Berlín

Pese a que en algunos barrios de Berlín la vida nocturna pueda ser frenética, especialmente en zonas de bares, discotecas o clubes, lo habitual es que a las diez y media de la noche la capital alemana muestre un aspecto más bien tranquilo. En general, la gente descansa a esa hora ya en sus casas. Las clases en los colegios comienzan entre las ocho y las ocho y cuarto de la mañana, por eso los niños hace ya rato que duermen. Sin embargo, los niños de la familia Jadada, entre los que se cuentan varios menores y un bebé de corta edad, no tienen esa suerte.

Los Jadada son unas diecinueve personas procedentes de la ciudad afgana de Kunduz que esperan para pedir asilo a las puertas de las instalaciones del Servicio para la Salud y lo Social de la ciudad-estado de Berlín (Lageso, según sus siglas alemanas), en el céntrico barrio de Moabit. “Llevan esperando alrededor de dos meses para poder registrar su solicitud de asilo, vienen todos los días para hacerlo, pero no pueden, y hoy han venido todos dispuestos a dormir en la calle para tener más opciones”, según resume la situación de los Jadada una traductora del grupo de voluntarios que ha venido a ayudar a los refugiados en su particular vigilia para acceder a los servicios de acogida y ayuda de Berlín.

A las once de la noche, ha de haber unos trescientos refugiados frente a las puertas del recinto de Lageso. No todos están en la cola. Los hay que merodean, se alimentan con raciones del puesto de comida rápida instalado para la ocasión, beben el té que reparten el puñado de voluntarios o descansan en los tres autocares con calefacción que, por iniciativa privada, se han puesto a disposición de mujeres y niños para que puedan pasar la noche sin sufrir demasiado el frío. Por suerte para quienes esperan en la cola, no está siendo un otoño demasiado duro. Esta noche no llueve y se cuentan una decena de grados centígrados, aunque la sensación térmica es de cuatro grados.

Una cola de cien metros

Frente a los “autobuses calientes” - así los llaman los voluntarios - hay una cola de unos cien metros de longitud. En ella esperan sentados o tumbados en el suelo cerca de doscientas personas, mayormente hombres. Junto a las barreras que, de momento, impiden el paso a los edificios de las autoridades, Ayatollah guarda su privilegiada posición. Está segundo de la cola. “Vinimos a las seis de la mañana para ser los primeros en entrar, porque necesitamos dinero”, dice este joven afgano de 25 años originario de la provincia de Sar-e Pul. Está bien abrigado y su cuerpo permanece caliente bajo una manta que se ha traído del centro de acogida de asilados donde duerme. Lleva horas sentado en el suelo, al igual que su grupo de amigos, unos diez jóvenes que no parecen superar la treintena y que hacen piña a las puertas de Lageso. Los asilados que viven en los hogares para refugiados habilitados para ello reciben 140 euros al mes con los que sobrevivir.

Ayatollah y su grupo de amigos están los primeros, pero todavía es temprano para confiar en recibir la asistencia de las autoridades. “Espero poder recibir la ayuda, pero no estoy seguro, porque por las noches suele haber peleas, enfrentamientos con los servicios de seguridad, también hay gente que viene a colarse, y por eso tenemos miedo, aunque las peores cosas suelen ocurrir a partir de las tres de la mañana, porque a las cuatro abren esta primera puerta”, dice. Al final de cola, Mustafá, un físico iraquí de 29 años que llegó hace tres meses a Berlín procedente de Bagdad, tampoco está seguro de poder recibir la ayuda que necesita. Por lo visto le hace falta todavía rellenar algunos papeles administrativos. “Si tengo suerte, pasaré, si no tengo suerte, no”, asegura. Su sueño es completar su formación como ingeniero nuclear y poder ir a Malmö (Suecia), donde vive su novia, también refugiada.

Cigarrillos y silencio

Pasada la media noche, Mustafá y sus amigos, un grupo de sirios que duermen en un campo de refugiados del distrito de Spandau intercambian bromas, fuman cigarrillos, o esperan en silencio sentados en el suelo. Los voluntarios siguen repartiendo té, manzanas, y barritas de cereales a quienes esperan en la cola. “Conozco a estos voluntarios de otras veces que he venido, son muy buena gente, los alemanes en general son muy buena gente, pero los responsables de seguridad y la policía, cuando les preguntas algo, te gritan '¡Vete, vete!'”, cuenta Mustafa. Frente a él, Sami, un sirio de 25 años que ha dejado a toda su familia en Palmira no oculta su preocupación. “Necesito dinero, me he quedado sin Internet y no tengo cómo contar a mi familia cómo estoy”, lamenta quien fuera profesor de educación física en Palmira hasta que la guerra civil dejó su escuela hecha añicos. Su familia, que se quedó en esa ciudad ahora controlada por el Estado Islámico, le eligió entre sus seis hermanos por ser el mayor de ellos para venir a Europa y ganarse la vida. Asegura que esta noche es su cuarta haciendo cola para recibir ayuda económica. Pero todavía no ha tenido éxito, algo que le tiene visiblemente ocupado. A diferencia de Mustafá y otros amigos, Sami tiene momentos en los que mira al vacío, no dice nada o, de pronto, se enfurece y comienza a quejarse por las condiciones en las que están aquí los refugiados.

De izquierda a derecha, Ahmed, Mohammed y Fahres Salvador Martínez

Esta semana, un grupo de cuarenta abogados ha presentado una denuncia contra el responsable del área Social del Gobierno del Land de Berlín, el democristiano Mario Czaja, y contra el que fuera presidente de Lageso hasta que presentara su dimisión el miércoles, Franz Allert. Los letrados consideran a Czaja y Allert responsables de la caótica situación de los refugiados en las instalaciones de Moabit, donde se han registrado enfrentamientos entre los agentes de seguridad y asilados. Zain es un joven sirio de 21 años originario de Alepo que decidió no hacer más la cola después de llevarse los golpes de los guardias de seguridad en uno de sus primeros días aquí. “Vine la primera semana, me pegaron los de seguridad, y me dije: ¡Que les den, que le den a Alemania!'”, recuerda Zain.

Sin embargo, no ha dejado de venir, una vez por semana, para ayudar a los refugiados con el grupo de voluntarios alemanes que están repartiendo mantas, té y algo de comida. Su caso es una excepción. “Por suerte no necesito dinero, me están mandando desde siria alrededor de 1.000 euros al mes, que estoy gastando con mucha precaución”, afirma este joven, que trabajaba como profesor de matemáticas en Alepo.

Al final de la cola, justo detrás de Mustafá, descansa Bakhtar, un iraquí de 37 años procedente de Mosul. Va por su cuarta tentativa de recibir la asistencia de Lageso. Envuelto en un saco de dormir y en una manta isotérmica repartida por los voluntarios, Bakhtar es de los pocos que prefiere echar una cabezada a la una y media de la madrugada. Son minoría quienes caen bajo la tentación de descansar. Dormir representa un riesgo de perder el sitio en la cola. Ésta puede deshacerse si hay una avalancha humana.

Gritos y empujones

Normalmente, sobre las cuatro de la mañana, los responsables de Lageso abren las puertas para que se pueda entrar al recinto donde está el edificio de las oficinas que prestarán ayuda a los refugiados. Pero esta noche, la cola deja de respetarse sobre las dos y media de la madrugada porque, en ese momento, se produce una avalancha de personas que deciden hacinarse frente a las vallas de la puerta. Los dos centenares de personas que se distribuían en una ordenada línea a primera hora de la noche, en cuestión de segundos, pasan a estar amontonados en los primeros veinte metros, frente a las vallas de la puerta. Hay gritos y empujones. Un adolescente trata de aprovechar el caos para colarse dentro de la marabunta. Es imposible, porque no hay sitio. La gente lucha por permanecer de pie. Pero eso no le disuade. Lo que le quita la idea de la cabeza es un hombre que le ha visto y que sale como puede de la cola indignado para golpearle.

“Es la pelea de la noche”, comenta Mustafá, que no quiere ponerse a empujar y que observa ahora asqueado el triste espectáculo. El enfrentamiento no llega a mayores porque otros refugiados contienen al hombre que ha perdido los estribos. En ese momento entran en escena una decena de agentes de policía. Dos de ellos logran calmar los ánimos. Pero los empujones hacia la puerta continúan. En primera línea de la cola sigue Ayatollah, zarandeado, eso sí, por el ir y venir de los empellones de los asilados que hay detrás de él. Los agentes de seguridad tratan de poner orden. “¡No empujen, no empujen!”, grita uno de ellos, al tiempo que una voluntaria traduce al inglés las instrucciones vociferadas. Nada calma a los refugiados, que siguen empujando. Pasa así un cuarto de hora cuando Tom, corpulento y único responsable de Lageso que hay a esta hora en las instalaciones, se coordina con los responsables de seguridad y la policía para disolver la cola, dejando entrar a los refugiados, con cuenta gotas y en fila de a uno. “Hoy hemos probado algo nuevo”, reconoce Tom poco antes de las tres de la mañana. A esa hora la cola se ha deshecho y han entrado todos los refugiados, dejando tras de sí las mantas, restos de comida y víveres con los que muchos de ellos se han mantenido en fila durante casi 24 horas. Salah, un joven de 23 años del Kurdistán iraquí, decide marcharse a las puertas de Lageso. Tiene cita para el próximo 20 de diciembre, pero ha hecho la cola hasta las tres de la mañana. Se va porque la policía le ha dicho que se evitaría problemas marchándose. Bakhtar, el iraquí que había decidido dormir no lejos de donde estaban Mustafá y Sami, interpela muy enfadado a este diario: “Usted ha visto que yo estaba haciendo cola, ¿Pero dónde está mi cola ahora?”.

Larga espera

Una vez superada la primera barrera, a los refugiados les espera otra larga y desagradable espera. El edificio donde están las oficinas de Lageso no abre sus puertas hasta las ocho de la mañana. Frente a él, hay instaladas dos carpas con calefacción. En una de ellas, espera la mayoría. Son la gente con cita para ese día. En la otra, esperan un puñado de familias. Ha de haber una buena decena de parejas con niños entre el medio millar de personas que sobre las tres y media de la mañana esperan en las colas o en los alrededores de las carpas. En la que está destinada a las familias, esperan los hermanos Al-Nakawa, procedentes de la ciudad siria de Daraa, a unos 90 kilómetros al sur de Damasco. A Fahres, de 20 años, le acompañan Majid (22), su mellizo Fahd, Mohammed (19) y Ahmad (9).

“Llevamos aquí un mes y es la quinta vez que venimos para conseguir ayuda ¿Qué es esto?”, se pregunta indignado este chico, el único de sus hermanos que habla inglés. “En la televisión vi que en Alemania los sirios éramos bienvenidos, pero ¿Qué es esto?”, insiste. “Podrían tener abierto ahora para atender a la gente y se acabaría el problema, pero no, hay que esperar hasta las ocho”, añade. De fondo, se escuchan repetidamente los gritos de quienes hacen la cola en la otra carpa. Allí se repiten cada cierto tiempo momentos de tensión como los que trajeron consigo la disolución de la primera cola. Pero esta segunda está preparada para aguantar. Hay al menos una quincena de hombres del servicio contratado para mantener seguridad. También hay dos furgonetas de policía y otra decena de agentes se dejan ver a las puertas de las carpa y dentro de ellas.

Un equipo de la televisión pública alemana ARD aparece a las cuatro y media de la mañana para dar cuenta de la situación. Su reportero entrevista a gente como la familia Amalbak. Son cinco miembros, dos adultos y tres menores procedentes de Alepo. “Hemos traído a los niños porque tenemos miedo de dejarlos solos en la residencia”, cuenta el padre. Él y los suyos tienen suerte de hacer la cola destinada a las familias. Ésta es mucho más tranquila, pues apenas hay gente. Por lo menos se puede dormir en en suelo, como hacen algunos. Allí, los hermanos Al-Nakawa esperan junto a otros jóvenes que también hacen la cola. Entre ellos hay dos que han entrado burlando la vigilancia de los agentes de seguridad que hay en la puerta. Son Allah, de 22 años, y Matun, de 16. Prefieren no hablar.

Fuera de las carpas, desde las cinco de la mañana, un grupo de cuatro voluntarios reparte té a los refugiados que deambulan en los alrededores. “Es curioso que hoy se estén empeñando en aparentar que hay orden aquí fuera, tal vez sea porque está la televisión”, comenta Silas, un joven estudiante alemán de 27 años. La ZDF, la otra gran cadena pública de televisión, también ha mandado esta mañana aquí a un equipo para retransmitir en directo qué ocurre.

A las seis de la mañana, los hay que hacen su rezo matinal. Pero es más común ver a familias o grupos pequeños de personas tratando de entrar en el edificio de Lageso sin respetar las colas de las carpas. Majid y Muhatnet, ambos sirios de 23 años, buscan el error en la vigilancia para poder entrar en el edificio. “Vinimos aquí escapando del servicio militar en Siria, y ahora todos los días tratamos de colarnos”, cuentan. “Yo vine un día para hacer la cola desde las nueve de la mañana, esperé todo un día y no logré entrar, así que ya no vengo más así”, dice Majid, mostrando un montón de papeles de Lageso en los que se le insta a venir, siempre, un día después. “Llegamos en septiembre, y ahora estamos viviendo en la calle, o en hogares para refugiados donde se quedan amigos en los que nos colamos, ya que no conseguimos la ayuda de Lageso”, afirman al unísono.

Desde el interior de las carpas se empieza a dejar pasar al interior del edificio público a partir de las seis y media de la mañana. Detlef Wagner, coordinador de las carpas de Lageso que da explicaciones a la prensa desde primera hora. Afirma en declaraciones a El Español que “ya se ha dado el caso de refugiados que han esperado hasta seis semanas para recibir la ayuda”. Pese a los “numerosos refuerzos y contrataciones de personal” que, según él, Lageso ha recibido en los últimos meses para hacer frente a la crisis de los refugiados, parece evidente que la atención a los asilados está superando la capacidad de actuación de las autoridades locales.

“El ministro del Interior, Thomas de Maizière, decía hace unos días que el número demandantes de asilo registrados a finales de noviembre era de 970.000, algo que superaba las previsiones del Gobierno, esto es una sorpresa para él, y para todos en Europa, y parece que los únicos que no deberíamos estar sorprendidos somos nosotros en Lageso”, trata de defenderse Wagner, cuando se le traslada las quejas de muchos de los refugiados según las cuales no consiguen recibir la ayuda de las autoridades.

Ayatollah, por ejemplo, el joven afgano que iba segundo en la primera de las colas, no pudo recibir el dinero que necesitaba. Le dieron cita para otro día. Estando en la carpa donde más gente había, le quitaron a la fuerza a él y a sus amigos las primeras posiciones. Acabó siendo atendido en Lageso a las doce del mediodía, después de unas 30 horas de espera.

Noticias relacionadas