Cruz Sánchez de Lara.

Cruz Sánchez de Lara. Magdalena Siedlecki

Protagonistas

'En la corte de la zarina': Magas adelanta el primer capítulo del nuevo libro de Cruz Sánchez de Lara

La vicepresidenta de EL ESPAÑOL publicará el próximo 5 de junio su tercera novela, en homenaje a José de Ribas.

2 junio, 2024 01:24

La editorial Espasa publicará el próximo 5 de junio 'En la corte de la zarina', la tercera novela de Cruz Sánchez de Lara. La vicepresidenta de EL ESPAÑOL y editora de Enclave ODS y Magas nos trae una novela histórica documentada con rigor y escrita con el entusiasmo de las grandes gestas. 'En la corte de la zarina' alumbra la figura de José de Ribas, el noble y militar español que triunfó en la Rusia imperial de Catalina la Grande.

Portada de 'En la corte de la zarina'

Portada de 'En la corte de la zarina'

Militar, ingeniero, estratega, amante de la emperatriz, fiel consejero y visionario sin par, José de Ribas Boyons y Plunkett, conocido como Osip Mijáilovich en la fastuosa corte petersburguesa, el primer español en hacer carrera en el Imperio ruso de la emperatriz de emperatrices, cumplió con creces y aumentó el legado de su padre, pues fundó para los rusos, sobre esa pequeña aldea a la que consideró su lugar en el mundo, su puerto soñado similar al de Nápoles: Odesa.

EL ESPAÑOL presenta en exclusiva el primer capítulo de esta novela.

***

1

Palacio de Invierno,
San Petersburgo, diciembre de 1772                

—Majestad, nunca llegó tan lejos un español desde la conquista de las Américas. Y de eso hace ya casi tres siglos.

—¡No me hagáis reír! No se ponen picas en Rusia. No creáis que no he leído lo de Flandes. Querido amante elegido, solo habéis prestado un servicio más a vuestra soberana. Seguid así y todos vuestros méritos serán recompensados.

Las carcajadas de Catalina la Grande divertían a José de Ribas, que notaba sobre su piel desnuda el escalofrío de lo inesperado, de lo que debió de ser un golpe seco del destino. Hablaban en alemán, y esto a la zarina le había hecho remontarse a su juventud. José también olfateó la nostalgia de la infancia pero, a la vez, todo le sonaba reciente. De repente, así, sin más, como en un suspiro, había pasado de ser un niño inquieto a ser un extranjero en la cama de la zarina, el primer español. Había llegado al lugar donde se juntaban las llamas del infierno y las nubes, a un lugar exótico a orillas del Báltico.

—Me resulta increíble estar tumbado desnudo en esta cama del Palacio de Invierno, precisamente en esta, majestad.

José había visto muchos dibujos de la construcción que se había convertido en leyenda. Se decía que, cuando parecía que la residencia imperial estaba terminada, comenzaban una nueva ampliación. Todo era poco para la ambición de Catalina. Lo había querido levantar cerca de donde estaba el originario Palacio de Invierno de Pedro el Grande, en un lugar privilegiado de la capital petersburguesa, en la avenida Dvortsóvaya Náberezhnaya, a orillas del río Neva, en un lateral de una gran plaza.

Los aposentos imperiales estaban iluminados por la luz de las velas, que brillaban agrupadas en manojos de una docena en suntuosos candelabros. También había algún pábilo que titilaba aislado junto a un espejo. A la zarina le complacía verse embellecida en un reflejo cálido y sutil. Tenía un alto concepto de sí misma, pero no era boba. Le gustaban los hombres jóvenes y era consciente de la erótica del poder, del deseo que provocaba la corona en la mente de los súbditos, del espejismo arribista que producía en cualquier militar arrancarle un orgasmo a la emperatriz de todas las Rusias.

Catalina no era una belleza en estado puro, pero sí era imponente, excepcionalmente imponente. Tenía un punto en sus clavículas que rozaba la perfección, un pequeño espacio localizado justo donde comienza la hendidura de la piel, un toque regio que daba fuerza a su privilegiado cerebro para aguantar los ataques, y a su cabeza para llevar la corona. Se trataba apenas de unas aristas invisibles y casi escalonadas que definían su carisma.

La zarina era así, un todo: el cuerpo y el rostro del poder y de la autoridad. Ante esa visión, la tersura de la piel, la carnosidad de los labios o el tamaño de los ojos pasaban a un segundo plano. Su aura desdibujaba los rasgos y la luz amortiguaba los más de veinte años de diferencia entre Catalina y José.

Ella se apartó del cuerpo de aquel hombre de rasgos latinos. Lo hizo con sensuales espasmos de divinidad. Era razonablemente atractivo, pero sin más.

—Por esta cama han pasado hombres fornidos y bellos. Tuve un favorito al que toda la corte llamaba «Adonis». Los del norte son más perfectos como especímenes, pero vos sois brillante, rápido, interesante y… español —musitó Catalina recreándose en su ironía, y se quedó en silencio mientras acariciaba feliz el torso de su nuevo divertimento.

—¿Os atraen los españoles, majestad?

—Sois el primero. Ese es vuestro principal atractivo. Un español que quiere triunfar en Rusia. Tenéis agallas y sois altanero. Os gustan diferentes comidas que a nosotros, vivís de forma distinta y, sin embargo, el afán de triunfar os hace renunciar al sol de vuestra tierra. He visto egos muy grandes, pero nunca en un cuerpo tan pequeño.

—Me gusta vuestra tiranía en la cama, majestad. ¿Por qué tendríais vos que pensar que vuestras palabras pudieran ofenderme si sois la zarina? —respondió José sintiendo el placer que le daba el descaro de aquella poderosa mujer.

Eso representaban los hombres para ella: súbditos, estrategas, militares, piezas fundamentales para hacer crecer y avanzar a Rusia. Y luego, además, encontraba en ellos el placer de la lisonja y del desenfreno. Lo hacía dentro del único cuadrilátero en el que se permitía perder el control, esos escasos metros cuadrados que convertían el tálamo imperial en el escenario líquido de la lujuria.

José de Ribas reposaba bajo el dosel entre oscuros cortinajes de seda adamascada, con la única claridad del reflejo de la luz de las velas en el marrón y el dorado de las maderas nobles. Todo era amplio y estaba recargado: las alfombras, los cuadros, las porcelanas, también ricas en color oro, ese tono que tanto matiza la penumbra.

Catalina era una emperatriz cultivada, segura, una mujer dotada para la política y extremadamente ambiciosa que sabía construir los decorados perfectos para que cualquier pequeño capítulo de su vida —ya fuera un versículo— pareciera revestido de la más señorial majestuosidad.

El español la miraba de soslayo fingiendo una devoción excelsa por su cuerpo mientras seguía acariciándose seductoramente el pecho a la par que lo hacía la zarina, consiguiendo esquivar sus dedos y manteniendo un juego de dibujos sensuales que acrecentaban la tensión.

José le agarró el índice para contemplar la belleza del anillo de oro, plata y brillantes que llevaba. En realidad, se trataba de un reloj con la numeración en dos círculos concéntricos; los más grandes y cercanos al centro eran romanos y los más lejanos y pequeños estaban grabados sobre la esfera de esmalte blanco con numeración arábiga. Mientras lo observaba, el extranjero pensaba en silencio cuánto callaba aquella mujer que llegó desde Alemania a los quince años sin hablar ruso, aprendió el idioma y todo lo concerniente al imperio, se convirtió del luteranismo al cristianismo ortodoxo, soportó los desdenes de su marido y lo derrocó, y luego a los hermanos Orlov, que la habían entronizado.

En las cortes europeas se decía que pocas veces en la historia del mundo, la familia de un favorito había aportado más de lo que había recibido de un soberano. Alejo Orlov, el hermano más inteligente, era un gran estadista y la zarina supo sacarle partido. Ella tenía la astucia de un general y las habilidades de una cortesana al mismo tiempo. A José le impresionaba aquella brillantez, su refinamiento y su inteligencia, que salían por cada poro de su piel formando el halo indescriptible de las personas tocadas por la mano de Dios.

—Señora, siempre estaré a sus pies. Soy leal, discreto, pensador, filósofo, constructor, marinero, soldado, bufón... Y el voluntario permanente para volver a comer el delicado manjar imperial que hoy he degustado por primera vez.

José se estaba vendiendo como mercancía. Quería repetir y el ansia lo hacía parecer demasiado evidente. Volvió a ponerse en pie con la amenaza de asaltarla de nuevo sin piedad. Ella corrió juguetona para divertirse. Le gustaba sentirse la dueña y señora de la escena.

Los años de desplantes y humillaciones de su marido, el zar Pedro II, le habían hecho mella. Necesitó desde muy pronto encontrar la aceptación en el deseo de mil amantes y el cariño de un favorito. Desde que se llamaba Sofía antes de pasar a ser Catalina, ya soñaba con que la amaran y, a la vez, con que la quisieran.

Hay personas que necesitan que las amen con pasión y otras que las quieran con lealtad y cariño. La zarina lo quería todo en una sola relación. Cuando le faltaba algún ingrediente, sentía la gelidez del vacío y necesitaba cambiar de compañero de juego. Para que ella pudiera querer y amar, ambas cosas tenían que darse en la misma partida.

La soberana era un animal de la política y esa noche había pasado por su cama el lince español de la estrategia. Él era capaz de dibujar el éxito y hacer un plano para llegar a la meta.

—Osip Mijáilovich..., recoja sus ropas y márchese. Ha sido fantástico disfrutar de su compañía, pero me da miedo acostumbrarme..., y cuando algo me gusta, me vuelvo testaruda. No nos interesa. Y yo soy tan adictiva como tal vez pudiera llegar a serlo usted.

—Tiene razón. Podría enamorarme o Su Alteza podría llegar a amarme.

La besó en los labios, con un mordisco lujurioso final, y se marchó con la certeza de que la inteligencia siempre está de parte de quien se hace desear. La zarina había disfrutado más de lo habitual. Le apetecía que el extranjero se quedara a dormir con ella, pero había olido el riesgo de la comunión de las pieles y le dejó abandonar la estancia, mientras susurraba un insulto con música de piropo.

—Engreído... Ya lo dicen los franceses cuando escriben sobre España...

José cerró la puerta y pensó en su padre. El catalán Miguel de Ribas y Boyons, mariscal del Reino de Nápoles, que supo desde que era pequeño que aquel hijo era la esperanza de la familia y siempre soñó con sus triunfos. Fue quien le aconsejó que aprovechara la oportunidad de unirse al ejército ruso sirviendo a España, que debía ser su única patria. Para su familia, Nápoles siempre seguiría siendo español dictara lo que dictara la política. Aun así, él estaba seguro de que su padre jamás habría podido imaginar que uno de los lugares donde recalaría su nave sería el dormitorio imperial en San Petersburgo.

El español cerró la puerta tras de sí y se detuvo. Sintió por un segundo que la broma de la zarina sobre la pica en Flandes tenía sentido. Era el primer español que había llegado a la cama de Catalina la Grande. Su fama de «conocer» a todos los oficiales apuestos del ejército y a los nobles más mujeriegos y más atractivos dejaba abierta la incógnita del futuro. No podía saber si volverían a tener un encuentro así, pero sí sabía que, si volvía a ser elegido, disfrutaría tanto como lo había hecho en aquella cita. Mientras, se llevaba en la piel el delicioso y dulce aroma del perfume de una reina.

La emperatriz necesitaba mucho amor, mucha pasión, mucha carne. El favorito nunca era un obstáculo para conocer a nuevos y fogosos amantes, siempre más jóvenes que ella.

José de Ribas caminó por los pasillos del Palacio de Invierno en la creencia de que aquello era una conquista española, como su padre le había enseñado: «José, eres un Ribas, formas parte de la nobleza catalana y todo lo que hagas, lo harás para tu única patria, que siempre será España».