraghi. Hasta ahora, elegir esa prenda tan clásica para ir a la playa era un gesto como de abuela, una rendición en toda regla, pero ya se sabe que si en algo son expertas las integrantes de la familia real monegasca, es en pasarse por el forro lo que los demás puedan pensar de ellas.
A principios de este verano, un paparazzi fotografió a Carlota en la Costa Azul con un bañador negro tan simple que, por tener, no tenía ni aros, y la imagen copó las webs femeninas de estilo de vida de medio mundo. ¿A qué viene tanto furor? Yo diría que detrás del bañador de la Casiraghi y de todo este asunto tan superficial hay en el fondo un mensaje potente, y es el de que ya está bien de que a las mujeres nos hagan sentirnos mal hasta para remojarnos en el mar.
Lo explicó muy bien Inès de la Fressange, que de elegancia y personalidad sabe un rato, en su libro La Parisienne: “Nunca oirás a una parisina quejarse de que su falda es demasiado corta, su vestido demasiado ajustado o sus zapatos demasiado altos. El secreto del buen estilo es sentirte bien con tu ropa”.
Mientras apuro esta columna suena el timbre de casa y un mensajero me entrega un paquete en el que figura como remitente Laconicum, una tienda online de belleza en la que las reseñas de cosméticos son tan cuidadosas que más bien parecen reseñas literarias. Dentro de la caja encuentro un obsequio de prensa, una bolsa de tela en la que han impreso el siguiente mensaje: “La celulitis no se quita”.
Me parece un buen recordatorio para esta época del año y agradezco que sea precisamente una empresa dedicada a vender productos de belleza la que tenga la honestidad suficiente para remarcar esa verdad inapelable: no hay ejercicio, tratamiento o crema que erradique la piel de naranja, por mucho que el marketing diga otra cosa.
Estoy a punto de tirar la caja de cartón de Laconicum a la basura cuando descubro que dentro de ella hay algo más, una tarjeta en la que se recuerda una norma de oro de la escritora Zadie Smith: “No pasar más de quince minutos al día, en total, delante del espejo”. Cumplir esa regla en verano es más fácil de lo que parece; únicamente hay que hacerles un corte de mangas a los biquinis faltos de tela y meter en la maleta un bañador como el de Carlota. Negro, liso, sencillo, fácil. Que estamos de vacaciones, por Dios.