La educación es aburrida, aburre incluso hablar de educación. Aceptamos todos que es muy importante y nos conformamos con ese escueto consenso sin pararnos a detallar en qué consiste esa importancia. Lo hacemos de tal modo que acaba por parecer que la educación es cosa de la escuela y que si la educación va mal es porque las leyes educativas son un desastre sideral.
Pero la verdad es que, siendo cierto que las leyes educativas han ido haciendo más mal que bien al sistema educativo, no es ahí donde radica el meollo de la cuestión y desde luego no es por ahí por donde vendrán los cambios que la educación necesita sufrir a la voz de ya.
Empecemos por el principio, ¿son los jóvenes más maleducados de lo que solían ser pocas décadas atrás? Probablemente sí, pero lo cierto es que lo importante no es eso. Lo importante es que no son maleducados por casualidad ni por el cambio climático, lo son porque están siendo mal educados y cabe que los padres estemos siendo, sin querer, cómplices de tamaño desastre…
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La buena noticia es que somos también quienes podemos poner pie en pared, detener el deterioro, salvar a nuestros hijos de una educación vacía de contenido y de verdad, llena de relatos y de héroes con pies de barro. No hace falta ser héroes ni doctores honoris causa de universidad alguna, sólo hace falta entender el mundo en que vivimos y su escuela para saber qué necesitan nuestros hijos y darles justamente eso, no sólo el sinfín de cosas y experiencias con las que los deleitamos a diario.
Maleducados (Sekotia, 2023) es un repaso acerca de lo que es la educación y lo que debiera ser, acerca del mundo en que vivimos y en el que educamos, pero ¿a santo de qué una madre, que aún siendo profesora nunca ha ejercido sino que ha llevado su vida profesional por otros caminos, escribe un libro sobre educación?
Podría deciros que la culpa es de Escohotado que, como ya ha fallecido, no podría quejarse, o de Reverte, claro que él sí podría soltarme un mandoble dialéctico de esos que te dejan seca, así que me abstendré de hacerlo y os diré que la culpa es de la vida (de la mía) porque son las cosas que nos suceden, y las que nos vemos obligados a hacer para gestionarlas, las que nos van haciendo más lúcidos… siempre que cumplamos una condición: vivir pegados a la realidad, la cabeza podemos tenerla en las nubes (a ratos), los pies nunca, siempre pegados al suelo.
Y como soy de esas que miran siempre a la realidad de frente y a la cara, de las que han aprendido que no hacerlo es un error fatal, me incomodo cada vez que oigo a alguien decir que a veces a los niños les ocurren cosas que no son propias de niños, como si la vida fuera la televisión y se pudiera organizar su contenido por edades, o cosas como ‘no digas que es diabético, di que tiene diabetes’ como si eso solventara las hiperglucemias y las hipoglucemias, como si ese sutil matiz fuera más efectivo que una bomba de insulina o que la insulina misma.
Educar no es edulcorar la realidad ni esconderla bajo la alfombra del salón, no es sobreproteger a los niños y esperar a que maduren como si fueran a hacerlo por la exposición al sol y no por su exposición a la vida; educar no es enseñarles que tienen derecho a todo y apenas ninguna obligación, educar es ayudarles a crecer y darles las herramientas necesarias para vérselas con la vida poco a poco, paso a paso, hasta que llegan a su juventud.
A mi esto me lo recordó la vida de un guantazo: mi hijo tenía 10 años cuando le diagnosticaron diabetes tipo 1 y un diagnóstico así a esa edad no puede disimularse ni explicarse con palabras bonitas. Lo único que puedes hacer (y no es poco) es guiarlo en todo el proceso de aprendizaje acerca de su enfermedad, enseñarle a vivir con ella para que siga gozando de la vida como siempre.
Y cuando pasa algún tiempo y te das cuenta de que eso es exactamente lo que está ocurriendo, que el niño ha afrontado una noticia difícil, que la ha asumido y que sigue adelante con su vida, te das cuenta de que los traumas y las incapacidades no nacen de las cosas que nos suceden sino de lo que hacemos cuando esas cosas ocurren y, como hablamos de niños, de lo que los padres les ayudamos a hacer y aprender (o no) ante esas situaciones.
Maleducamos por encima de nuestras posibilidades y lo hacemos sin querer. Ser consciente de esto era ya razón más que suficiente para escribir Maleducados, pero saber que el de la mala educación no es un mal que nos haya caído como si fuera una plaga bíblica sino que, como padres, tenemos a nuestro alcance lo necesario para huir de esa mala educación y dar a nuestros hijos las herramientas que necesitan para vivir su vida plenamente…
Esa sí era la razón definitiva para ponerme a la tarea, porque hablar de educación y llorar un mar de lágrimas sobre la Ley Celáa, la Ley Wert y todas las anteriores es lo fácil, pero es también algo que los padres no nos podemos permitir. No necesitamos lamentos ni promesas, necesitamos soluciones y, en mi opinión, las tenemos más a mano de lo que a veces pensamos.
De eso es de lo que va Maleducados. De eso y de la educación como un quehacer constante y continuo en nuestra vida, como defendía Aristóteles, así que no vale eso de ‘yo ya estoy mayor’… nunca, jamás, estamos demasiado mayores para educarnos.