Resulta sorprendente que algunas biografías extraordinarias lo sean sin incluir los logros de quienes las protagonizan, que las hazañas no sea el gran mérito, que lo que más resalte de una historia exitosa no sea el éxito, sino la voluntad de vivir. Así es la vida de Tina Turner, que podría no contener ninguno de los elementos archiconocidos: ni su presencia escénica como un seísmo, ni su voz como un relámpago, ni su ritmo endiablado enroscado en la columna vertebral.
La vida de Turner podría no tener asociada ninguna banda sonora, y seguir siendo metafóricamente una fuerza de la naturaleza. Podría no estar basada en sus ‘número uno’, comenzando con A Food in Love el año 1960; podría no incluir la canción Shame, Shame, Shame con Cher, en 1971, ni en su primer álbum en solitario del año 1984, ¿quién no conoce el poder de la canción que le da título, Private Dancer?
Seguiría siendo extraordinaria sin su actuación mítica en Wembley en el año 2000, sin su dúo con Beyoncé en los Grammy de 2008. Porque la cantante nacida como Anna Mae Bullock (Tennessee, 1939) no se define a sí misma como una estrella, sino como una superviviente. En La felicidad nace de ti, publicada por Ediciones Luciérnaga (2020), Tina Turner explica con gran sinceridad cómo se reconstruyó dos o tres veces a partir de fragmentos, algo que no resulta ni siquiera imaginable viéndola en acción.
La infancia esforzada
“Descubrí el funcionamiento del universo a partir de mis experiencias diarias de la infancia en Nutbush, una pequeña localidad rural. Me encantaba estar al aire libre, correr por los campos, admirar los cuerpos celestes...”, describe de una forma poética.
Tina Turner añade cómo “quizá la función de esos arcoíris, esas mariposas y esas flores de loto es recordarnos que nuestro mundo es una obra de arte mística, un lienzo universal sobre el que pintamos nuestras historias”.
Para Turner, “no importa dónde hayas nacido o quiénes sean tus padres, creo que todos partimos de una mezcla de circunstancias en las que hay tanto luz como oscuridad”. En su caso, “me trajeron al mundo en 1939 en un sótano sin ventanas relegado a la maternidad de mujeres 'de color' en el del condado” describe.
Su padre, Richard Bullock, era el gerente de la finca de “una familia blanca, los Poindexter. La gente blanca rara vez recibía en sus casas a personas negras, pero los Poindexter nos invitaban a menudo a mi hermana mayor, Alline y a mí a tomar una limonada y un aperitivo con ellos”, cuenta.
Como Turner explica, “el racismo era algo común y, como muchos condados del sur a mitad del siglo XX, el nuestro no se libraría de la violencia. Mi madre, Zelma, era cariñosa con mi hermana, pero conmigo era distinta, yo sabía que era la niña que mi madre nunca había querido”.
Y explica la infancia solitaria que tuvo. “Cuando yo sólo tenía tres años, [mis padres] se fueron a trabajar a una base militar en Knoxville, a más de 560 kilómetros. No teníamos teléfono, de modo que no tuvimos contacto con ellos mientras estuvieron fuera”. Es su abuela, Mama Georgie [abuelos paternos], gran amante de la música y su prima Margaret, tres años mayor [“mi mejor amiga, mi hermana del alma y de algún modo incluso una figura materna”] quienes la crían.
“Cuando tenía once años, mi madre se marchó por última vez y nunca regresó”, recuerda. “Se mudó a St. Louis. Nunca envió ni una sola carta. Nada. Yo esperaba cada día a que llegase el correo, con la esperanza de que se acordase de mí, pero no volví a verla hasta el funeral de mi abuela, más de cinco años después. Poco después de que cumpliese los trece, mi padre también se marchó. Su destino fue Detroit”.
Se describe como “una niña sin padres y sin un hogar real”. Cuando tenía catorce años, además, “mi prima Margaret me contó un secreto que nunca hubiese esperado oír: estaba embarazada”. Desgraciadamente, “a finales del verano de 1954, solo una semana después de que me revelara su mayor secreto Margaret murió en un horrible accidente de coche”, narra en el libro.
Sin embargo, Tina Turner no dejó que aquellas circunstancias la hundieran. “No dejé que mi inestable situación familiar me impidiese encontrar el placer en el mundo que me rodeaba. Disfrutaba cantando en el coro de la iglesia y de vez en cuando actuaba con el señor Bootsie Whietlow, un popular oriundo”, recuerda.
Mientras tanto, trabajaba en el campo, “recogiendo algodón y fresas bajo un calor sofocante, me imaginaba un paraíso remoto en el que pudiese vivir en una elegante película, como las estrellas”.
El dúo con un maltratador
Cuando tenía diecisiete años, intentó trabajar como auxiliar de enfermería. Un día fue “al club Manhattan, donde conocí a dos hombres que tendrían un papel importante en mi vida. El primero fue Raymond Hill, un talentoso saxofonista con quien tuve un breve romance que dio lugar a mi querido hijo Craig. El segundo fue Ike Turner, era músico y líder de una banda”, asegura.
En contra de su buen juicio, como ella misma escribe, “Ike terminó siendo mi primer marido. Lo mejor que salió de nuestra relación fue mi segundo hijo, Ronnie [también adopta a los dos hijos previos de Ike]”.
Esta relación, lejos de ayudarla, la convierte en una víctima de maltrato. Vivir con Ike supuso “una interminable serie de calvarios”. Reconoce que fue “él quién me cambió el nombre” y que la ayudó a lograr las primeras actuaciones [“gracias a él, los Rolling Stones nos invitaron a ir de gira con ellos al extranjero en el otoño de 1966”], pero recuerda que la maltrató horriblemente.
“Sufrí durante años la violencia doméstica, tanto emocional como física. Los labios rotos, los ojos morados, las articulaciones dislocadas, los huesos fracturados y la tortura psicológica se convirtieron en parte de mi día a día. Me acostumbré a sufrir y traté de mantenerme cuerda mientras lidiaba de algún modo con su locura”, escribe.
En el año 1968, “estaba tan deprimida y abatida que no podía pensar con claridad. Los abusos e infidelidades de Ike me habían dejado anestesiada, incapaz de sentir por mí misma o por mi familia, incapaz de sentirme viva”, explica.
Turner recuerda que “una noche, antes de prepararme para salir al escenario, intenté suicidarme tomando cincuenta pastillas para dormir. La gente que estaba entre bastidores se percató de que algo me pasaba y me llevó corriendo al hospital, eso me salvó la vida”.
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Renacer en mejor versión
Finalmente, cuando consigue dejar a Ike en 1976, “estaba sin un duro. Quería trabajar pero era difícil relanzar mi carrera en solitario”. Sin embargo, explica cómo su fuerza personal [y su “fe budista”] fue lo que la impulsó para relanzar su “carrera en solitario que comienza a despegar en los 80”.
En el año 1984 comienza su revancha: What's Love Got to Do With It (¿Qué
tiene que ver el amor con eso?) revienta la taquilla y una banda sonora, la de la película Mad Max 3 se convirtió en un éxito un año después, comenzando una nueva época.
Son quizá las colaboraciones con otros grandes nombres la clave de su éxito en los años noventa: liberada de una pareja opresiva, también en el escenario, inicia sus dúos con Phil Collins o Steve Winwood, con quien hace una gira, pero también a Eric Clapton, David Bowie o Bryan Adams, entre otros.
Se convierte, por derecho propio, en el gran icono femenino del rock estadounidense a partir de ese momento y en súper ventas a nivel global: no es sólo Occidente, todo el planeta adquiere sus discos. En el año 1995 será además la voz más recordada de la banda sonora de la película de James Bond titulada Goldeneye.
Con la llegada del siglo XXI, y pasados los sesenta años, inicia su retirada. Un disco recopilatorio [All The Best, en 2004] y algunas colaboraciones puntuales sirven como preludio para una vuelta en forma de gira mundial a los 69 años, para poner un broche final a su carrera, con su entrada directa al libro Guinness de los Récords por llenar escenarios de masas en todo el planeta.
En 2013, Turner adquiere la nacionalidad suiza y se retira definitivamente de la música. “Soy una superviviente nata”, deja escrito en su biografía, “pero he tenido ayuda, y no me refiero al éxito, ni al dinero, aunque haya sido bendecida con ambos. La ayuda que ha sido esencial para mi bienestar, mi alegría y mi resiliencia, es mi vida espiritual”, culmina, subrayando su creencia en algo más allá de lo físico, una resiliencia conectada con la capacidad de creer en sí misma, y en el más allá.