A mediados de septiembre de 1914, seis semanas después del estallido de la I Guerra Mundial, Louisa Garrett Anderson y Flora Murray se subieron a un tren en la estación Victoria de Londres y pusieron rumbo a Francia, donde iban a montar su propio hospital de emergencias para atender a los soldados heridos en el frente. La primera, de 41 años, hija de la pionera de Reino Unido en ser incluida en el Registro Médico, era cirujana cualificada; mientras que su compañera había trabajado como doctora y anestesista.
Pero más allá de las camillas, los bisturís y las enfermedades, a ambas las unían sus simpatías por las suffragettes, la escisión radicalizada del movimiento sufragista que incluso llegó a atentar contra el premier David Lloyd George. Luisa llegó a ser arrestada y condenada a seis semanas de trabajos forzosos en prisión en 1912 durante una marcha a través del West End londinense, propiciada por los insultos de un parlamentario, en la que las manifestantes rompieron ventanas con martillos y piedras.
Pero la situación se transformó con la guerra. El Gobierno británico liberó a todas las suffragettes encarceladas, que se contaban por centenares, y se les dijo: "Mujeres, vuestro país os necesita". En ese contexto, y a pesar de los peligros desconocidos, las dos doctoras identificaron la oportunidad perfecta para demostrar a través de los hechos que ellas eran tan válidas como los hombres a la hora de ejercer la medicina. No se equivocaban.
Los centros médicos que organizaron en Francia —en el de Château Mauricien, en Wimereux, en una de esas paradojas del destino, Louise Garrett Anderson atendió al oficial de policía que la había arrestado cuatro años antes en Whitehall, durante la conocida como manifestación del Viernes Negro— tuvieron un enorme éxito. Los informes que los oficiales del Real Cuerpo Médico del Ejército británico enviaron al Ministerio de la Guerra calificaban de excelente el trabajo de las dos mujeres. A principios de 1915, fueron llamadas a Londres con una misión: crear un nuevo hospital militar en un hospicio enorme y abandonado en la calle Endell de Covent Garden. ¿La peculiaridad? Que iba a estar dirigido exclusivamente por mujeres: médicas, enfermeras, administrativas, cirujanas, radiólogas, auxiliares...
Desde su apertura en mayo de 1915 hasta después de la Gran Guerra, el calificado como "mejor hospital de Londres", que disponía de 573 camas, atendió a unos 26.000 pacientes. Esta fascinante y extraordinaria historia la relata la periodista y escritora Wendy Moore en su libro No es lugar para mujeres, publicado ahora en español de la mano de Crítica. Fue un acontecimiento insólito. "No solo se les ofrecía a las médicas su primera oportunidad oficial de servir a su país como parte del esfuerzo de guerra, también era un reconocimiento por parte de la máxima autoridad militar del valor de las mujeres médicas", destaca la autora.
Toda la sociedad reconoció su éxito. El rey Jorge V y la reina María visitaron el hospital al menos una vez, en febrero de 1916. El magistrado principal de Londres, John Dickinson, que había enviado a prisión a numerosas suffragettes en los años precedentes, las felicitó sinceramente por el trabajo que estaban realizando. En la prensa aparecieron numerosos reportajes que celebraban su fundamental labor.
Pero tras la victoria en la guerra y después de combatir con un enemigo todavía más mortífero —la gripe española—, la brecha volvió a abrirse, con los hombres recuperando sus puestos de trabajo y apartando a las mujeres a un segundo plano. Se aprobaron leyes en pro de la igualdad, pero la discriminación seguía siendo evidente, especialmente en el campo de la medicina militar. Wiston Churchill, recién ascendido a secretario de Estado para la Guerra, dijo que estaba "más allá de cualquier posible refutación que las mujeres médicas no podían realizar todas las labores que en la actualidad realizaban los oficiales médicos". Solo con la aprobación, en 1975, de la Ley Sobre la Eliminación de la Discriminación por Sexo, las facultades de medicina y los hospitales se vieron forzados a aceptar mujeres en las mismas condiciones que a los hombres.
Hechos, no palabras
El 'hospital de las suffragattes' estaba formado por un equipo de unas 180 mujeres que reunía a especialistas de todas las disciplinas médicas. Llama la atención, como señala Wendy Moore, que la mayoría de enfermeras eran mujeres jóvenes —quinceañeras en algunos casos— de entornos privilegiados, más acostumbradas a ser atendidas por sus criadas que a servir. Hasta se registraron rumores, probablemente desacertados, que una de ellas era sobrina de Wiston Churchill.
Se decidió que las estancias del hospital, adornadas con cuadros y cortinas azules bordadas con el lema de las suffragettes —"Hechos, no palabras"—, debían ser familiares, luminosas y alegres. Las paredes se pintaron de verde, las camas se cubrieron con colchas coloridas y cada día varias voluntarias ponían flores frescas en los jarrones. También se habilitó una zona para el entretenimiento, con una biblioteca de 5.000 libros, una mesa de billar y un escenario para diversas representaciones.
Las salas del hospital, siguiendo la costumbre militar, recibieron su nombre por orden alfabético, pero en un alarde de feminismo, en vez de ser únicamente identificadas por letras, Murray y Anderson las bautizaron con nombres de santas, desde santa Ana hasta santa Victoria. Solo a una habitación anexa situada en el sótano se le puso nombre de varón: la "sala Johnnie Walker", el lugar elegido para enfriar las bebidas.
Pero evidentemente, en el estupendo ensayo de Wendy Moore no todo es idílico. La autora relata vívidamente todas las dificultades a las que tuvieron que hacer frente estas mujeres, recibiendo los convoyes con hasta 80 soldados heridos y desfigurados en medio de la madrugada y operando de urgencia prácticamente sin descanso. Es un relato sobre la maravillosa capacidad humanitaria del ser humano en medio de la terrible guerra —esta con armas modernas y más destructivas—, un gran ejemplo sobre la determinación y la valía femenina que tanto ha costado enraizar socialmente. Una historia para no olvidar: la de las sufragistas, de enemigas a salvadoras del Estado británico.