El cuerpo sin vida de Annie Chapman apareció el 8 de septiembre de 1888 en un patio cercano a Hanbury Street, en el londinense barrio de Whitechapel. Era la segunda mujer asesinada por el enigmático Jack el Destripador. Todavía se descubrirían tres cadáveres más. Unos días después, el señor Edward Fairfield, un veterano funcionario de la Oficina Colonial que residía en una elegante y aristócrata zona de la ciudad, escribió una carta al periódico The Times en la que lamentaba estos crímenes. Pero no sentía las muertes de las "viciosas habitantes" del East End, sino que mujeres como ellas, "rotas", "caídas" —es decir, prostitutas— pudiesen mudarse a su exclusiva manzana. Aquellos eran los valores patriarcales y burgueses de la sociedad victoriana.
Las víctimas del Destripador respondían, según una versión superficial imperante, a un mismo canon: el de féminas sucias, malhabladas y que se ganaban la vida vendiendo su cuerpo. Nadie pareció comprender que eran personas, que detrás había una historia, una vida. Fairfield se hubiera llevado una enorme sorpresa al conocer que Annie Chapman había pasado muchos años en su barrio, a apenas quince minutos de su casa; incluso que había recibido una educación muy superior a los niños de familias trabajadoras y que tuvo en sus manos el acceso a la tranquilidad y comodidad de la clase media si no llega a ser por el alcohol.
Una tragedia vital como las de Mary Ann Polly Nichols, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly, las otras presas del misterioso criminal. "La vida de estas mujeres no era simple, y la prensa sensacionalista del siglo XIX no estaba dispuesta a contar la historia completa a lectores como Edward Fairfield. Tampoco ninguno de los editores o los periodistas que cubrían esta historia consideraban necesario o que mereciese la pena detenerse mucho en las biografías de las víctimas. Al final, a nadie le importaba quiénes eran o cómo habían acabado en Whitechapel". Esa reflexión la vierte la historiadora Hallie Rubenhold en su obra Las cinco mujeres, que ahora traduce al español Roca Editorial —en librerías el 8 de octubre—.
Un libro que se sale del carril de la fascinación por Jack el Destripador, cuya leyenda se aviva constantemente con documentales, novelas, películas y hasta óperas, y pone el foco en descubrir la verdadera identidad de sus víctimas: féminas sin recursos, desfavorecidas, analizadas bajo los férreos códigos morales de la época, pero no todas prostitutas. Según la investigación de Rubenhold, al menos tres de ellas nunca llegaron a ejercerla y de una cuarta no existe la certeza, derribando uno de los grandes mitos de la historia del crimen.
"En el momento de los asesinatos, la idea de que 'Jack el Destripador era un asesino de prostitutas' contribuía a reforzar esos códigos morales que dictaban lo que estaba bien y lo que estaba mal. Sin embargo, a pesar de lo que se dijera en 1888, esta idea repetida carece de sentido hoy en día. Sigue siendo el único hecho sobre los asesinatos que se da por sentado, pero, en realidad, no existe un mínimo estudio", asegura la historiadora británica, enfatizando en que estas mujeres fueron "hijas, esposas, madres, hermanas y amantes". "Fueron mujeres. Fueron seres humanos. Eso, sin duda, debería ser suficiente".
Las cinco descuartizadas
La primera víctima del famoso asesino fue Polly Nichols, nacida en un entorno de miseria y golpeada por las desgracias desde bien pequeña —con 7 años perdió a su madre y hermano por tuberculosis—. A los 18 se casó, teniendo seis hijos y una vida ciertamente estable hasta que su marido inició una relación adúltera con otra mujer. En aquel entonces, dicha cuestión solo podía ser esgrimida por un hombre para lograr el divorcio. Su única salida era entrar en un asilo, abandonando a su familia y entregándose a la pobreza, lo que la convertía en alguien inmoral —también sexualmente—.
Más tarde intentaría un nuevo comienzo en solitario, sobreviviendo malamente gracias a algunas labores domésticas esporádicas. "Pudiera o no mantenerse con el trabajo de lavandera o de limpieza, la idea de una mujer en edad de procrear viviendo y disfrutando de una vida de soltera era un anatema en la época victoriana, fuera cual fuese su clase social", escribe Rubenhold. Convertida en una vagabunda alcohólica sin techo ni recursos económicos, fue asesinada en la noche del 31 de agosto de 1888.
La bebida también truncó la biografía de Annie Chapman. Hija de un soldado de caballería del Segundo Regimiento de Guardias de Corps y criada en espantosos barracones, contraería matrimonio con un cochero privado, un puesto privilegiado para los trabajadores de la servidumbre. El alcohol la alejó de su familia #cuatro de sus ocho hijos murieron al poco de nacer por patologías relacionadas con el consumo— y fue a parar al marginal barrio de Whitechapel.
"Aunque Annie era, según los criterios del siglo XIX, una mujer 'rota' y 'caída', no era una prostituta. Nunca perteneció a un burdel ni tuvo un chulo. (...) Al igual que habían hecho en el caso de Polly Nichols, las autoridades empezaron la investigación a partir de un prejuicio: Annie 'tenía' que ser prostituta, una afirmación que desde entonces guio la marcha de sus pesquisas, así como las actitudes e interrogatorios del tribunal del juez de instrucción", relata la autora.
La historia de Elizabeth Stride, asesinada el 30 de septiembre de 1888, es bastante diferente, aunque guiada también por los preceptos morales de la época. Nacida en el seno de una familia sueca de granjeros, se fue a trabajar como sirvienta a Gotemburgo, donde se quedó embarazada. Para las mujeres, aquello era un delito; mantener relaciones con las doncellas, una escena normal y despreocupada para los hombres. La empujaron al "registro de la vergüenza" al colocarle la etiqueta de prostituta. Por si no fuera suficiente la acusación, su hija nació muerta y a ella le diagnosticaron sífilis, una enfermedad que se creía que tenía su origen en las trabajadoras del sexo.
Elizabeth fue forzada a abandonar su país y se estableció en Londres, donde se casó con un fabricante de muebles. Abrieron un café pero las cosas les fueron mal, mudándose a Whitechapel. Los tentáculos del alcoholismo también atraparían a la tercera víctima de Jack el Destripador, detenida en esta última etapa por prostitución, embriaguez y escándalo público. Un simple embarazo la expulsó de una vida relativamente cómoda a la miseria del East End londinense y a las garras de un sádico hombre.
Esa misma noche apareció muerta Kate Eddowes, también alcohólica pero cuya trágica vida añade un nuevo elemento: la violencia machista. Su marido, un buhonero con el que vagabundeaba, le propinaba constantes palizas, justificadas por la mentalidad victoriana al considerar que tenían "un efecto disciplinario", desvela Rubenhold: "Kate entró y salió de asilos y de sus patios en al menos seis ocasiones. La detuvieron por embriaguez y desórdenes públicos; la enviaron a la cárcel de Wandsworth durante catorce días. En cada ocasión, incluida la de su encarcelamiento, se llevaba a alguno o a todos sus hijos con ella". Sus últimos años los pasaría durmiendo en pensiones de mala muerte o portales de callejuelas, donde la asaltaría y descuartizaría su asesino.
La última presa de Jack el Destripador fue Mary Jane Kelly, la más enigmática de las cinco mujeres por los pocos detalles que se conoce de ella. La historiadora desgrana que esta fémina tenía una educación reservada a la clase media-alta y que sí ejerció la prostitución para clientes de estas esferas elitistas. Tras lograr zafarse de los enredos de uno de estos caballeros que la abocaban a una trata de blancas continental, tuvo que asentarse en el barrio de Whitechapel. Nuevamente, la bebida marcaría sus últimos años de vida. Fue asesinada en su habitación en la noche del 9 de noviembre de 1888.
"Hoy en día, solo hay una razón por la que seguimos creyendo que Jack el Destripador era un asesino de prostitutas: porque apoya a una industria que ha crecido en parte gracias a esa mitología", concluye Rubenhold. "La idea de que las víctimas eran 'solo prostitutas' trata de perpetuar la creencia de que hay mujeres buenas y malas; madonas y putas. (...) En el fondo, la historia de Jack el Destripador es de un odio profundo y permanente hacia las mujeres; nuestra obsesión cultural con la mitología solo sirve para normalizar esta particular clase de misoginia".