Cuando terminé de escribir La chica a la que no supiste amar, la tercera novela de la saga protagonizada por el detective Tony Roures que comencé con A menos de cinco centímetros y continué con La mala suerte, tenía el corazón tan tocado, que necesitaba hacer una breve pausa y distanciarme del género negro.
Había abordado tres temas muy delicados en los tres relatos, pero el último, donde el detective tiene que enfrentarse a una red de trata de mujeres con fines de explotación sexual, en el más bajo de sus peldaños, donde se encuentran las mujeres prostituidas más desfavorecidas de Nigeria, me obligó a realizar una investigación muy extraordinaria.
De la mano de cinco víctimas, conocí un infierno de malvados, no solo habituales sino también con cara de buenos y ocultos en nuestra cotidianidad, que me removió más de lo soportable. El resultado fue una novela llena de compromiso, emoción, música, cine y hasta poesía que contribuye, sin duda a una reflexión más que imprescindible y de la que me siento especialmente orgullosa.
Pero me obligó a ese receso desde el que digerir toda la conmoción de mi más intenso viaje literario. No es sencillo revisar con ahínco la trastienda de la propia sociedad y comprobar todo lo que oculta con nuestra complicidad, por pura pasividad… El caso es que decidí abandonar por un tiempo limitado ese tipo de oscuridades y zambullirme en otra trastienda que también me interesaba investigar: la de nuestra historia.
Sabía por historiadores de la talla de Suetonio, que en el siglo I indagó en las pasiones de los césares, que todo lo relacionado con el amor, el sexo y todo lo que conllevan tales sentimientos (celos, ambiciones, lealtades, traiciones y hasta asesinatos) incide de manera rotunda en el desarrollo de los acontecimientos. Y también que, aunque las grandes decisiones se tomen con mucha mayor frecuencia en las audiencias cortas que en las audiencias o los despachos e incluso que en los campos de batalla, suelen ocultarse o tergiversarse.
Así que me puse a indagar y descubrí infinidad de datos de importancia capital sobre las relaciones de nuestros reyes y poderosos, que demostraban su influencia decisiva en la historia de España y que, sin embargo, no aparecían recogidos en los libros de texto ni tampoco en los de muchos historiadores de prestigio, que tantas veces los han escondido de manera deliberada.
Fue entonces cuando me cautivó el reto que suponía hacer una radiografía de lo acontecido a lo largo de los siglos en nuestro país, desde las pasiones carnales de sus protagonistas y me embarqué en mi aventura literaria más ambiciosa y apasionante. Recorrer ni más ni menos que doce siglos, desde el siglo VIII cuando empieza a existir España, hasta el siglo XX, antes de la proclamación de la II República no era una tarea nada sencilla.
¿Por dónde empezar?
Necesitaba, para empezar, seleccionar de entre el enjambre de reyes previos a los Católicos, aquellos que tuvieran especial interés para ofrecer al lector ese hilo conductor de los relatos más relevantes. Y no sabía por dónde empezar. Menos mal que conté con la ayuda prodigiosa del escritor que mejor cuenta la historia, Juan Eslava Galán, que me iluminó sobremanera para poder encontrar el camino, a través de un libro suyo, descatalogado, sobre el sexo, en el que asomaban las testas coronadas de aquellos soberanos protagonistas de algunos episodios sorprendentemente desconocidos pese a su enorme trascendencia.
También, por suerte, me ayudó con la documentación y a localizar los datos más extravagantes que le pedí rescatar de archivos, testamentos, confesiones y otros documentos oficiales muy difíciles de encontrar, la profesora de Ciencias de la Documentación de la UCM, María Olivera. Sin ellos dos, todas mis consultas y pesquisas en más de cien libros, innumerables periódicos y otros incontables escritos hubieran resultado insuficientes.
Una vez metida en faena y con tan buenos apoyos, conseguí descubrir que tuvimos una reina mora, tras casarse, convertida en cristiana, con Alfonso VI el Bravo; por qué cuestión amorosa Felipe II trasladó la capital de España de Toledo a Madrid; cómo la concubina de Alfonso XI durante 23 años, Leonor de Guzmán, fue la artífice de un cambio de dinastía, después de que uno de sus 10 hijos bastardos, tras acabar con la vida de su hermano, Pedro I el cruel, sucesor del padre compartido, ocupara su lugar en el trono, haciendo que se pasara de la Casa de Borgoña a la de Trastámara, a la que pertenecían los mismísimos Isabel y Fernando, descendientes, por tanto, ¡de una concubina!...
O también que no todos los Borbones fueron infieles (Carlos III solo compartió lecho con su única esposa y cuando ella murió jamás volvió a tener sexo); que Juana no estaba tan loca y quien sí lo estaba, y mucho, y obsesionado con el sexo hasta la enfermedad era Felipe V; que María Luisa de Parma aseguró antes de morir que en ninguno de sus 23 embarazos, 14 hijos vivos, había participado su esposo con lo que ahí se extinguía la dinastía borbónica; o que Fernando VII tardó tanto en ser padre porque tenía un miembro deforme, para el que hubo que diseñarle un artilugio con el que hacerle “acertar”…
Y por supuesto, que el primer rey que se casó por amor en España fue Alfonso XII o que Alfonso XIII fue un amante de la pornografía y en su reinado se produjeron para él y con el presupuesto real, veinte películas del género; y que los dos, hijo y nieto respectivamente, de Isabel II, no fueron descendientes de su padre oficial, Francisco de Asís, alías “Paquita Natillas” porque como bien dijo la reina en su noche de bodas con él: “¿Qué iba a hacer yo con un hombre que tenía más puntillas y encajes que yo misma?”.
"Todo en la vida tiene que ver con el sexo excepto el sexo. El sexo tiene que ver con el poder"
Anécdotas no son más que la punta del iceberg de todas esas pasiones carnales protagonizadas por poderosos de nuestra historia, que la cambiaron de manera sustancial. Y no es de extrañar porque como dice Oscar Wilde, repite el malvado Underwood, de la serie House of Cards y yo recojo al comenzar este libro: “Todo en la vida tiene que ver con el sexo excepto el sexo. El sexo tiene que ver con el poder”. Felices Pasiones carnales. Las suyas no influyen más que en ustedes y en el objeto de sus pasiones, pero las de los poderosos, ay, lo hacen en todos nosotros.