Desde tiempo inmemorial, los soberanos (emperadores, reyes y príncipes y duques portadores de soberanía en sus territorios) han sido notablemente infieles. Tanto es así, que ni la ratificación del Cristianismo como religión oficial del Imperio romano modificó.
Aquella norma no escrita, pero tácitamente aceptada, que desde la nueva moral cristiana los soberanos de turno intentaron maquillar, con énfasis variable, para que la estética de la infidelidad no fuese excesivamente chirriante.
Y es que el concepto de matrimonio, muy alejado de la moral burguesa, o de los ideales románticos del siglo XIX, siempre estuvo fuertemente asociado a valores que poco tenían que ver con el amor, como la conveniencia, la ganancia o la diplomacia, convirtiendo las relaciones extramatrimoniales de los reyes en moneda corriente generosamente tolerada.
Así fue durante toda la Edad Media, en la que tenemos casos muy sonados como el de Pedro el Cruel y María de Padilla, o el de Alfonso XI y Leonor de Guzmán, por solo citar el caso del reino de Castilla.
Una tradición heredada en la Edad Moderna con casos tan notorios como el de Enrique VIII de Inglaterra (en la memoria de todos), el propio emperador Carlos V (padre de don Juan de Austria), o los reyes versallescos, Luis XIV y Luis XV, con sus Mesdames de Montespan, de Maintenon, de Pompadour o du Barry.
Rara excepción son, por tanto, los monarcas castos como Luis XVI, o nuestros Felipe V y Carlos III, que fueron reyes ejemplarmente fieles.
Por ello, la historia de los cuatro últimos siglos está plagada de ejemplos de soberanos infieles, cuyas relaciones extramaritales llegaron en algunos casos a generar serios problemas de índole político y dinástico.
Paradigmático es el caso de Carlos II de Gran Bretaña, de quien se dice que tuvo no menos de 14 bastardos (de quienes hoy en día desciende la flor y nata de la nobleza británica) en su larga lista de amantes.
Entre ellas destacó la ambiciosa Barbara Villiers que ejerció una notable influencia política nombrando a amigos suyos para el Consejo Privado, o dificultando los intentos de paz entre Londres y la República de Holanda.
Infieles fueron también en Gran Bretaña Jorge I, y Jorge IV quien, habiendo repudiado a su esposa, la singular y conflictiva Carolina de Brunswick, mantuvo una larga vida de familia con su amante (y según algunos también esposa) María Smythe.
María Smythe era la rica viuda de Thomas Fitzherbert, con quien habría celebrado un matrimonio secreto, considerado nulo por las autoridades, del que probablemente nacieron dos hijos. Sin olvidar a Guillermo IV, de cuyos amores con la actriz Dorothea Jordan desciende el exministro británico David Cameron.
En Alemania el gran escándalo tuvo como epicentro la corte de Baviera donde el rey Luis I, aquel gran amante de la Grecia clásica, perdió la cabeza por la bailarina irlandesa de nombre español Lola Montes.
Una relación que puso patas arriba no solo a la familia real, sino también al reino, y cuyo final fue la abdicación forzada del rey al socaire de la revolución de 1848.
Luis creó a Lola, condesa de Landsfeld, ella intervino en política, abusó de su poder, acumuló riquezas y la caída de ambos fue estrepitosa. Si bien él nunca abandonó de forma completa a su esposa, la resignada reina Teresa.
No menos escandalosa fue, en la corte rusa, la relación entre el zar Alejandro II y la joven princesa Katia Dolgoruky, en quien él se había fijado al quedar ella huérfana y sin recursos.
Pronto se entabló una relación de gran intimidad entre ambos, él consiguió convertirla en dama de su esposa, y su affaire no tardó en hacerse público, encarando la total desaprobación de toda la corte, de la sociedad de San Petersburgo, de la propia zarina María Feodorovna (por entonces enferma de tuberculosis) y de los hijos del emperador.
Pero nada iba a detener aquella historia de amor y, antes de cumplirse un mes de la muerte del zarina, los amantes contrajeron matrimonio ante el temor de los grandes duques, hijos de Alejandro, de que los hijos de Katia, ahora convertidos en príncipes Yurievsky, les desplazasen en la sucesión.
Una historia terminada en tragedia por la muerte del zar en un atentado con bomba, falleciendo en los brazos de esta ya segunda esposa, a quien no le fue permitido asistir a su funeral, siendo condenada al ostracismo.
Sonadas fueron también las infidelidades del duque Carlos III de Parma, primo de nuestra reina Isabel II. Un personaje excéntrico, impredecible y singular que fue poco popular en su pequeño ducado italiano.
En este ducado su esposa, la princesa Luisa María de Francia, asistía enfurruñada a sus numerosos devaneos con damas de diferentes alcurnias como la marquesa Emma Guadagni.
Conflictivo, reaccionario y belicoso, Carlos terminó apuñalado una noche en las recoletas calles parmesanas, falleciendo entre atroces sufrimientos.
Se habló de la venganza de un esposo resentido, de un atentado de los jóvenes seguidores de Mazzini, y no faltó quien quiso ver tras el fatal cuchillo los manejos de su esposa, que quedó como regente del pequeño estado que poco después entraría a formar parte del nuevo reino de Italia.
También en tierras italianas el rey Víctor Manuel II fue conocido como “il re guanlatuomo”, por entregarse libremente a sus pasiones sexuales (se decía de él que estaba “superdotado”), por sus numerosas aventuras galantes, su colección de hijos ilegítimos y sus amores con la hija de un militar.
Era Rosa Vercellana (“la bella Rosina”), de quien se dice que era analfabeta y a quien él creó condesa de Mirafiori y de Fontanafredda instalándola en el palacio de caza de Stupigni, cerca de Turín. Una relación terminada en matrimonio tras enviudar el monarca y de la que nacieron dos hijos que fueron ampliamente dotados por su padre.
Unas décadas después, el gran seductor era el príncipe de Gales, futuro rey Eduardo VII, cuyos amores con la actriz Lilly Langtry y numerosas aristócratas como la condesa de Warwick sacaron los colores a la pacata Inglaterra victoriana, bajo la mirada resignada y aceptante de su esposa la princesa Alejandra de Dinamarca.
Un ejemplo más de la laxa moral de los reyes de la Belle-Époque, por no citar los casos de Alfonso XIII o del rey Carlos I de Portugal quien, para paliar el aburrimiento que padecía con su esposa, la princesa Amelia de Orleans, en el Paço das Necessidades, se deshacía en amores por aquella amiga de nuestra infanta Eulalia que era la peruana Grimaneza Vianna de Lima.
Más cercanas en el tiempo son las relaciones amorosas entre el rey Constantino I de Grecia, abuelo de la reina doña Sofía, y la actriz italiana Wanda Paola Lottero, por entonces condesa de Ostheim por estar divorciada del príncipe Hermann de Sajonia-Weimar-Eisenach.
Una relación intensa, pero corta y de fuertes tintes románticos, que tuvo lugar en el año 1912, cuando Constantino era un príncipe heredero, dejando tras de sí un reguero de cartas entre los amantes en las que no están ausentes las cuestiones políticas.
Una historia poco traumática que contrasta fuertemente con la mucho más arrojada de aquel otro rey balcánico, Carol II de Rumanía, con la peligrosa pelirroja de origen judío Magda Lupescu.
Una mujer que durante años llevó a la casa real de Rumanía a maltraer y que generó un gran sufrimiento tanto a la madre de Carol, la fascinante reina María de Rumania, como en su esposa, la princesa Helena de Grecia, tía carnal de la reina doña Sofía.
Carol se puso el mundo por montera y Magda, sobre cuyos orígenes se ha dicho de todo, no estaba dispuesta a ceder, por lo cual se produjo una crisis de estado en la que el primero, obligado a elegir entre esposa y amante, abandonó el país renunciando al trono.
Una renuncia contra la que se volvió unos años después, orquestando un golpe de Estado contra el hijo que había tenido con la princesa Helena, el joven rey Miguel. Una página negra en la historia de la dinastía rumana, que acabó con Carol y Magda acercándose a la Alemania nazi y abandonando de nuevo el país, llevando consigo incontables tesoros.
Unidos en el infortunio y errabundos durante algún tiempo, Carol y Magda se afincaron finalmente en Estoril, donde la nutrida colonia regía por entonces allí congregada, nunca le perdonó a Magda el fatal destino al que le llevó a él.
Los ejemplos son incontables en toda la geografía europea, y a ellos no escapan, en tiempos recientes, incluso algunos monarcas casados por amor fuera del circuito regio.
Ahí están el rey Alberto II de Bélgica, obligado por los tribunales a reconocer a una hija habida fuera del matrimonio, o los conocidos devaneos del rey Carlos Gustavo de Suecia, protagonista en los años 70 de un matrimonio por amor con Silvia de Sommerlath.
La fidelidad siempre ha sido poco esperable entre los reyes, y en ese mismo contexto se enmarca la irregular vida sentimental del rey don Juan Carlos, cuyo matrimonio con la princesa Sofía de Grecia y de Dinamarca fue una importante baza política para los Borbones de España allá por 1962.