El primer cruce. Agosto de 2012.
El alambre de púas hirió mi espalda. Temblaba descontroladamente. Después de largas horas esperando la llegada del anochecer, para no llamar la atención de los soldados turcos, por fin levanté la cabeza y observé el cielo distante teñirse de negro. Debajo de la cerca de alambre que delimitaba la frontera, alguien había cavado un hoyo minúsculo, con el espacio justo para una persona. Mis pies se hundían en la tierra y las púas me desgarraban la espalda mientras me arrastraba para cruzar la línea de separación entre los dos países.
Respiré hondo, arqueé la espalda y corrí tan rápido como pude, tal como me habían indicado. Rápido. Media hora de sprint: esa es la distancia que tienes que recorrer antes de llegar a salvo al otro lado de la frontera. Corrí y corrí hasta que salimos de la zona de peligro. El suelo era irregular y rocoso, pero a toda velocidad sentía los pies ligeros. Los latidos intensos del corazón me impulsaban, me elevaban. Jadeando, murmuré para mis adentros: ¡He regresado! No es la escena de una película, es real. Corría articulando las palabras he regresado... Estoy aquí.
Detrás de nosotros, se oían disparos y vehículos militares en movimiento en el lado turco, pero lo habíamos logrado: estábamos del otro lado y estábamos corriendo. Sentí como si todo hubiera estado predestinado desde hacía tiempo. Me había puesto expresamente un pañuelo en la cabeza, un abrigo largo y pantalones holgados.
Teníamos que trepar una cuesta empinada, antes de descender al otro lado de la colina donde nos esperaba el coche. En aquella ocasión, mis guías y yo no éramos parte de un convoy de extraños. En aquel momento ni siquiera sabía si sería capaz de escribir la historia en el futuro; de alguna manera había asumido que yo, como tantos otros, moriría en el intento de regresar a mi tierra. La oscuridad de la noche era total y todo parecía normal, según lo esperado; o al menos eso parecía.
Más tarde, después de haber repetido este cruce de frontera en varias ocasiones durante dieciocho meses, observaría muchos cambios. El estado caótico del aeropuerto de Antioquía, próximo a la frontera, sería prueba suficiente de la situación que vivía Siria. Todo ello lo guardé en un lugar de mi memoria, junto con los demás testimonios fehacientes de la convulsión repentina y profunda que tenía lugar en mi país.
En aquel entonces, sin embargo, al descender la montaña por primera vez con las piernas entumecidas de dolor, ignoraba lo que sucedería.
Cuando llegué a la base de la montaña, me agaché y me detuve por lo menos diez minutos; resollaba, intentaba coger aire para calmar las palpitaciones. El chico que me acompañaba debió haber pensado que me había emocionado al ver otra vez mi patria. Pero eso era lo último que se me cruzaba por la cabeza.
Habíamos corrido tanto tiempo que sentía como si me arrancaran los pulmones del cuerpo. No me podía poner de pie.
Por fin llegamos al coche y volví a respirar con normalidad.
Me senté en la parte trasera, junto a los dos hombres que serían mis guías, Maysara y Mohammed. Eran dos combatientes muy distintos que pertenecían a la misma familia, la familia en cuyo hogar me refugiaría. Maysara era un combatiente rebelde que había comenzado manifestándose de forma pacífica contra el régimen de Asad, pero más tarde se unió a la lucha armada. Mohammed tenía veintitantos años, había estudiado ciencias empresariales y, al igual que Maysara, había formado parte del movimiento de protesta pacífico antes de unirse a la resistencia armada. Durante las semanas en las que trabajaríamos juntos, construiríamos una amistad duradera. Delante, iba nuestro conductor y a su lado, otro joven.
Viajábamos por la provincia de Idlib, una zona liberada solo parcialmente del control del régimen de Asad. Entre los continuos puestos de control instalados por el Ejército Libre, avanzábamos con rapidez por una carretera bordeada de olivares. Allá donde mirara, había militantes armados, estandartes de la victoria. Asomé la cabeza por la ventanilla del coche e intenté retener las imágenes de todo lo que observaba, sin vincularme emocionalmente con el entorno. Conducíamos por una carretera que parecía interminable, acompañados del ruido sordo y distante de los bombardeos. Y sin embargo, un sentimiento de euforia estimulaba cada célula de mi cuerpo mientras observaba aquella parte de Siria, liberada casi por completo de las tropas de Asad.
Bueno, parte del territorio había sido liberado, pero el cielo no nos dejaría celebrarlo aún: no, el cielo ardía. Un bombardeo de imágenes frenéticas competían por mi atención; para asimilarlo todo necesitaba ojos en la nuca, en los oídos... Dios, incluso en las yemas de los dedos. Miraba al frente, intentando encontrarle sentido al entorno.
Máquinas de destrucción. El cielo en llamas. Un coche solitario con una mujer y cuatro hombres, abriéndose paso ente los olivares, de camino a la ciudad de Saraqeb.
La Siria que recordaba había sido uno de los sitios más hermosos del mundo. Recordé mi infancia en la localidad de al-Tabqa (también conocida como al-Thawra), próxima a la ciudad de Raqqa, sobre el río Eufrates; y mi adolescencia en la histórica ciudad costera de Jableh, próxima a Latakia, la principal ciudad portuaria de Siria. De adulta, había vivido con mi hija en Damasco, la capital, durante varios años, lejos de mi familia, mi comunidad y los vínculos sectarios. Llevaba una vida independiente, con la libertad de tomar mis propias decisiones, pero por ello había tenido que pagar un precio: el rechazo, la crítica y el daño de mi reputación. Era difícil ser mujer en una sociedad conservadora que no permitía que las mujeres se rebelaran contra sus leyes.
Entonces todo parecía resistirse al cambio. Lo último que hubiera imaginado durante mi primera visita por las zonas rurales norteñas de Siria era encontrar un país destrozado.
Todos los hechos de esta narración son reales. El único personaje ficticio es el narrador, yo: una figura inverosímil capaz de cruzar la frontera en medio de la destrucción, como si mi vida no fuera más que el personaje complejo de una novela. A medida que asimilaba lo que ocurría a mi alrededor, dejaba de ser yo misma. Yo era un personaje inventado, y dadas mis opciones, solo podía seguir adelante. Dejé a un lado
a la mujer que soy en la vida real y me convertí en esta otra persona imaginaria, cuyas reacciones tenían que ir en consonancia con lo que fuera que estuviera viviendo. ¿Qué hacía allí? ¿Enfrentarse a la existencia? ¿A su identidad? ¿Al exilio? ¿A la justicia? ¿A la demencia del derramamiento de sangre?
Fui obligada a exiliarme en Francia en julio de 2011. Mi salida de Siria no había sido fácil: había tenido que escapar con mi hija porque me perseguían los servicios de inteligencia del gobierno (el mukhabarat) por haber participado en las manifestaciones pacíficas durante los primeros meses de la revolución. Además, había escrito varios artículos explicando la verdad sobre las actuaciones de los servicios de inteligencia, que asesinaban y torturaban a quienes protestaban contra el régimen de Asad. Pero una vez en Francia, había sentido la necesidad de regresar al norte de Siria para hacer realidad mi sueño de conseguir la democracia y la libertad en mi tierra.
El regreso al país que me había visto nacer, eso era en lo único que pensaba. Creía que debía hacer lo que era correcto y propio de una persona educada, de una escritora: acompañar a mi gente en su causa. Mi objetivo era desarrollar proyectos para las mujeres a pequeña escala y fundar una organización dedicada a fomentar el empoderamiento de las mujeres y la educación de los niños. Si la situación se iba a dilatar por más tiempo, la única alternativa era intentar centrarse en las generaciones futuras. También buscaba la viabilidad para establecer organizaciones civiles democráticas en aquellas zonas liberadas del control de Asad.
Atravesábamos una carretera tras otra en la noche negra y cerrada, de camino a la casa de la familia que desempeñaría un rol fundamental en mi nueva vida. Con precaución, entramos en los estrechos callejones de Saraqeb. La ciudad no estaba liberada por completo del régimen; todavía quedaba un francotirador en la torre de comunicaciones que asesinaba a cientos de personas cada día.
El edificio en el que me alojaría tenía varias alas, distribuidas alrededor de un patio central. Era evidente que en el pasado había sido el hogar de gente adinerada y hospitalaria. Pero en aquel momento vivía una familia numerosa que intentaba «buscarse la vida», como dijo una de las mujeres.
La parte más antigua del edificio, construida por una generación anterior, conservaba su estructura original y tenía un techo abovedado precioso. Yo me quedaría en esa zona, en la habitación que llamaban «la bodega». A la izquierda de esa ala del edificio se encontraba la habitación del hijo mayor, Abu Ibrahim, y su mujer, Noura: mis anfitriones. A la derecha, mi guía Maysara, el hijo menor de la familia, que vivía con su mujer, Manal, y sus hijos: Ruha, una niña de once años muy tranquila; Aala, de siete años; Mahmoud, de cuatro y Tala, de dos años y medio. El edificio también era el hogar de la madre y la tía de los dos hermanos, ambas señoras mayores con escasa movilidad. De ellas se ocupaba Ayouche, la hermana soltera de Abu Ibrahim, que tenía poco más de cincuenta años.
En aquel entonces no lo sabía, pero mis anfitriones y yo teníamos la misma visión para nuestro país; eso nos unió, ayudó a crear un vinculo fuerte ente nosotros. Como pueblo, los sirios son sumamente hospitalarios. Apenas llegar, todo el mundo se movilizó para preparamos la cena. Nos sentamos a comer juntos, en el suelo, cruzados de piernas sobre alfombras de plástico y colchones de espuma; las niñas, Ruha y Aala, no se despegaban de mi lado. Observé los rostros amables de la familia. Mis parientes vivían en zonas del país controladas por el régimen, eso quería decir que ya no podía visitarlos.
Aquella noche, les conté a las mujeres de la familia un poco sobre mi vida y cómo me había ido de casa a los dieciséis años.
Al compartir mis confidencias, quería inspirarles confianza y darles una idea del verdadero significado de la libertad —y las responsabilidades que ello implica—. Quería enseñarles que la libertad de una mujer radica en llevar su vida con responsabilidad, que era exactamente lo contrario a lo que la sociedad siria entendía por liberación femenina, vista como una violación de las costumbres y tradiciones. Les expliqué que había tenido que trabajar mucho para criar a mi hija, para llegar a ser independiente económicamente tras mi divorcio, y que me vi obligada a trabajar en varios sitios para que mi hija y yo pudiéramos salir adelante. Les conté que muchas personas de mi familia y comunidad me habían repudiado, pero que yo había hecho lo que tenía que hacer para convertirme en escritora y periodista.
Las mujeres me hacían una pregunta tras otra, a medida que les contaba sobre mi viaje a Saraqeb.
Les expliqué que, antes de cruzar la frontera, había visitado un hospital en la localidad turca de Reyhanli, que tenía una planta de emergencias destinada a los sirios heridos en los bombardeos. Habitaciones fétidas, una tras otra, con pacientes putrefactos tumbados sobre sábanas blancas, con los pies mutilados, los miembros amputados y la mirada perdida. Me acompañaban Maysara y su cuñado Manhal, uno de los primeros activistas en unirse a la revolución en Saraqeb.
Manhal me advirtió que me preparara antes de entrar en la habitación de dos niñas, Diana de cuatro años, y Shaima, de once.
A Diana le había perforado la médula espinal una bala, provocándole una parálisis irreversible. Estaba tendida en la cama, inmóvil, como un conejo asustado. Parecía un milagro que su cuerpo pequeño y frágil no hubiera quedado destrozado por completo tras el impacto. La pequeña cruzaba la calle para comprar unos pasteles para el desayuno cuando ocurrió. ¿Qué diablos estaba pensando el francotirador cuando apuntaba su mira a la espalda de la niña?
En otra cama, al lado de Diana, estaba Shaima. Había perdido la pierna por el impacto de un proyectil y su mano estaba destrozada por la metralla. También tenía el pie lastimado y todo el cuerpo recubierto de heridas. Estaba con su familia sentada en el frente de la casa cuando les sorprendió el ataque. Habían matado a nueve de sus familiares, incluida su madre. Su tía estaba de pie a su lado, junto a la cama. Shaima me observaba, su mirada, una mezcla inquietante de súplica y enfado. Un vendaje blanco le envolvía la pelvis hasta la parte superior del muslo. Y había un vacío en el espacio que debería haber ocupado su pierna.
Somos seres completos gracias a nuestras imperfecciones —pensé—, y seres incompletos cuando estamos completos. Pero no había nada que pudiera decirle a esa niña. Le acaricié la frente. Sonrió. Shaima y Diana no estaban solas en la planta de emergencia. En la habitación contigua, un chico esperaba a que le amputaran la pierna destrozada por un proyectil.
Pese a ello, se reía con la mirada. Otro joven esperaba a que le limpiaran las heridas y le extrajeran la metralla del pie, para regresar a Siria y continuar la lucha. Era comandante de un grupo armado, su nombre era Abdullah y durante mi segundo viaje volvería a verlo y nos haríamos amigos. En aquel entonces no lo sabía, pero cruzaría por segunda vez la frontera siria junto a él y, pese a los bombardeos, tomaría café con su hermosa prometida.
Las salas de aquel hospital turco, próximo a la frontera, acogían a los sirios cuyas extremidades yacían abandonadas en la tierra. Estos jóvenes, recostados allí con la mitad del cuerpo destrozado, miraban absortos su tierra a través la ventana, tan cercana que casi podías percibir su aroma.
En aquel momento, les contaba a mis anfitriones, fue cuando tomé la iniciativa real de dar el primer paso para cruzar la frontera.
Les conté que me había escabullido y atravesado el alambre de púas para pasar al otro lado. Que al cruzar habíamos dejado de estar perdidos en una tierra agreste, para continuar perdidos en otra. Había sido un momento de oscilación entre el límite del exilio y la patria. Allí, a ambos lados de la cerca, aparecían cuerpos en la oscuridad, frotándose los hombros, siguiendo un camino a ciegas.
Oímos una voz que nos saludaba, «Buenas noches». Voces por aquí, voces por allí. Nos movíamos sigilosamente, a hurtadillas, como gatos en las sombras. La frontera por la que los sirios desaparecen en la noche tiene el ancho de un pelo: no se puede hablar de distancias. La gente entra y sale, atraviesa la línea en la tranquilidad y quietud de la noche, aunque son pocos quienes encuentran tranquilidad al llegar a su destino. La cerca de alambre no los detiene; es inútil, como querer contener mermelada en una red.
Durante mi primera estancia en Saraqeb, aprendí a sortear al francotirador que había disparado a Diana. Empezaba a conocer mejor el entorno y mis anfitriones me habían enseñado a moverme a través de las casas, para evitar la calle que controlaba el asesino. Todas las puertas estaban abiertas, de forma que nos escabullíamos entre los edificios para eludir el rifle del francotirador. Muchos vecinos habían derribado las paredes medianeras para facilitar el paso. Atravesábamos casas de gente desconocida, saltábamos ventanas o bajábamos por alguna escalera hasta llegar a nivel del suelo, luego corríamos hasta el patio, con los zapatos en la mano.
En una ocasión, con Mohammed y otros dos muchachos tuvimos que atravesar el salón de una anciana. La saludamos y ella nos devolvió el saludo inmutable, sin moverse ni un centímetro del sitio donde estaba recostada. Claramente estaba acostumbrada a que la gente local entrara y saliera de su casa. Antes de saltar por la ventana, dirigí la mirada hacia ella en busca de algún indicio de sorpresa en su rostro, pero la anciana miraba el techo como si no hubiera notado nuestra presencia. Pasábamos de casa en casa con este modus ope- randi y nos las ingeniábamos para mantenemos a salvo. Era la única forma de evitar los disparos.
De hecho, más tarde me enteraría por las mujeres de la zona que, durante el último día de mi viaje, el francotirador había disparado a una mujer en los genitales y asesinado a una niña de doce años. La noticia me dejó estupefacta: se me entumecieron las piernas, no podía mover las rodillas.
— ¿Qué haces? —, me dijeron los hombres, alzando la voz—. ¡Vamos! ¡Tendrás que aprender a ser más fuerte!
Aquel incidente me enseñó a posponer la tristeza y guardar la angustia en mi interior.
De cualquier forma, el único vencedor en Siria es la muerte: nadie habla de otro tema. Todo es relativo e incierto. La única certeza es que la muerte tendrá el triunfo asegurado.
Comencé mi trabajo con las mujeres locales, a quienes ayudaba a crear talleres y proyectos que les aportaran una ayuda económica. Pero las distracciones abundaban. Un día, mientras me preparaba para visitar a las viudas y parientas de los combatientes mártires ("mártir" en el sentido laico, no religioso), me vi rodeada de un grupo de mujeres hermosas, vecinas, dispuestas a contar sus propias historias sobre Saraqeb. La pequeña Aala, sentada a mi lado, tiraba de mi mano, y su hermana mayor,
Ruha, ayudaba a su madre y me miraba con recelo. Yo quería complacer a ambas. Susurré al oído de Aala que teníamos que escuchar atentamente. Me guiñó el ojo, llevó la mano debajo de la barbilla y escuchó conmigo las historias de las mujeres.
Incluso cuando no surgían distracciones tan interesantes, no resultaba fácil llegar a las casas de las mujeres con quienes me quería reunir. Mohammed siempre me acompañaba en el coche, pero los hombres tenían prohibida la entrada a las casas de las viudas, en especial durante el iddah, el periodo de cuatro meses y diez días, de acuerdo con la ley islámica, en el que la viuda no puede ser vista por ningún hombre. Lo que me sorprendía cuando visitaba a las mujeres en sus hogares, en los pueblos diseminados por la provincia de Idlib, era la limpieza.
Las casas estaban impecables, incluso aunque tuvieran cortado el suministro de agua. Se maquillaban las cejas y les brillaban los ojos, y pese a la pobreza, se podía percibir el aroma de los productos de limpieza proveniente de las habitaciones. Hasta las casas más humildes olían a jabón barato. Las mujeres de las familias desplazadas más pobres, que vivían en casas medio derrumbadas y en ruinas, ponían mucho esmero en el cuidado de su entorno. A todas horas quitaban el polvo con algún trapo o limpiaban las caras de sus hijos con una toalla húmeda. Uno tiene que adaptarse a las circunstancias cuando a duras penas se tiene un techo sobre la cabeza.
En el camino de regreso, tras una visita a casa de una viuda y su familia, Mohammed me propuso conocer al calígrafo y pintor autor de la mayoría de los grafitis de Saraqeb, una de las principales formas de arte de los activistas revolucionarios. Ni bien se liberaba una ciudad, las paredes se convertían en un libro abierto, en exposiciones de arte temporales.
El hombre que ilustraba las paredes de Saraqeb era también el hombre que daba sepultura a los mártires, las víctimas de los bombardeos.
—Entierro los cuerpos —me dijo extendiendo las palmas de las manos al pronunciar la palabra «cuerpos» — . Te podría contar la historia de todos y cada uno de ellos. Pero tardaríamos un buen rato... Entierro a los mártires de Saraqeb y pinto las paredes de Saraqeb. Nunca me iré de este sitio.
Conversábamos de pie, frente al Centro Cultural de Saraqeb, sus colores vivos rompían la palidez del lugar. Al otro lado, pintada en la fachada de un edificio, una frase de elogio a Mohammed Haaf, el héroe y mártir local: «Créeme, Haaf: el ojo nunca olvida su párpado, y una flor nunca olvida su tallo». En frente, otra pared con la frase «Damasco, aquí estaremos hasta la eternidad». Deambulamos por las calles. Tomé fotografías de las paredes y las fachadas de la ciudad atrapada en la glorificación de la muerte; vi en todas partes carteles anunciando funerales de jóvenes y niños, mujeres y ancianos.
Y continuamos nuestro camino bajo el sol abrasador y la tierra árida. Pasaron unos hombres; tenían los ojos rojos, pero radiantes. Aún podíamos oír el sonido de los disparos del francotirador.
Aquella tarde, se presentó un muchacho de piel morena, un pariente de Maysara, con las mejillas quemadas. Se sentó sin pronunciar ni una palabra durante un buen rato. Luego nos contó que habían caído proyectiles en su campo y se había incendiado el heno, su medio de subsistencia. Todo lo que tenía. Al hablar, se daba golpes en la cabeza contra la pared.
Su madre estaba allí con nosotros, su mirada cargada de terror: ella también lo había perdido todo. Lloró apenada y después se unió a nuestro silencio, mientras oíamos el estruendo de los disparos del francotirador.
—Están incendiando los campos cercanos a la ciudad, como castigo a la gente local —me comentó Mohammed al día siguiente, mientras mirábamos más grafitis—. Pero no estoy seguro de que vayan a lanzamos misiles. ¡Quizás sí!
Levantamos la mirada y observamos el cielo azul y despejado, sacudido por el estruendo del bombardeo.
—Si un proyectil cayera cerca de ti, ese es un sonido que nunca podrías olvidar —dijo entre risas. Se oía el ruido de un convoy de tanques en las afueras de la ciudad que se dirigía a Alepo.
—Más adelante, cuando se desaten los enfrentamientos, Saraqeb estará en la zona de demarcación. Los bombardeos no se detendrán —me explicó y nos marchamos en el coche.
Nos detuvimos frente a una casa demolida.
—Esta casa la bombardearon después de haberla prendido fuego, después de haber asesinado a uno de los hijos —dijo Mohammed—. El hijo que murió había sido torturado en prisión. Tenía siete hermanas y un hermano, y habían perdido a su padre. Después de matarlo, lo ataron a la parte trasera de un coche y lo arrastraron por las calles, el asfalto le arrancó la piel. Había participado en las manifestaciones pacíficas. A otro tipo que cogieron grabando las manifestaciones lo pusieron en las huellas del tanque y le dijeron que le iban a pasar por encima. Encendieron el motor. Lo dejaron allí un buen rato y al final, soltaron una carcajada y lo arrestaron.
»Vamos a reconstruir todo lo que han bombardeado. ¿Ves esa casa allí enfrente? —Mohammed señaló la segunda planta, había un agujero en la pared—. Allí vivía la hermana de uno de los disidentes. Bombardearon la casa en represalia a su hermano.
(Copyright Ed. Stella Maris; concesión a EL ESPAÑOL para publicación del inicio de 'La Frontera; Memoria de mi destrozada Siria').