Mi abuelo materno fue un reconocido cirujano que murió pocos meses después de regresar del exilio tras la Guerra Civil. Una parte de la herencia que dejó correspondía a mi madre, la cual se presentó ante el notario el día señalado para la aceptación del legado.
A punto de empezar la lectura del testamento, el fedatario advirtió que mi madre al haber osado presentarse sola, no podía actuar legalmente sin la autorización de su marido. Mi madre lo sabía de sobra (mi padre, también, pero aprobaba su postura). Así que optó por reivindicar su derecho –no transferible- como hija del finado, lo que parece hizo pasar al letrado un sofocón.
Aunque, obviamente, se señaló otro día para cumplir el trámite. Nacimos cinco hijos de ese matrimonio, cuatro mujeres y un hombre. Cada cual tiene su talante, pero todos recibimos la misma exigente educación. Y la palabra independencia, grabada a fuego.
No tardé en aguantar que bastantes hombres –casi todos- me recriminaran que dijera lo que me daba la gana (en contra de la opinión que ellos acababan de formular), en lugar de hacerles alharacas por lo listos que eran. Sin duda hubiera preferido, y prefiero, que me trataran de tú a tú, que rebatieran mis argumentos, incluso que me hicieran desistir de mis ideas si con ello ganaba otras mucho más inteligentes, atinadas, brillantes, eruditas.
Primeros techos
Cuando empecé a trabajar, ni se me ocurrió pensar que tendría que atravesar techos. El primero, el de mi primer cónyuge, quien además de reprocharme las horas que no dedicaba al hogar, me repetía con machacona insistencia dos cosas: que yo trabajaba porque me había empeñado en ello y, sobre todo, porque él me lo permitía.
Olvidando que yo aportaba un buen pico a nuestros ingresos. Por supuesto, nunca colaboró ni en la casa ni en el cuidado de nuestra hija. Una treta era personarse en casa a las ocho de la tarde –cuando apenas acababa yo de aterrizar tras recoger a la niña en la guardería y aún faltaba el baño, preparar la cena…- con la exigencia de que quería cenar ya.
Enferma en un quirófano
Acabé literalmente enferma en un quirófano. Cuando me repuse, la vida continuó y yo seguí mi senda en solitario con metas cada vez más claras en un momento que la mujer era mirada con condescendencia cuando osaba adelantar a un hombre. Algo que he hecho varias veces con algún que otro morrón.
Porque, pese a que es evidente que las leyes han dejado de ser trogloditas, una cosa es la ley y otra los hechos. Ya que el dominio del hombre es tan atávico y está incrustado en su ADN –una idea que sus madres con frecuencia han alentado- que no les está resultando nada fácil soltar las riendas. Un asunto que no entendí hasta que no leí hasta la saciedad biografías que hoy, en Occidente, son inconcebibles. (Pese a que el maltrato sigue siendo una tremenda lacra).
'Paradero desconocido'
Ejemplos del pasado son la estadounidense Katherine Taylor (1903-1996), autora de una novela fantástica, Paradero desconocido, cuya primera edición salió en 1938 y se agotó en dos semanas. Lo peculiar es que tanto el editor como su marido consideraron que era "demasiado fuerte para aparecer bajo el nombre de una mujer", por lo que sacaron su nombre de pila y firmó Kresmann Taylor, seudónimo sin género que, desde, entonces, adoptó para publicar.
Paradero desconocido tuvo varias y largas ediciones, pero su lanzamiento definitivo llegó en 1995, cuando con motivo del fin de los campos de concentración y el Holocausto, se volvió a publicar. El éxito fue tal que se tradujo a veinte idiomas. Katherine tenía noventa y un años; sus últimos días los pasó disfrutando no sólo de su fama, sino también del hecho de que tras este libro siempre estuvo una mujer.
Mies van der Rohe
La alemana Lilly Reich (1885-1947) no tuvo suerte pues el reconocimiento llegó demasiado tarde y mal. Diseñadora de moda, interiores y artes decorativas, cuyo gran maestro fue el arquitecto y diseñador austrohúngaro Josef Hoffmann, referente entre otros objetos en el diseño de sillas. Tras esta etapa, Lilly creó su propio estudio y formó parte del reducido grupo de mujeres en la Bauhaus donde fue profesora y directora de su taller de interiorismo.
Viento en popa también en su vida personal unida al director de Bauhaus, el arquitecto Ludwig Mies van der Rohe con quien, entre otros proyectos, realizó el Pabellón Alemán de la Exposición Universal de 1929 en Barcelona, pabellón amueblado supuestamente por él.
Sin embargo, Mies, cuya grandeza como arquitecto es indiscutible, no volvió a diseñar muebles desde que terminó su colaboración con Lilly quien, borrada de la historia, dejó y colaboró en que la gloria fuera sólo para él. Sin embargo, por ejemplo, la silla Barcelona se atribuye a Mies van der Rohe, cuando con toda probabilidad, la hizo con Lilly.
Recluida en un campo de concentración
Como el pabellón, tal y como afirman los que trabajaron con Mies quienes aseguraron que era muy difícil especificar dónde empezaba el trabajo de uno u otro. La relación duró doce años, hasta la llegada de Hitler al poder que abominaba de Bauhaus. La escuela se cerró en 1933; en 1937 Mies huyó a Estados Unidos y, aunque la relación personal con Lilly quedó rota, ella, primero se ganó la vida en el anonimato diseñando para grandes empresas como la Siemens y se siguió ocupando de salvaguardar en Alemania del legado de Mies y también de su familia. Hasta que en 1943 fue recluida en un campo de concentración.
Cuando terminó la contienda, abrió de nuevo su estudio y volvió a dar clases, aunque debilitada por el tiempo pasado en el campo nazi, murió dos años después. Tuvieron que pasar siete décadas para que la Fundación Mies van der Rohe creara una beca con su nombre en reconocimiento a su trabajo. La silla Barcelona, desde hace unos años, es atribuida a ambos, pero se sigue vendiendo bajo la “marca” de él. Será que vende más porque, ay, es hombre.
Robert Capa
Baje el nombre de Robert Capa, está la pareja formada por el fotoperiodista húngaro Endre Friedmann (1913-1954) y la alemana Gerda Pohorylle, conocida como Gerda Taro (1910-1937). En un momento difícil para los judíos –y ambos lo eran- Gerda inventó a Robert Capa, fotógrafo americano cosmopolita y reputado, unas credenciales con las que triunfó en París.
Gerda aprendió el oficio de Endre (y él sus maneras refinadas). Las primeras fotografías de la Guerra Civil española fueron tomadas por Robert Capa. Pero ¿quién las hizo, Endre o Gerda? En diciembre del 2007, fue descubierta en México una maleta –de hecho, cuatro cajas- con más de cuatro mil negativos de la contienda. Todo el material fue digitalizado; los originales se encuentran en Centro Internacional de Fotografía en la ciudad de Nueva York.
En el proceso de clasificación, Kristen Lubben, conservadora del centro (y ahora directora ejecutiva de la Fundación Magnum), descubrió que la mayor parte de fotografías de Robert Capa eran de Gerda, la primera mujer fotoperiodista que cubrió un conflicto bélico, autora de la fotografía más emblemática de la contienda Muerte de un miliciano. Gerda murió en un accidente durante la retirada del ejército republicano de la batalla de Brunete.
Endre siguió cubriendo el conflicto en España, la Segunda Guerra Mundial y otras contiendas bajo el nombre de Robert Capa, convertido en el gran referente del fotoperiodismo. En 1947, con otros periodistas, creó la agencia Magnum. El nombre de Gerda quedó diluido hasta la aparición de la maleta en México. A partir de este momento, recuperó con todos los honores el prestigio que se llevó su temprana muerte y el nombre de Robert Capa.
Fotoperiodista, emprendedora y feminista
Antes de dar paso a Silvia Barrera, Policía Nacional, responsable del Grupo de Investigación Tecnológica de la Jefatura de La Rioja, divulgadora, escritora…, les contaré una última historia. La de Hélène Roger-Viollet (1901-1985) periodista, fotógrafo y creadora de la primera agencia de fotos en París, que conoció a su futuro marido, Jean Fischer, en la universidad.
El verano de 1936, ya casados, hicieron un viaje de vacaciones a Andorra (justo cuando empezaba el conflicto bélico en España) donde se toparon con los primeros fugitivos de la contienda; cruzaron entonces furtivamente a Cataluña donde tomaron las primeras fotos. Imágenes que vendieron en todo el mundo cuando regresaron a París. En 1938, Hélène compró un pequeño local al lado del Sena donde empezó a vender tanto las que tomaban ella y su marido como las que fueron comprando.
Emprendedora, inteligente, feminista activa (sobre todo en la lucha por el voto de la mujer junto a la periodista y política Louise Weiss), Hélène tuvo que cerrar la agencia al inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Finalizada la contienda la reabrió y el matrimonio siguió fotografiando, viajando por todo el mundo (especialmente por América, Asia y África) durante treinta años que se tradujeron en un volumen de sesenta mil fotos, y también acumulando material valiosísimo de otros fotógrafos y lanzando la fórmula “ceder los derechos de autor” para comercializarlas, en lugar de simplemente venderlas, de forma que la agencia (ahora galería propiedad del ayuntamiento de París), tiene un fondo de unos seis millones de imágenes, uno de los mayores del mundo.
La odiaba
Una aventura extraordinaria que terminó en enero de 1985 cuando los empleados encontraron a Hélène en el suelo cubierta de sangre. Jean, su marido, intentó convencer a la policía de que se trataba de un suicidio. Pero los golpes con una barra de hierro más cortes con una hoja de afeitar, lo delataron. “La odiaba” fue después su única explicación.
La odiaba porque la agencia que llevaba el nombre de su esposa, la fundó ella; la detestaba porque la emprendedora, la intrépida, la incansable y famosa era ella. Él se suicidó en la celda días más tarde. La agencia y Hélène quedaron ocultadas por este horrible asesinato, hasta que la primavera de 2021, el Ayuntamiento volvió a abrir sus puertas como galería, al tiempo que inauguraba una exposición en homenaje a Hélène y para rehabilitar su nombre.
Sin duda, ella tuvo unos padres que, como los míos, le inculcaron que su futuro era suyo, y él una educación que eludió advertir que una mujer vale lo mismo que un hombre. Y con frecuencia, más.