'Maldito Hamor': magasIN adelanta el primer capítulo del nuevo libro de Cruz Sánchez de Lara
La vicepresidenta de EL ESPAÑOL publicará el próximo 8 de marzo su segunda novela. Un magnético thriller psicológico.
5 marzo, 2023 01:28La editorial Espasa publicará el próximo 8 de marzo Maldito Hamor, la segunda novela de Cruz Sánchez de Lara. La vicepresidenta de EL ESPAÑOL y editora de Enclave ODS y magasIN nos trae la historia de Clea Castán, joven arquitecta apasionada por las reformas que va adquiriendo prestigio poco a poco en su Madrid natal. Hija única de un consultor de éxito y un ama de casa, desde pequeña, la perfección y la belleza que rodean su trabajo y su vida independiente son las máximas que dirigen sus pasos, siempre custodiada por el amor incondicional de sus padres. Pero esta situación idílica va a dar un vuelco hasta un extremo que ni a Clea ni a los suyos se les había pasado jamás por la cabeza.
Los ingredientes no pueden ser de mejor calidad: un palacete que reformar en Biarritz, un atractivo aristócrata inglés, un amor apasionado y sensual, y una vida de lujo llena de ambientes de objetos hermosos. Sin embargo, el plato que Henry Astor VI cocina para Clea se sirve frío y es amargo, porque el aderezo lleva celos, obsesión, egoísmo, perversión… y muerte.
EL ESPAÑOL presenta en exclusiva el primer capítulo de esta novela, donde el deseo lo viste todo: la diversión, la necesidad.
***
«Aquel día en que te maté fue el comienzo de muchas cosas. Estaba ya harta de los duelos sin muerto presente y decidí fabricar el mío propio. Cuando todo estaba consumado y organizado, llamé a todos mis amigos, a los que te conocían y a los que habían oído contar cientos de veces la perfecta historia de amor que protagonizamos. También a algunos a quienes no había ni siquiera hablado de ti. Me fui creciendo a medida que contaba la trágica historia de tu muerte e hice de tu funeral la boda que no tuvimos.
Era domingo aquel 16 de diciembre de 2018. Aún recuerdo ese absurdo tic de mover los pies rozando la vieja madera del reclinatorio de la iglesia con la punta del zapato —conservo esa manía desde la infancia—, mientras escuchaba un «Roguemos a Dios por el eterno descanso de nuestro hermano Henry». En aquel momento perturbador, sentía, junto al frío en la ermita a la que solía ir cuando era niña, el multitudinario vacío de tu adiós y el vértigo futuro de la madurez en solitario; una madurez despojada del abrigo que suponía poder soñar tu presencia inmediata. Ese sueño se quebraba con aquel responso y aquellas miradas de condolencia condescendiente.
Mis padres estaban perplejos. Su tristeza era por mí, no por ti. No te conocían formalmente más allá de aquel día en que coincidimos en el aeropuerto. Yo estaba tan mustia, tan seca, tan muerta a los treinta y cinco que debían necesitar de manera acuciante resucitar a su hija, sin sentir la angustia de no poder devolverle la vida a un cadáver, al cuerpo de un hombre a quien no habían tratado en vida. Tú no eras el protagonista de tu funeral. Lo fui yo en todo momento. Ni estabas ni alcanzaron siquiera a preguntarse por qué no había ido a tus exequias a Londres. Todo era tan surrealista como la subida a los altares de mi pena extrema por tu pérdida irremediable.
En ningún momento sentí remordimiento de conciencia, tan solo las caricias y abrazos de los míos, que me garantizaban el punto de no retorno.
D. E. P.
Clea Castán
Parte I. Después de Henry
Londres, 2 de septiembre de 2019
En unas dependencias de Scotland Yard a unas manzanas del río, dos psicólogos forenses hablaban entre ellos a las diez de la mañana. Trabajaban desde hacía unos días en el perfil psicológico de Clea Castán.
Ian Woodworth era uno de los profesionales más reputados de la policía inglesa. A sus apenas cuarenta años, era el mejor especialista del Reino Unido en autopsias psicológicas y en trabajar en profundidad los perfiles y la personalidad de criminales y víctimas. Todos le llamaban Tintín a sus espaldas y, algunos, a la cara. El parecido era sorprendente. Además de su flequillo rubio disparatado, su forma de vestir desenfadada —jeans, camisa de cuadros abierta y una camiseta blanca de algodón— contrastaba frontalmente con el traje de espiga de su compañero Clifford Stand, del cuerpo judicial de forenses.
Stand estaba a punto de jubilarse. Dentro de la vieja escuela, siempre había destacado por su rigor, su intuición y su tenacidad. Su aspecto atildado encajaba a la perfección con el carácter metódico de sus investigaciones. Ian y Clifford ya habían coincidido en varios trabajos, y estaban volcados en aquel con especial interés: el caso Astor, un asunto que ocupaba la mayoría de los tabloides en los últimos tiempos y del que se hablaba en todos los programas de actualidad de la televisión británica y algunas de las extranjeras. Una española, Clea Castán, se había convertido en «la más buscada», y a ellos dos les habían encargado un análisis de su personalidad, de su comportamiento y de su entorno para evaluar, en la medida de lo posible, la credibilidad de su testimonio y las pruebas psicológicas y circunstanciales que pudieran adverarlo.
La sala era amplia y desde sus ventanales se podía ver el río. Todo tenía un aspecto descuidado: suelos de terrazo ya sin brillo y deteriorados, mesas antiguas al estilo de los viejos pupitres, y otra redonda, llena de papeles, ante la que se encontraban sentados.
—Stand, está esperando la amiga de la familia Castán. Ya ha terminado los test. Parece que lleva tres horas con ellos...
—Estará agotada... Algún día se cambiará el procedimiento, ya verás. Cuando llegan aquí, yo creo que lloran y se emocionan por el agotamiento...
—También bajan la guardia antes, no te quejes. Parece ser que esta mujer es, entre quienes lo han vivido todo más de cerca, de la que podemos esperar mayor objetividad. Es más de tu generación. Seguro que le gusta más tu estilo. Dirige tú la entrevista y
yo te sigo.
—Ay, Woodworth, qué poco sabes de la vida por mucho que sepas de psicología. Seguro que te responderá a ti con más soltura, pero no me importa. Esta señora es Amalia... «Bingouchi», ¿verdad?
—Sí, es ella. Salgo a buscarla.
Tan solo cinco minutos más tarde estaban sentados a esa misma mesa. Para Amalia todo aquello estaba siendo una aventura frenética, llena de angustias y sobresaltos. Miraba a los dos hombres que hojeaban sus respuestas sin decirle nada. Su corte long bob con la melena blanca era el síntoma más evidente de su personalidad desbordante. El gris nube de su cabello lacio y denso se movía entre el blanco y el azul. Rozaba sus hombros y resultaba juvenil pese a su color. Iba totalmente vestida de negro con unos pantalones de cuero, blusa sin cuello y una blazer de botones dorados con las mangas subidas hasta el antebrazo. Woodworth comenzó a hablar con sonrisa y mirada inofensivas.
—Amalia, esté tranquila, necesitamos algunos datos suyos y luego le haremos algunas preguntas sobre Clea Castán. Solo necesitamos la verdad. Su nombre es Amalia... «Bingouchi», ¿correcto?
—Bengoechea Gil, si no le importa —respondió Amalia en perfecto inglés.
—Yo soy Ian Woodworth, psicólogo forense del cuerpo policial.
—Encantada.
—Soy Clifford Stand. Hemos formado equipo para elaborar un informe sobre la personalidad de Clea Castán. Yo trabajo para el juzgado encargado de la instrucción del caso y mi compañero, como le ha dicho, forma parte de la Policía.
—A su disposición...
—Muy bien. Sé que los test que ha estado rellenando son muy pesados.
—Sí, es cierto que estoy un poco confundida... Todas las preguntas me parecían iguales e incluso contradictorias. He intentado responder siempre la verdad... Demasiadas cuestiones sobre mí y muchas cosas sobre Clea que solo son mi opinión...
—No se preocupe. A todo el mundo le pasa. Si le parece bien, comenzamos, para que no sea más incómodo aún. Stand buscó su viejo bolígrafo, se puso las gafas y comenzó a leer preparado para apuntar las respuestas.
—Edad, estado civil, profesión...
—Sesenta, divorciada y soy ingeniera de caminos, aunque ya no ejerzo. Trabajé mucho durante muchos años y ahorré lo justo para vivir bien de mis inversiones. Dejé la empresa de la que era directora general hace ahora año y medio. Ya sabe, un buen acuerdo de prejubilación... No sé si aquí hacen acuerdos de este tipo: te jubilas anticipadamente con pensión y una indemnización; en mi caso, muy buenas.
Stand tomó las riendas de la entrevista haciendo gala de una amabilidad antigua, trasnochada. Sus dientes amarillentos y su calva reluciente añadían seriedad a su respiración pausada y a su forma de mirar los documentos como quien espera no perder detalle.
—Señora..., discúlpeme si me dirijo a usted sin su apellido. No quiero que se ofenda por mi pronunciación.
—No se preocupe. Llámeme Amalia, que le resultará más fácil.
—Muy agradecido. Amalia, ¿cuál es su relación con Clea Castán?
—Conozco a Clea desde que era muy pequeña. Tanto, que estaba presente el día que dio sus primeros pasos. Sus padres son amigos míos, especialmente su madre, que es una hermana para mí y, por tanto, Clea es como una sobrina.
—Pues entonces, nos será muy útil... Cuéntenos cosas sobre ella. Cómo es, cómo fue cuando era niña, qué le gusta, qué la distingue. Háblenos de ella, así, en general.
—Pero, ¿lo que yo quiera?
—Sí, empiece con lo que le parezca y nosotros le haremos preguntas cuando haya algo que nos interese.
—Clea siempre ha sido una buena chica en esencia. Con esto no quiero decir que sea insulsa; al contrario, tiene mucha personalidad. La parte que ustedes conocen de su vida ha sido la más caótica. Hubo un antes y un después de Henry Astor.
—¿En qué sentido?
—Ella era divertidísima. Se apuntaba a cualquier plan y siempre estaba rodeada de amigas. Es hija única, pero para nada la típica niña mimada. La curiosidad siempre fue su mayor virtud y su mayor defecto.
—¿Tenía novio cuando conoció a Astor?
—Desde hacía un tiempo no se le conocía una relación fija. Ya sabe usted, ahora las cosas son distintas... Amalia miró a Woodworth por su juventud y Stand asintió.
—Son otras épocas...
—Por eso. Clea se cansaba pronto de las relaciones. Había estado con chicos estupendos, pero enseguida todo se le quedaba corto. Yo creo que se aburría. Era ambiciosa... no avariciosa, que eso es distinto..., y siempre quería más. Le gustaba ver todas las exposiciones de arte, viajaba todo lo que podía y cualquier plan diferente que le ofrecieras le encantaba...
—Se nota que la quiere usted. ¿Algún defecto, algo que no le guste de ella?
—Según se mire: para mí, no, pero para su madre... Siempre ha querido tener nietos y una vida más ordenada para su hija; todo le parecía un desastre. Veíamos cómo se casaban sus amigas y ella tenía su piso de soltera como quien tiene una casa para toda la vida, ya perfecta... Cuando sus padres le preguntaban qué quería... No sé, seré yo, pero pedir a tus padres una silla como regalo al cumplir treinta, por muy cara que sea la silla...
—No la entiendo.
—No lo sé..., a lo mejor no tengo razón... Yo la veía feliz y sin lastres, su madre quería algo más convencional, pero... No lo sé..., a mí me daba la sensación de que ella vivía sin esperar que llegara un hombre a su vida. Perdóneme, es que yo aún pienso en mi generación: siempre teníamos en mente la opción de la pareja.
—No, si está bien, no se disculpe.—Stand intervino mientras se ponía las gafas y miraba ensimismado a la atractiva mujer—. Desde luego, jamás se me ocurriría pedir una silla como regalo, pero ella es más joven que yo. ¿Era normal o excéntrica?
—Yo he vivido los 90 en Nueva York... Para mí es bastante normal...
Amalia sonrió mientras devolvía la mirada al joven.
—Lo que quiero decir es..., no sé..., ¿tenía excentricidades?, ¿problemas psicológicos?
—Que yo sepa, no. Tuvo una adolescencia bastante insoportable, pero solo eso, lo habitual, una aborrescente más que adolescente, pero nada más. Que yo sepa, ni pastillas para dormir ni una depre pasajera, ni estrés mal gestionado más allá del propio que tiene el trabajo o alguna circunstancia personal. Por eso nos sorprendió tanto su comportamiento de los últimos tiempos..., sobre todo a su madre.
—¿A su madre? —preguntó Stand.
—Sí, con ella deberían hablar. Tulia es una mujer tradicional, dedicada a su familia, feliz y conforme con todo lo que tiene en su vida, que no es poco... Ella supo enseguida que pasaba algo.
—¿Que pasaba qué? ¿Cuándo lo supo?
—Casi desde el principio. Álvaro, su marido, siempre le pide que no sea sobreprotectora con Clea. La chica se hizo siempre cargo de su vida y le encantaba. Su carrera de arquitecta iba muy bien. Acababa de terminar una gran reforma para Pedro Zaldívar... eh, disculpen, ustedes no lo conocen, un amigo de la familia. Fue en su casa donde conoció a Henry.
—¿Y qué pasó?
—Tardamos mucho en saberlo. Ella no contaba nada, ni siquiera dijo que tuvieran una relación hasta que estaba muy avanzada, pero desde su primer viaje a Biarritz parecía estar obsesionada con ese trabajo. Claro, nada nos hacía presagiar que su obsesión era el cliente más que la casa. Ella no era así, le doy mi palabra.
—¿Qué quiere decir con «así»?
—Así, diferente. Canceló el viaje de sus sueños con sus amigas de siempre. Ahí todos intuimos que pasaba algo pero, como ella jamás había dado un problema, no hicimos caso... ¿Sabe usted eso de quien no ha dado jamás un disgusto? Pues, la verdad, no caímos en que algo tan grave podía estar sucediendo.
—¿En qué sentido? —inquirió Woodworth.
—Verán, Clea no era consentida ni hosca y, de repente, se centraba solo en Biarritz, no nos llamaba, cuando volvía, estaba rarísima; no contestaba a los mensajes hasta que pasaba bastante tiempo, nada..., eso era raro en ella. Estaba arisca, se olvidaba de las fechas señaladas... No sé..., los demás la notábamos rara, pero Tulia no dejaba de darle vueltas a que había algo más de lo que sabíamos.
—Las madres pocas veces se equivocan —comentó Stand.
—Todo era extraño, aunque Tulia siempre ha sido un poco exagerada con todo lo que tiene que ver con su hija. No fuimos conscientes de que había un problema tan grande, ni siquiera el mismo día que llamó para decirnos que Henry había muerto.
—¿Qué les dijo?
—Primero llamó a sus padres. Cuando su madre le dijo qué día podía ser el funeral, fue llamando al resto. Estaba bebiendo..., no lo sabíamos. Cuando me llamó, ya me lo había contado Tulia. Le pregunté si estaba borracha porque la noté mal. Me dijo que no, que estaba hecha polvo y que quería estar sola, pero que me necesitaba en la iglesia. Me dijo que había sido de repente, así, sin más.
—¿No vino a Londres al entierro?
—No. Aquello fue todo extrañísimo. Ese mismo día se vistió de viuda de las de antes, se abandonó y se volvió insoportable... Impertinente, estúpida y con comportamientos de niña mimada, algo que nos extrañó a todos. Nunca había sido esnob ni contestataria... No era una chica rara, era brillante, amable, encantadora, alegre, serena, con sentido común..., y, de repente, se convirtió en missis Hyde. No era ella...
—¿Qué hicieron sus padres?
—Al mes del funeral, Tulia estaba desesperada. Se sentía, además, sola, porque Álvaro trataba de normalizarlo todo, por eso que he comentado sobre que ella tiende a dramatizarlo todo y a sobreproteger a Clea. Pero ella percibía que su hija estaba fatal, que tenía un problema mayor que el de haber perdido a su novio. Un día tuve una idea y la pusimos en acción. Lo hice por la chica, también por mi amiga. Creí que, si se iba lejos, Tulia se relajaría. No sabíamos lo que nos esperaba.
Amalia apartó la vista de los dos hombres y centró su atención en el río a través del ventanal. Su mirada se quedó perdida, flotando en los recuerdos de aquel día, el 16 de enero de 2019...
A veces, la memoria se vuelve tan densa que hace que una se sienta en las profundidades marinas, y que hasta el calendario de los dispositivos mude los números en un certero flashback».